Virgilio Piñera
Creo a pie juntillas que nadie sabe para quien trabaja. Ese niño, Mornard (aquí entre nos, puedo decirle que su verdadero nombre es Santiago Mercader y es cubano y lo cuento porque sé que todo esto es plátano para sinsonte) vino de México a matar de ex profeso al escritor ruso León D. Trotsky, mientras le mostraba sus escritos para que el maestro los leyera y criticara. Trotsky nunca supo que Mornard trabajaba como un escritor fantasma para Staline. Mornard nunca supo que Trotsky trabajaba como una hormiguita para la literatura. Staline nunca supo que Trotsky y Mornard trabajaban como (perdón) negros para la historia.
Cuando Mornard llegó a tierras aztecas la noche estaba como boca de lobo y sus intenciones eran tan negras como esa noche, buena para arrastrar muertos. El asesino no era, como pasa con los epígonos, un original. Él tiene sus antecedentes históricos, claro y la historia de este valle de lágrimas está llena de violencia. Por eso odio tanto a los historiadores, porque detesto con toda la fuerza de mi alma lo violento. Que parece ser la fuerza motriz de este pequeño mundo en que vivimos. Aunque hay violencias y violencias.
Por ejemplo es cierto que la aristocracia francesa estaba en decadencia cuando la exterminaron la Revolución y Dantón, Marat y compañía. Pero poco antes tuvo lo que se llamó su esplendor dorado, son age d’or. Ésta es una época que yo me sé del pe al pa, pues no he dejado de leer ni una solita de las memorias que se escribieron por esa época y antes y después y… bueno para no cansarlos con una erudición que detesto como detesto a todos los peritos, etcétera, me sé toditos esos chismes de la Aristocratie Aristocracia que, dicho sea de paso, estaba bien podrida, con el Palais de Versailles que había que abandonar cada seis meses y venir al Louvre, porque escaleras y pasillos y salones estaban hecho un asco, con las heces y las excretas de nobles y aristócratas. Lo mismo pasaba seis meses después con el Louvre. ¿Ustedes sabían que Luis XIV en vez de sacarle una muela el dentista real de aquellos tiempos le llevó un pedazo así de este tamaño del hueso del velo del paladar y el pobre hombre cogió una infección tan grande pero tan grande que tenía una halitosis que no había quien se acercara al Rey Sol por temor a una insolación nasal? Cosas así. Pero esto no justifica jamás de la vida el quiproquó de la guillotina, porque cortarle la cabeza al prójimo no es el mejor modo de curar el mal aliento.
Bueno, volviendo a nuestros carneros… expiatorios. Este muchacho, Mornard, vino a matar al señor Trotsky, que estaba escribiendo sus memorias con un estilo, en honor a la verdad, que era mucho mejor que el de Staline, Zhdanoff, y los otros. No me extrañaría que lo mandaran a matar por envidia, que crece como verdolaga en el mundillo literario. Sino ¿por qué quiere Antón Arrufat, escribir un libro-pistola? Pues para matarme a mí, literariamente hablando, claro está. ¡Pero hay Piñera para rato!
Éste es el problema de todos los maestros con sus discípulos, epígonos, seguidores, etc. y L. D. Trotsky nunca debió enseñar a escribir a esa gente. El magisterio (sobre todo en literatura) no paga. Y aquí llegamos al «punto neurálgico» del problema. Presumo que cuando Trotsky se decidió a escribir su drama —porque, para decirlo de una vez por todas y sin que me quede nada por dentro, no otra cosa que dramas históricos son las memorias de los hombres que hacen o que han hecho o harán la historia. Un drama, repito para decirlo otra vez, acerca del antagonismo maestro-discípulos, fue puesto a elegir entre un tratamiento realista, uno realista socialista, uno épico y uno simbólico. Eligió este último. ¿Y por qué eligió el simbólico? —podrían preguntarse aquellos inclinados a hacer preguntas o algunos inclinados hacia el tratamiento realista o el épico o el realista socialista, o inclinados sobre la baranda de la vida, peligrosamente— como quien dice.
Pues lo eligió por gustarle más el simbólico, y lo eligió por así decir animal e instintivamente, como elegimos carne asada en vez de pescado al horno por gustarnos más la carne asada [56]. De manera, que, para decirlo popularmente, Trotsky pidió carne asada. Ahora bien, ¿presupone la elección de la carne asada o de lo simbólico la mixtificación y la mitificación y la mixtimitificación (o la mitimixtificación) del antagonismo maestrodiscípulos, que ya hemos demostrado que es el equivalente, por así decirlo, del antagonismo carne-asada-pescado-al-horno? En todo caso presupondría la mixtificación y mitificación y mitimixtificación o mixtimitificación del antagonismo pescado al horno-carne-asada, o sea dicho de otro modo, antagonismo discípulos-maestro o mitificación y mixtificación y mixtimitificación o mitimixtificación de los causantes de este antagonismo o combate del pescado al horno y la carne asada. O para decirlo pedantemente, la ictiosarcomaquia. Hecha puchero, como aquel que dice. Sólo eso. En un escenario (y no otra cosa, sea dicho de una vez por todas, fue el chateau fortaleza en que el criminal asesinó a su víctima) realista o realista socialista o social realista aparecían demixtificados y demitificados y demixtimitificados o demitimixtificados; en uno épico se repartirían los papeles, para decirlo técnicamente, de héroes y villanos. En el de Trotsky, suerte de Agamenón de Rusia —Clitemnestra, serían— son mitificadores y mitimixtificadores o mixtimitificadores de sus propias personas políticas. Pero el antagonismo sería el mismo, para decirlo con exactitud, en las dos o tres o cuatro concepciones.
Ello lleva, como de la mano, al siguiente aspecto: el de la buena o mala conciencia del escritor. ¿Se puso en juego «la mala conciencia» de Trotsky eligiendo la concepción simbólica de su asesinato? ¿Debió, en cambio, recurrir a su «buena conciencia» eligiendo la concepción realista o social realista o realista socialista o la épica del susodicho hecho?
Estas dos preguntas nos imponen la siguiente reflexión: ¿sería que la conciencia del asesino tiene su dobladillo de ojo?, ¿será que la buena conciencia del asesino, al elegir estas dos formas no está al mismo tiempo haciéndose de una mala conciencia por la exclusión que hace de la tercera o divina concepción; es decir la conciencia ideal del maestro?, ¿será que el asesinado impone sus límites, en este caso la dureza de su cráneo resistiendo al asesino o a su instrumento penetrante, valga la equivalencia; es decir, a su pincho del hielo insistente? Hay aquí, como diría un ama de casa en el puesto de frutas, viandas para escoger.
¿Y en razón de qué concepción simbólica debe obedecer a mala conciencia por parte del asesino? ¿O del asesinado, que es como decir: lo mismo? En esta tarde los asesinos (ellos ganaron, los asesinos ganaron, digo, porque completaron su faena y en esta hora de la verdad o minute de la verité, a manera de toreador el discípulo dio el puntillazo final a su toro padre-maestro líder) se cumple cabalmente el antagonismo maestrodiscípulos. En ningún momento el conflicto o zapateta (de niño-autor se hubiera resuelto con unas buenas nalgadas del padre-maestro) queda desvirtuado, o para decirlo como los magos profesionales, escamoteado; en ningún momento la expiación de los maestros y la «hybris» (o «guapería») de los discípulos es menos honesta de lo que sería en la conciencia realista o realista socialista o social realista o en la épica; en ningún momento la pretendida o pretensa mala conciencia de Trotsky, se desdobla, como en sus discípulos, en mixtimitificación o mitimixtificación y mitificación y mixtificación del propio antagonismo. Que equivale a decir, el ajeno. Forma artística, contenido ideológico y motivación se funden en una sola y misma cosa: el conflicto planteado. O como diría un cronista policial: el suceso.
Por último y me parece que es de sumo interés: es muy posible que los padres de Mornard (y con ellos muchos otros padres, aun los padres de Staline, que es como decir los padres de sí mismo, porque Jacques Mornard es Staline, cosa sabida) digan: ¡qué maldito este muchacho! ¡Mire usted, hacer esta travesura de matar a Trotsky!… Ello es definir en vulgar la mala conciencia. Sucede por un espejismo o mirage muy frecuente en los seres humanos, que se tome al asesino por la persona del asesino, y se le adjudiquen todas las mitificaciones y mixtificaciones y mitimixtificaciones o… (¡ay me cansé!) que éste puso en su asesinato. O como decir, en sus planes. Tal espejismo o mirage altera los términos de la ecuación y las «buenas conciencias» pasan automáticamente a ser malas. Automáticamente, es decir por inercia, mecánicamente, o sea que no hay tal mala conciencia sino subjetivización de la conciencia del asesino. Como quien dice, calumnia que algo queda.
Hablando de padres, casi se me olvidaba decirles que conocí en la época de mis 15 primaveras en Santiago de Cuba, cerca de los muelles, a la madre del asesino o discípulo, Caridad Mercader, a quien llamaban sus vecinas, no sé por qué, Cachita. En sus años mozos una guapa moza, Cachita, cuando dio a luz a Santiaguito, que en ese entonces era lo que las comadres llamaban por ese tiempo un bastardo, o sea un hijo sin padre (s. o. a. en los juzgados de barrio), de ahí el apellido de Mercader, mucho más cubano, claro, que el de Jugazhvifi. Caridad Mercader, acunando al entonces Chago en su cuna, decía o repetía (cuando lo decía más de una vez) una frase que le oí y que ¿habrá que tomar por premonición, acto de presciencia o profecía o quizás un chisme del futuro? Decía (como diría mi hermana Luisa) esta madre ejemplar:
—Cuando mi hijo crezca, será grande.
Pero si Trotsky né Bronstein está muerto (lo que parece, en definitiva, evidente) y no hay nada que hacer porque no existe eso que llamamos el más-allá o por lo menos no existe para los que estamos, como dice la cocinera de Pepe Rodríguez Feo, en el más-acá. Como no debe existir el más-acá para los del más-allá o tumba fría, valga la frase o quolibet.
Mornard parece estar vivo o por lo menos lo conservan así en la cárcel ésa, que ya es bastante. Lo que debe hacer Santiaguito Mercader es pedir papel y tinta y ponerse a escribir, porque el mejor sedante que conozco es la literatura. Yo recuerdo que en Buenos Aires, donde pasé diez y seis amargos años, mi dulce consuelo era escribir. Que equivale a decir hacer literatura y en mi caso, gran literatura. V. P.