EL CUENTO
Arribamos a La Habana un viernes por la tarde y bien caliente tarde que fue, con este techo bajo de gordas, pesantes nubes oscuras. Cuando el barco entró en la Bahía[1] el piloto del canal simplemente apagó la brisa que refrescó la travesía. Había fresco y de pronto no había. Así como así. El Autor Hemingway, presumo, lo llamaría el ventilador del mar. Ahora la pierna me molestaba como demonio y caminé el tablón con mucho dolor, pero sin mostrarlo en beneficio de huéspedes y anfitriones. (¿Debo decir nativos y exploradores?). La Sra. Campbell venía detrás de mí hablando y gesticulando y asombrándose todo el maldito tiempo y encontraba cada cosita encantadora: la encantadora bahía azul, la encantadora ciudad vieja, la encantadora y pintoresca pequeña calle junto al muelle encantador. ¿Quién, yo? Yo lo que pensaba que había un 90 o 95% de humedad ambiente y estaba más que seguro que la maldita pierna me iba a doler terriblemente todo el condenado fin de semana. Fue una idea del diablo venir en viaje de descanso a esta ardiente, [2] empapada isla, desteñida por el sol donde no está quemada. El Invierno de Dan-te. Un proyecto de la Sra. Campbell, por supuesto. (Una ejecución de la Sra. Campbell, estoy tentado a decir, con un De Ella bordado detrás). Ya le advertí cuando vi desde el puente de cubierta el domo de nubes negras colgando sobre la ciudad, una espada damocliana de lluvia sobre mi pierna. Ella protestó mucho y dijo que el agente de viajes juró sobre su corazón lleno de afiches[3] que siempre es primavera en Cuba. Primavera mi dolorido dedo gordo del pie. ¡Agentes de viajes! Debían haber estado todos en Cuerno del Mercader con Carey Renaldo y coger la Enfermedad de Booth. (La de Edwina, quiero decir, una enfermedad de mujer). Estábamos bien metidos en la infestada de mosquitos, endémica con malaria, poblada por bosques de lluvia Zona Tórrida. Se lo dije así a la Sra. Campbell y ella respondió por supuesto a su vez: «¡Miel, éste es el Trópico!».
Sobre el muelle, como una pieza nada desechable de la máquina de desembarco, había un trío de estos encantadores nativos rasgueando una guitarra y sacudiendo dos grandes crótalos como de calabaza y golpeando madera con madera y voceando algunos gritos ferales que ellos deben llamar música. Como décor[4] para la orquesta aborigen alguien había erigido una tienda al fresco donde vendían toda clase de frutos del árbol de la ciencia del turismo: castañuelas, habanicos pintados, los crótalos vegetales, palitos de música, collares hechos de concha y cuentas de madera y semillas, una mediocre menagerie sacada del tarro de un buey gris, y sombreros de paja dura y seca y amarilla: Tutti frutti[5] La Sra. Campbell compró una o dos piezas de cada ítem y se veía refulgente. De-lei-ta-da. Extática. Le aconsejé dejar todas esas compras para el último día en tierra. «Miel», ella dijo, «son souvenirs».[6] Ella no podía entender que los souvenirs se supone que se compren solamente cuando se deja el país. Gracias a Dios, todo se hizo rápidamente en la casa de aduanas, lo que me sorprendió mucho, debo admitirlo. También fueron amables, de una manera untuosa, si saben lo que quiero decir.
Lamenté no haber traído el Buick. ¿De qué sirve viajar por ferry si usted no viene con su carro? Pero la Sra. Campbell pensó, en el último minuto, que íbamos a perder mucho tiempo aprendiendo las regulaciones del tráfico y las calles. Actualmente, ella temía otro accidente. Ahora tenía una razón más que añadir. «Miel, con tu pierna en esa (señalando a) condición, no puedes de alguna manera manejar», ella dijo. «Cojamos un taxi».
Pedimos un taxi y algunos nativos (más de los que eran necesarios) nos ayudaron con el equipaje. La Sra. Campbell estaba radiante con la así llamada gentileza latina. Proverbial, ella dijo. Dando propinas en manos extras, pensé en lo inútil que sería decirle que es una gentileza proverbialmente bien pagada. Ella los encontrará siempre maravillosos, no importa lo que hagan y/o prueben en contrario. Aun antes de llegar sabía que todo saldría maravillosamente bien. Cuando las maletas y las mil y una cosas que la Sra. Campbell compró estuvieron dentro del taxi, cerré la puerta (en competencia ardua con el chofer, evidentemente emparentado con Jesse Owens) y di la vuelta para entrar por la otra puerta. Usualmente, entro primero y la Sra. Campbell me sigue, para hacerles las cosas más fáciles. Pero este gesto de imprácticas buenas maneras que la Sra. Campbell, embriagada, encontró mucho latino[7], me indujo a un error que nunca olvidaré. Fue entonces (del otro lado) que vi el bastón.
No era un bastón ordinario y no debía haberlo comprado solamente por esa razón. Además de ser una ostentosa, torcida cosa, era caro. Cierto, estaba hecho de alguna preciosa madera dura, ébano o algo así, y estaba tallado con un cuidado prolijo. (Toque exquisito, dijo la Sra. Campbell). Pensando en dólares, sin embargo, no era tan caro. Bajo inspección más cercana, las tallas eran en realidad adornos grotescos sin ningún significado. El bastón terminaba en la cabeza de un Negro o Negra (nunca se sabe con esta gente, los artistas), de facciones notablemente groseras. In toto,[8] quedaba un poco en este lado de lo repelente. Tonto, me atrajo de inmediato y no puedo decir por qué verdaderamente. No soy hombre frívolo, pero creo que lo hubiera comprado, pierna dolorida o no. Quizás la señora Campbell me hubiera empujado a comprarlo finalmente, viendo mi interés. Como todas las mujeres, ella ama comprar cosas. Ella dijo que era bello y original y (debo ir por aire antes de decirlo) excitante. ¡Dios mío! Los mujeres.[9].
En el hotel, ella nuestra suerte, todavía corría bien y las reservaciones fueron encontradas válidas. Empecé a considerar el bastón un encanto de buena suerte. Subimos y nos duchamos y ordenamos una merienda rápida a servicio de cuartos. El servicio fue rápido como la merienda fue buena y echamos un sueñito satisfactorio, la siesta Cubana cuando en La Habana… No, había mucho calor y mucho ruido y mucho sol afuera y estaba limpio y cómodo y fresco adentro. Un buen, tranquilo, refrigerado hotel. Verdad que era caro, pero lo valía. Si hay algo que los cubanos han aprendido bien de nosotros es el sentido del confort y El Nacional es un hotel cómodo y aún mejor, eficiente. Nos levantamos tarde, a prima noche y dimos una vuelta por la vecindad.
En los fragantes jardines del hotel conocimos a una suerte de chofer de taxi que se ofreció a ser nuestro guía. Dijo llamarse Ramón Algo y produjo una sucia, estrujada tarjeta de identidad para probarlo. Luego nos guió a través de un laberinto de palmeras y autos parqueados hasta esta ancha calle que los habañeros[10] llaman La Rampa, con tiendas y clubes y restaurantes en toda ella y anuncios de neón y tráfico pesado y gente subiendo y bajando por la rampa que da nombre a la avenida. No está mal, a la manera de San Francisco. Queríamos conocer Tropicana, el Night-club que se anuncia a sí mismo como el «cabaret más fabuloso del mundo». La Sra. Campbell casi hizo el viaje solamente para visitarlo. Nosotros, o más bien ella, decidimos cenar allá. Mientras tanto, fuimos a una película que quisimos ver en Miami y nos perdimos. El teatro estaba cerca del hotel y era nuevo y moderno y aire acondicionado.
Regresamos al hotel a cambiarnos para la ocasión. La Sra. Campbell insistió en que yo debía llevar mi traje de media etiqueta. Ella iría emperifollada en una bata de noche. Saliendo, mi pierna me estaba doliendo de nuevo, probablemente debido al frío dentro del teatro y del hotel, y llevé el bastón conmigo. La Sra. Campbell no dijo nada en contra. Al contrario, lo encontró divertido.
Tropicana está localizado en un barrio de las afueras. Es un cabaret en la jungla. Los jardines crecen sobre los callejones de entrada y cada yarda cuadrada está plagada de árboles y arbustos y lianas y epyphites que la Sra. Campbell insistía eran orquídeas, y estatuas clásicas y fuentes chorreando agua y spot-lights de colores ocultos. El night-club puede describirse como físicamente fabuloso, la cumbre, pero el espectáculo se queda en llanos desnudos mayormente y simples, como todo cabaret Latino, yo supongo, con mujeres semi desnudas que bailan la rumba y cantantes mulatos que gritan esas canciones tontas y cancioneros almidonados que se aprovechan del estilo del Viejo Bing,[11] en español, claro. La bebida nacional cubana se llama Daiquirí, un mejunje mejor descrito como un batido helado de ron, bueno para el usual clima de Cuba, no muy lejano de un alto horno. El calor de la calle, quiero decir, porque este cabaret tenía la «típica», así nos dijeron, «refrigeración cubana», que es como decir el clima del Polo Norte emparedado en un cuarto. Hay un cabaret gemelo aunque sin techo, el aire libre, que no se usaba esta noche particular pues esperaban lluvia a eso de las once. Los cubanos son buenos meteorólogos. Empezábamos a comer una de esas comidas llamadas en Cuba internacionales, católicamente grasientas y llenas de cosas todas fritas con alimentos demasiado salados y postres demasiado dulces, cuando comenzó a caer una lluvia tan pesada que se podía oír por sobre la música. Esto es para sugerir la violencia del aguacero, pues hay pocas cosas que quedan sobre este mundo que suenen más alto que una orquesta típica cubana. Para la Sra. Campbell habíamos llegado al límite, al acmé, al summum: el habitat del salvaje sofisticado: selva, lluvia, música, comida, silvestre pandemonium-y ella estaba, simplemente, encantada. Mejor, visitando Las Encantadas. Todo habría salido pasable o más bien bien el momento en que cambiamos para bourbon y soda,[12] cuando fue casi como en casa, si solamente entonces este maricón del emcee[13] no hubiera empezado a presentar los intérpretes al público y el público a los intérpretes y cada quien al otro y luego ¡el ápice! Este payaso o bufón envió a alguien a preguntarnos nuestros nombres y nos introduce en este increíble inglés suyo. No solamente me tomó por una de esas gentes de las sopas, que es un error frecuente y soportable, pero además dijo (a través del altavoz, note usted) que yo era un playboy[14] internacional. ¡Oh muchacho! Probablemente el Playboy del Mundo Occidental. ¿Y qué creen ustedes que la Sra. Campbell está haciendo todo este tiempo? Llorando, bañada en lágrimas de risa, riendo, a carcajadas. ¡Gozosa!
Cuando dejamos el cabaret, bien después de medianoche, había cesado de llover y el aire estaba fresco y claro, una limpia mañana nueva. Estábamos los dos intoxicados, pero no olvidé mi bastón. Con una mano lo llevaba mientras con la otra hacía lo mismo por la Sra. Campbell. El choferguía-consejero físico, este Virgilio del Infierno de la noche, insistió en llevarnos a ver otra clase de espectáculo (show). No hablaría de él si no tuviera la excusa de que ambos, el Sr. y la Sra. Campbell estaban bien borrachos. E, b, r, i, o, s. La Sra. Campbell lo encontró muy excitante, no para mi sorpresa. Debo confesar que para mí fue un asunto desagradable, aburrido y creo que dormí sobre un pedazo de él. La función es un subproducto local de la industria turística, donde los taxistas son publicitarios (admen) y vendedores al mismo tiempo. Lo llevan a usted allí sin pedirlo y antes de que usted pueda realizar lo que está pasando verdaderamente, está ya dentro. Dentro quiere decir en una casa como otra cualquiera de esa calle, pero cuando la puerta se cierra detrás de los visitantes, lo llevan a usted a través de un corredor de puertas[15] a un santuario interior o penetralia, de hecho un salón con sillas todo en derredor, como una de esas cajas de espectáculos de fuera-Broadway tan de moda en los años cincuenta medios, teatros arena, solamente que esta vez la arena no es un escenario pero una redonda, grande cama central. Un Ganimedes[16] le ofrece a usted brevages (pagando por ellos, esto es, y mucho más caros que los tragos de Tropicana), hasta las botas (?) y más tarde pero no mucho más tarde, cuando todos los huéspedes han arribado y todo el mundo está acomodado, ellos apagan la luz[17] y luego encienden las luces (una roja y otra azul) sobre la cama, así que usted pueda discretamente ver la escena y al mismo tiempo olvidar la presencia que pronto será embarazosa de su vecino. Y las dos mujeres entran, severamente desnudas. Después entra un hombre desnudo, un Negro, negro profundo ahora por las luces, un Otelo aprovechado, un Lotario profesional, Supermán le dicen. Había en el público unos cuantos oficiales de Marina de la Armada y todo se veía realmente anti-Americano, pero ellos también disfrutaron del espectáculo y no es nada de mi negocio si los marinos andan por ahí en uniforme o no. Después de la interpretación encendieron todas las luces y, vaya nervio, las muchachas (porque eran muy jóvenes) y el Negro saludaron a la audiencia. Este Sansón Sexo & Socias sacaron algunas bromas de mi smoking y la negrura y del bastón en Español, por supuesto, con gestos convenientes, completamente desnudos allí frente a nosotros, y los marineros morían de risa mientras la Sra. Campbell trataba dura de no reír, sin éxito. Finalmente, el Negro vino cerca de uno de los oficiales y dijo en un inglés afeminado, partido (fractured) que él odiaba a las mujeres y los marinos bufaron esta vez y la Sra. Campbell también. Todos aplaudieron incluyéndome.
Dormimos hasta tarde el Sábado por la mañana y salimos como a las once para ir a Varadero, una playa a exactamente ciento cuarenta y un kilómetros al Este de La Habana y nos quedamos allá abajo el resto del día. El sol era brutal, como es usual, pero la vista del plácido, abigarrado, abierto océano y las blancas, deslumbrantes dunas y los pseudo-pinos y las sombrillas de playa de techo de palma y las villas Victorianas tardías, de playa y de madera eran algo para Natalia Kalmus imitar. Yo tomé muchas fotografías, en color, por supuesto, pero también en BW[18], y yo estaba feliz de estar allí. Ni gente, ni música, ni porteros, ni choferes, ni emcees, ni puta rameras, ni crudos exhibicionistas para forzarlo a usted dentro del ridículo, del odio y/o del desprecio. ¿Paraíso encontrado? No todavía. Al anochecer tenía ampollas sobre toda mi espalda y brazos y para contrabalancearlo, una terrible acedía producto de los mariscos del almuerzo, tan excesivos. Traté vanamente de romperlas con Bromo-S y crema fría[19] tragando el digestivo y untándome todo yo con el ungüento, no viceversa. Sin resultado. El crepúsculo también trajo hordas de Transilvánicos[20] mosquitos. Nos batimos en retirada hacia La Habana.
Estaba alegre de encontrar mi bastón esperándome en el cuarto, negligido, casi olvidado desde que el sol y la arena y el doble calor me aliviaron de mi dolor de pierna. Quemadas y dolores perdidos, la Sra. Campbell y yo bajamos y nos quedamos en el bar parados hasta tarde, oyendo más de esta música extremista que la complace a ella tanto, de alguna manera suavizada ya, asordinada ahora por la medianoche y las cortinas, yo me sentía bien con el bastón a mi lado.
A la mañana siguiente y una bella mañana de Domingo que era, despedí a Ramón hasta la hora del almuerzo, cuando debía venir al hotel a recogernos e irnos para siempre. El ferry estaba programado para navegar a las tres de la tarde. Entonces decidimos visitar Havana Vieja y tomar una última vista alrededor y comprar más souvenirs. Así que ya ustedes ven que fue una vez más su que nuestra decisión. Los compramos («Ahora», dijo la Sra. Campbell, «ahí tu estás») en una tienda para turistas enfrente de un viejo, decaído castillo Español. Abierto Cada Día Incluyendo Días Domingos – Se habla Español Inglés. Cargados con cadeaus[21] decidimos sentarnos impromptu y tomar algunos agradables, frescos tragos en un viejo café, notado por la Sra. Campbell a través de la plaza, dos cuadras adelante. El Viejo Café era su nombre tautológico, pero estaba justo de bien con la callada, pintoresca, sofocada atmósfera de un civilizado Domingo allá en la vieja parte baja de la Ciudad Española.
Nos quedamos allí bebiendo, una hora o algo así y entonces pedimos la cuenta y pagamos y salimos. Tres cuadras más tarde, yo recordé que olvidé el bastón en el café y volví atrás. Ni uno parecía haberlo visto o notado y no estaba ni un tanto sorprendido. Una cosa tan rara es sujeto que pase en estos países. Fui afuera de nuevo, ahora mordido por la mortificación, con una demasiada profunda depresión para una pérdida tan
«El mundo está lleno de bastones, querido», dijo la Sra. Campbell y yo recuerdo viéndome a mí mismo mirarla fijamente a ella, ni en extrañeza ni en furia pero en trance, incapaz de moverme fuera o lejos del glorioso resplandor de esta Doctor Pangloss hembra en libertad.
Me alejé caminando rápido buscando una parada de taxis y doblé la esquina y me paré y miré delante y luego miré atrás y entonces pude ver la cara en asombro de la Sra. Campbell, un espejo ahora porque ella estaba mirando mi cara asombrada. Allí, en una calle estrecha, iba un viejo de color llevando mi bastón. Más cerca, vi que no era un viejo pero un hombre sin edad, visiblemente un morón mongoloide. No era cuestión de alcanzar un acuerdo con él, ni en Inglés ni en el precario Español de la Sra. Campbell. El hombre no entendía ningún idioma y eso para usted es Némesis en el extranjero. Ahora agarró naufragada-mente el bastón, con ambas manos.
Yo temí una situación de slap-stick[22] si aferraba el bastón por un final, como la Sra. Campbell me aconsejó que hiciera, midiendo al mendigo (él era uno de estos profesionales mendigos usted puede encontrar fuera en todas partes, aun en París) que era un hombre muy fuerte. Traté de hacerle comprender, por gestos, que mi bastón era mío, pero fallé miserablemente y él me contestó con extraños, gruñones sonidos tan ajenos a mí como a él le era el habla humana. Pensé en estos cantantes nativos y en sus gargantas líricas. Él también contradecía la corriente científica, noción que declara a cada mongoloide como alegre, afectuoso y amante de la música. En alguna parte un radio alto descargaba más altas canciones Cubanas. Bien por sobre el (fracaso), la Sra. Campbell, Cubanizada ya, gritaba afuera la sugestión de que yo le comprara a él mi bastón, lo que, por supuesto, me negué a cumplir. «Querida», aullé con exasperación mientras trataba de bloquear el progreso del mendigo con mi enorme esqueleto, sosteniendo terreno, «es un asunto de principios, el bastón es mío», y no sentí qué tranquilo daba a entender mi significación, pues un principio gritado instantáneamente deja de serlo. De todas maneras, no iba a dejar que se fuera con él solamente porque era un morón y yo no iba cierto a comprarlo, extorsionándome a mí mismo. «No soy un hombre a chantajear», le dije, no tan alto ahora, a la Sra. Campbell, dando un paso hacia abajo de la acera cuando el mendigo amenazó con cruzar la calle. «Ya lo sé, miel», dijo ella dijo.
Pero las pesadillas de Savannah son los exactos hechos en La Habana. Como es usual, pronto tuvimos una pequeña multitud local rodeándonos y yo me volví nervioso, pues no quiero ser víctima de ninguna rabia linchadora. Aparentemente, yo era un extranjero tomando ventaja de un nativo indefenso y vi más de una cara de piel oscura en el círculo. En el centro se para firme este Luterano, solitario Maximalista combatiendo lo irracional con razones foráneas.
La gente, sin embargo, se comportó, dadas las circunstancias. La Sra. Campbell le explicó a lo mejor de sus habilidades y hasta había uno de los circunstantes, hablando inglés partido, que, en una manera primitiva, se ofreció de como mediador. Este Hammarskjold auto-hecho trató, sin evidente buen éxito, de comunicarse con el mongol, morón o Marciano. Él únicamente dio dos pasos hacia atrás, en retirada, sosteniendo, agarrando, abrazando el bastón y musitando un cuento en algún lenguaje desconocido, con sonido y furia significando nada, por supuesto. O mejor, queriendo decir siempre, siempre infiriendo que el bastón era su propiedad privada. La multitud, como todas las turbas, estaba a veces en nuestro favor, otras pro el mendigo. Mi esposa todavía insistía en suplicar. «Es materia de principios», ella decía, quizás en Español. «El señor Campbell aquí es el legítimo dueño del bastón de paseo. Él lo compró para él ayer y lo abandonó esta mañana en un viejo café. Este caballero», ella quería decir el morón, a quien apuntaba con su dedo índice izquierdo, «lo tomó de donde mi esposo», indicándome a mí con su dedo derecho, «lo dejó y no le pertenece a él», moviendo en negación su presente cabeza rubia, «no, amigos». Un dudoso caso de hurto, por la anfibología, el equívoco, la frase ambigua (¿él es quién?), pero la oratoria de la peticionaria ganó el favor de la corte callejera y el jurado estaba decididamente ahora por nosotros.
Pronto fuimos una molestia pública y un policía vino. Doble buena suerte, era un policía hablando Inglés. Yo le expliqué todo a él. Él trató, vanamente, de dispersar la turbamulta, pero la gente estaba tan interesada como nosotros estábamos en buscar una solución al problema. Habló al mongol, pero no había vía de comunicación con el don nadie, como ya le dije. Cierto, el policía perdió su temperamento y tomó la pistola para compelir al mendigo. La multitud creció, súbitamente silenciosa y yo temía lo peor. Pero el morón pareció, finalmente, comprender y me dio el bastón, con un gesto que no me gustó nada. El policía puso su pistola en la funda e hizo la propuesta de yo darle algún dinero al morón. «No como recompensa pero como un regalo al pobre hombre», en sus palabras. Yo objeté. Esto era verdad aceptar el chantaje social, porque el bastón era ciertamente mío. Lo dije así al guardia. La Sra. Campbell trató de interceder, pero no vi razón para ceder. El bastón era mío y el mendigo lo tomó sin pertenecerle. Darle algún dinero ahora por su devolución era avalar el robo. Rehusé, muy definitivo, complacerlo.
Alguno en la turba, así me explicó la Sra. Campbell, propuso una contribución voluntaria y colectiva. La Sra. Campbell, tan tonto y caro corazón, quería ayudar de su bolso personal. De alguna manera, tenía que terminar con aquella ridícula situación y cedí, lo cual no debía haber hecho. Le ofrecí al morón unas pocas monedas (no recuerdo exactamente cuántas, pero estoy cierto que fue más dinero del que previamente paggué pagué por el bastón) y quise dárselo, sin sentimientos, duros, pero el mendigo no quería ni tocarlo. Ahora era su momento de actuar el rol de Ser Humano Ofendido. La Sra. Campbell intercedió una vez más. El hombre pareció aceptar, pero en un segundo… pensamiento?, rechazó el dinero con los viejos sonidos de garganta. Fue solamente cuando el policía se lo dio en su mano, que lo agarró en un gesto rápido. No me gustó su cara, porque estaba mirando (fijamente) el bastón cuando me lo llevé conmigo, como un perro que abandona un hueso enterrado/desenterrado. El desagradable incidente terminado, tomamos un taxi allí mismo, producto del policía, cortés como era su deber ser. Uno de la multitud aplaudió cuando nos íbamos y alguien nos dijo adiós con la mano, benevolente. No pude ver la última cara del morón/mendigo/ladrón con su temible asimetría, y estaba contento. La Sra. Campbell dijo (por la primera y única vez en todo el viaje) exactamente nada y parecía ocupada en pasar cuenta mental de sus muchos regalos los hechos por el hombre, no por Natura. Yo me sentía bien en la compañía de mi recobrado bastón que podía ser un souvenir con un cuento interesante dentro para revelar luego, mucho más valioso que todas las cosas que la señora Campbell compró por la docena.
Regresamos al hotel. Le dije al empleado de oficina que nos íbamos temprano en la tarde, que la cuenta debía estar lista cuando bajáramos, que íbamos a almorzar en el hotel pagando al contado en el restaurante. Y luego subimos.
Como es usual, abrí la puerta para dejar que la señora Campbell entrara y ella encendió las luces, pues las cortinas estaban bajas todavía. Ella entró en la sala de la suite y procedió al cuarto dormitorio y yo fui a subir las cortinas, alabando el descanso dominical en el Trópico por el camino. Cuando ella encendió la luz del cuarto, gritó un alto, penetrante chillido. Creí que la había cogido la electricidad, sabiendo que hay corrientes peligrosas en el extranjero. Temí también alguna serpiente venenosa. O tal vez otro ladrón cogido ahora in fraganti. Corrí al dormitorio. La Sra. Campbell apareció rígida, tiesa, sin habla alguna, casi histérica. No entendía lo que estaba pasando bien viéndola en el medio del cuarto, cataléptica. Ella se reportó y con extraños sonidos guturales y su primer dedo, señaló a la cama. La cama estaba vacía. Ni mapanare, ni ladrón, ni facsímil de Supermán sobre ella. Entonces miré a la mesita de noche. Allí, yaciendo a travpcs través del cristal, negro sobre la superficie pintada de verde, conspicuo, relevante, incriminador, finalmente asqueroso, estaba el otro bastón.
LAS CORRECCIONES
Señor[23] Campbell, un escritor profesional, contó malamente el cuento, «como es usual».
La Habana lucía bella desde el barco. El mar estaba calmo, una superficie clara de azul casi cobalto a veces rayada por una ancha costura azul profundo que alguien explicó era la Corriente del Golfo. Había unas pocas olas diminutas, gaviotas espumosas volando tranquilas en un cielo invertido. La ciudad apareció repentinamente, toda blanca, vertiginosa. Vi arriba unas cuantas nubes sucias pero el sol brillaba fuera de ellas y La Habana no era una ciudad pero el miraje de una ciudad, un espectro. Entonces ella se abrió a ambos lados y empezó a espetar colores fijos que de alguna manera se derretían instantáneamente en la blancura del sol. Ella era un panorama, un real Cinemascope, el cinerama de la vida: para complacer al señor Campbell, que ama el cine demasiado. Navegamos aun entre edificios de espejos, fulgores, gaseliers[24], destellando dentro del ojo, por un parque de céspedes brillantes o quemados, hacia otro pueblo-viejo y oscuro y más bello. Un muelle vino a nosotros, inexorablemente.
Eso es verdad que la música cubana es primitiva pero tiene un encanto ufano, una violenta sorpresa siempre almacenada en reserva y algo indefinido, poético que vuela alto con las maracas y la guitarra y las voces del macho en falsetto[25] o —a veces y— en vibrato áspero, como hacen los cantantes de blues[26], un recurso harmónico tan válido para Cuba y Brazil como para el Sur porque es una tradición Africana, mientras los tambores bongó y conga la amarran a ella a la tierra y las claves —el misterioso «golpear de madera sobre madera» de la narrativa del Sr. Campbell, ni una supersticiosa liturgia ni algún código secreto pero dos pequeñas batutas para hacer música no para conducirla, finos instrumentos de percusión tocados uno contra otro col legno[27], cf. las notas de la solapa de John Sage en la cubierta trasera del LP[28] de Arpeggio Percutante percusión AGO690—, esos «palos musicales» son como ese horizonte, siempre estable.
¿Por qué dramatizar la incapaz pero definitivamente no inválida pierna? Quizás quiera parecer una baja de guerra. El Sr. Campbell es en la actualidad un reumatoide.
El bastón era justamente un bastón ordinario. Hecho de oscura y probablemente dura madera pero no ébano a mi entender. No tenía adornos raros ni una cabeza andrógina en la empuñadura. Era un bastón como miles de bastones que se pegan[29] sobre la tierra, un poco rudo, con alguna atracción pintoresca: cualquier cosa menos extraordinario. Supongo que muchos cubanos han tenido un bastón como éste. Nunca dije que el bastón era excitante: éste es un rudo inuendo Freudiano. Además, no compraría la obscenidad de un bastón, nunca.
El bastón costó unos pocos centavos. El peso Cubano iguala al dólar. De paso, abanico no habanico es la palabra Española para abanico. Probablemente una confusión por simpatía con La Habana. Usted nunca dice habañeros por la misma razón que no escribe Habaña. El adjetivo mucho está siempre acortado a muy cuando se coloca como un adverbio. Y es las mujeres, no los, las siendo la forma femenina del artículo definido. Pero usted no esperará finesse[30] de parte del Sr. Campbell cuando tiene que tratar con mujeres. Mujeres esto es.[31]
Muchas cosas en la ciudad encontré encantadoras pero nunca he sufrido el pudor de mis sentimientos y puedo nombrarlas. Me gustó-no, amé, amé el carácter, actualmente el temperamento de la gente en La Habana y dondequiera. Amé, mucho, así, la Música Cubana, con Mayúscula. Fue amor a primera vista entre Tropicana y yo. A despecho de ser una atracción turística que lo sabe, ella es una cosa realmente bella y exuberante y vegetal, una imagen de la isla. La comida era comestible que es la única cualidad intrínseca de los alimentos y los tragos como los tragos son en todas partes. Pero la música y la belleza de las muchachas del coro y la silvestre desatada imaginación del coreógrafo pienso en ellas como inolvidables.
El maestro de ceremonias era un tipo Latino muy apuesto, alto y oscuro con ojos verdes y un bigote negro y una sonrisa fulgurante. Un verdadero profesional, modulando en su profundo barítono una atractiva pronunciación Americana y de ninguna manera un maricón, como escribió el Sr. Campbell arriesgando un traje de libelo, la palabra significando raro o reina en Español.
Con la más noble de las razones el Sr. Campbell se engancha a sí mismo en las verbales —la única clase que puede permitirse— gimnasias de hacer un prototipo de mí: la única clase: la compan común hembra de la especie. Eso quiere decir una inválida mental con el IQ[32] de un simple, una cretina Muchacha Viernes,[33] una morona mujer directa[34], una femenina Doctor no Pangloss pero Watt-son, con la pieza de repuesto de un expediente tiburón del prestamista a la cama mortal de un cliente. Cayó corto de llamarme la Sra. Camp toute courte[35]. Nunca dije cosas como Miel éste es el Trópico o Ellos son souvenirs querido o ninguna otra línea de mordaza como ésas. Él ha leído una tira cómica de «Pepita» en demasía o ha visto todos los espectáculos televisados de Lucille Ball. Simplemente no me importaría ser Lucille si solamente él tuviera las miradas de Desi Arnaz[36] —y su edad también.
En el (sub) desarrollo de la historia usted puede leer muchas veces la palabra nativo en un contexto derrogatorio. Por favor no culpe a El Viejo Sr. Campbell y sus tautologías. Eso es inevitable, yo supongo. Cuando el Sr —él, este Señor Coma Señor Punto Señor Pleca quien ama los signos de puntuación tanto que debe estar realmente molesto cada deliberada vez que yo olvido el punto de su maestrazgo, Sr. «ahí tú estás»— el Sr. Rudyard Kipling Campbell supo que la administración del hotel era «nuestra», como dijo él queriendo decir Americana, sonrió una ancha sonrisa de connoisseur[37] en un museo. Para él el hoi polloi[38] Tropical es siempre haragán, inescapablemente así, gente de siesta. También son arduos de diferenciar. El chofer dijo distintamente que su nombre era Ramon Garsia[39].
No me divirtió sus idas y venidas bastón en mano todo el tiempo y por todo el pueblo. En Tropicana, saliendo del comedor no i, n, t, o, x, i, c, a, d, o, s sí no borrachos perdidos, con el bastón cayendo al suelo una y otra vez en el corto bien alumbrado atiborrado vestíbulo y su precario balance cuando lo recogía fue él —realmente esta vez— una «molestia pública».
Simplemente ama ser confundido con uno de los millonarios Campbells. Siempre lo hace. Aun insiste que están estrechamente relacionados. Yo no reía el título de Playboy Internacional afuera, pero solamente desdeñé su falso disgusto cuando oyó que lo llamaban el millonario de la sopa. Él es un actor tan piojoso.
El exagerado y a veces falsificado hábito de beber que él despliega y muchas otras características literarias las copió todas de Hemingway, Fitzgerald et al[40].
No hubo secuestro sexual. Eso es cierto que Ramón —yo finalmente lo llamé así, tuve que— nos ofreció llevarnos a ver las demostraciones vivas, pero solamente después de los múltiples doubles entendres[41] del Señor Campbell, quien no dice que compró en una librería de Bélgica[42] libros de Obelisk y la Olympia Press[43] «por una la docena», mostrándome en exhibición afuera las etiquetas que decían que los libros no debían ni venderse ni introducirse en el U. K.[44] ni en USA, y también insistió en comprar una costosa, voluminosa novela Francesa, Prelude Charnel[45], totalmente embellecida en colores la que yo debería en el tiempo futuro de la cama traducir. Ni dijo el título de la película que vimos. Baby Doll[46]. Él no pidió los tableaux vivantes[47] y las proezas sexuales, pero ciertamente hizo uno o dos equívocos de más sobre Casa Marina y el distrito de luz roja Barrio de Colón. Ningún comentario sobre su rendición de los trabajos de lujuria perdidos o de los climáticos Sexe, Son et Lumieres[48]. Yo diré que no fue esta pobre depravadita de mí quien gozó sola el espectáculo de Lothario/Otelo/Supermán para pedir prestadas la nomenclatura y la puntuación al Sr. Campbell. Y añadiré, para finalizar, que él desde los días de Sin Párpados Sing[49], es el solo hombre sobre la tierra capaz de dormir con ambos ojos bien abiertos.
No «encontró» el bastón en la calle, yendo con un hombre extraño[50], un literario personaje Cosa, un verdadero Walking stick[51]. El bastón nunca dejó el «café», que se llamaba, por cierto, Lucero Bar. Estábamos los dos sentados en un salón atiborrado. Cuando el Sr Campbell se levantó para irse simple y naturalmente tomó un bastón de la próxima mesa: un oscuro nudoso bastón exactamente igual que el de él. Estábamos en la puerta cuando oímos a alguien corriendo detrás de nosotros y profiriendo los extraños entonces y ahora familiares ruidos. Miramos a atrás y vimos al verdadero dueño del bastón, solamente que no lo sabíamos en ese tiempo. El Sr Campbell hizo un gesto como para rendirle al hombre su bastón, pero fui yo quien objetó. Le dije que él compró el bastón con su propio buen dinero y no porque el mendigo fuera un idiota íbamos a dejarle irse afuera con él, su debilidad mental una excusa para el hurto. Es cierto que pronto tuvimos una turba a nuestro alrededor, principalmente los clientes del «café» y que hubo algunos confusos argumentos. Pero siempre estuvieron por nosotros: el mendigo no podía hablar, recuerdan? El policía —quien era de la división turística— se entrometió justo por un mero azar. Él estuvo siempre por nosotros inevitablemente, decididamente así y él llevó el mendigo hacia la cárcel sin ulterior discusión. Nadie propuso una colección y el Sr Campbell no pagó ninguna recompensa porque no hubo ninguna. No lo hubiera dejado hacerlo, por todos los medios. Él cuenta el cuento como si yo me hubiera convertido a mí misma a la santidad por un bastón mágico[52]. No hay nada de esta suerte. Actualmente fui yo quien insistió más en no dejar que el bastón se fuera así como así. Detesto los idiotas, el Sr Campbell es el único por quien tengo un poco de paciencia, que crece delgada con los años como él crece craso. Ahora, yo nunca sugerí que tomara el bastón por un extremo y toda la escena está dicha como si el Sr Campbell fuera un escritor para la pantalla italiana de los cuarenta tardíos.
Mi español no es, por amor de Dios, un idioma perfectamente hablado, pero puedo hacerme entender ser fácilmente entendida. Yo tuve un intenso curso en Paraíso Alto bajo el profesor Rigol y el Sr. Campbell está solamente celoso[53]. También lo cepillé un poco antes de venir. Nunca exhibiré afuera un idioma que yo no conozco bien. Incidentalmente, on dit[54] Espada de Damocles, pas[55] Espada Damocliana.
No había melodrama. El cuento del Sr Campbell no está solamente ineptamente contado pero plagado de medias verdades y mentiras. Nunca hubo una Última Parada del General Campbell ni turbas de linchamiento ni aplausos ni cara final de lastimoso mendigo, la que no pudimos ver desde el taxi. Ni yo grité cuando vi el otro —yo encuentro esas itálicas terribles, todo drama y baños, como una metáfora del cuento: «otro bastón»: por qué no «otro bastón»?—, el otro bastón ni estaba en un ataque catatónico. No hubo histeria y justo me limité a mostrarle el bastón, nuestro actual bastón. Lo creí un terrible error, naturalmente, pero entonces yo creía que la injusticia y el error eran aún reparables. Nos fuimos derecho a atrás al café y cuestionando a la gente allá nos arreglamos para encontrar el precinto: el castillo Español con caries del Sr. Campbell. El mendigo no estaba allí más. El policía lo dejó libre en la puerta entre las bromas de sus colegas y las inagotables lágrimas del ladrón que fue el único solo robado. Nadie, «por supuesto», sabía dónde encontrarlo.
Perdimos nuestro barco y tuvimos que regresar por avión con nuestro equipaje y nuestros libros y nuestros souvenirs plus dos bastones.
Séptima
El viernes le dije una mentira, doctor. Grandísima. Ese muchacho del que le hablé, no se casó conmigo. Yo me casé con otro muchacho que ni siquiera lo conocía y él no se casó con nadie, porque era homosexual y yo lo sabía desde el primer día, porque él me lo dijo. Lo que pasaba es que él me invitaba a salir, porque sus padres sospechaban que su mejor amigo era algo más que su mejor y ellos habían amenazado con mandarlo a una academia militar si no se echaba novia. Pero yo nunca fui su novia. Aunque no tuvieron que mandarlo a una academia militar después de todo.