LOS HACHACITOS DE ROSA

José Martí

Cuentan que el desconocido no preguntó dónde se comía o se bebía, sino dónde estaba la casa amurallada y sin quitarse de arriba el polvo del camino, se dirigió a su destinación, que era el último refugio de León HijodeDavid Bronstein: el viejo epónimo: profeta de una religión herética: mesías y apóstol y hereje en una sola pieza. El viajero, este torcido Jacobo Mornard, llegó con sus odios magníficos hasta el destino notorio del hebreo grande, de apellido de piedra broncínea, y a quien parece que ennoblecían la faz fulgores de rabino rebelde. Al anciano bíblico le distinguían la mirada alta y como de présbita, el gesto de hombre antiguo, el ceño adusto y ese temblor en la voz que revela a los mortales a quienes los Hados destinan a elocuencias profundas. Al futuro asesino: una ojeada turbia y los andares inciertos del desafecto: esbozos que no completaron nunca, en la mente dialéctica del saduceo, la impronta histórica de un Casio o de otro Bruto.

Pronto fueron maestro y discípulo, y mientras el anfitrión noble olvidaba sus cuitas y cautelas y dejaba que el afecto abriera una trocha de fuego de amor hasta su corazón antaño helado de reservas, en el aire hueco y como de negra noche que llevaba el protervo a la izquierda del pecho, se anidaba, siniestro, lento, tenaz el feto de la traición más innoble —o de taimada venganza, porque dicen que siempre hubo en el fondo de su mirada como un secreto agravio contra aquel a quien, en simulación acabada, llamó Maestro a veces, con la mayúscula de los grandes encuentros. Juntos se les vio en ocasiones y aunque el bueno de Lev Davidovich —así le podía llamar ahora el que en realidad llevaba disfrazado su nombre de mercader y portaba credenciales de falsía— extremaba las precauciones —porque no faltaban, como en la anterior tragedia romana, el agüero malo, el destello revelador de las premoniciones o la eterna costumbre del recelo— siempre otorgaba audiencias en soledad al visitante taciturno y a veces, como en el día aciago, suplicante y consultador. Trajo en sus lívidas manos los papeles engañosos y por sobre el cuerpo cerúleo y magro y temblón, un macferlán que habría sido delator en la tarde bochornosa para un ojo dado a mayores conjeturas y sospechas: no era la desconfianza el fuerte del rebelado ni tampoco la duda sistemática, la ojeriza como hábito. Debajo, llevaba el taimado un pujavante alevoso, la azuela magnicida, la punza, y más abajo, su alma de efectivo alabardero del nuevo zar de Rusia. Ojeaba el heresiarca confiado las pretensas escrituras, cuando el otro descargó su golpe traicionero y la acerada alabarda fue a clavarse en la nevada testa ennoblecida.

Un grito resuena en el ámbito claustral y allá corren los adlátares (Haití no ha querido mandar a sus negros elocuentes) apresurados y afanosos a apresarlo. «No lo maten», todavía tiene tiempo de advertir el hebraico magnánimo y los secuaces insolentados respetan, sin embargo, la consigna. Cuarenta y ocho horas de vela y esperanzas dura la formidable agonía del noble jefe, que muere luchando, como había vivido. Ya no eran suyas la vida y el trajín político, ahora le pertenecen la gloria y la eternidad histórica.