LA HISTORIA
Llegamos a La Habana un viernes alrededor de las tres de la tarde. Hacía un calor terrible. Había un techo bajo de gordas nubes grises, negras más bien. Cuando el ferry entró en el puerto se acabó la brisa que nos había refrescado la travesía, de golpe. La pierna me estaba molestando de nuevo y bajé la escalerilla con mucho dolor. Mrs. Campbell venía hablando detrás de mí todo el santo tiempo y todo le parecía encantador: la encantadora pequeña ciudad, la encantadora bahía, la encantadora avenida frente al muelle encantador. A mí me parecía que había una humedad del 90 o 95 por ciento y estaba seguro de que la pierna me iba a doler todo el fin de semana. Fue una buena ocurrencia de Mrs. Campbell venir a esta isla tan caliente y tan húmeda. Se lo dije en cuanto vi desde cubierta el tejado de nubes de lluvia sobre la ciudad. Ella protestó y dijo que en la oficina de viajes le habían jurado que siempre pero siempre había en Cuba tiempo de primavera. ¡Primavera mi adolorido pie! Estábamos en la zona tórrida. Se lo dije y me respondió: «Honey, this is the Tropic!».
Al borde del muelle había un grupo de estos encantadores nativos tocando una guitarra y moviendo unas marugas grandes y gritando unos ruidos infernales que ellos debían llamar música. También había, como decorado para la orquesta aborigen, una tienda al aire libre que vendía frutos del árbol del turismo: castañuelas, abanicos pintarrajeados, las marugas de madera, palos musicales, collares de conchas de moluscos, objetos de tarro, sombreros de paja dura y amarilla y cosas así. Mrs. Campbell compró una o dos cosas de cada renglón. Estaba encantada. Le dije que dejara esas compras para el día que nos fuéramos. «Honey», dijo, «they are souvenirs». No entendía que los souvenirs se compran a la salida del país. Ni tenía sentido explicarle. Afortunadamente en la aduana fueron rápidos, cosa que me asombró. También fueron amables, de una manera un poco untuosa, ustedes me entienden.
Lamenté no haber traído el carro, ¿de qué vale viajar en ferry si no se trae el automóvil? Pero Mrs. Campbell creía que perderíamos mucho tiempo aprendiendo las leyes del tránsito. En realidad, temía otro accidente. Ahora tenía una razón más que agregar. «Honey, con la pierna así no podrías conducir», dijo ella. «Lets get a cab».
Pedimos un taxi y algunos nativos —más de los convenientes— nos ayudaron con las maletas. Mrs. Campbell estaba encantada con la proverbial gentileza latina. Inútil decirle que era una gentileza proverbialmente pagada. Siempre los encontraría maravillosos, antes de llegar ya sabía que todo sería maravilloso. Cuando el equipaje y las mil y una cosas que Mrs. Campbell compró estuvieron en el taxi, la ayudé a entrar, cerré la puerta, en competencia apretada con el chofer, y di la vuelta para entrar más cómodamente por la otra puerta. Habitualmente yo entro primero y luego entra Mrs. Campbell, para que le sea más fácil, pero aquel gesto de cortesía impráctica que Mrs. Campbell, deleitada, encontró very latin, me permitió cometer un error que nunca olvidaré. Fue entonces cuando vi el bastón.
No era un bastón corriente y no debía haberlo comprado por esa sola razón. Era llamativo, complicado y caro. Verdad que era de una madera preciosa que a mí me pareció ébano o cosa parecida y que estaba tallado con un cuidado prolijo —que Mrs. Campbell llamó exquisito— y que pensando en dólares no era tan costoso en realidad. Miradas de cerca las tallas eran dibujos grotescos que no representaban nada. El bastón terminaba en una cabeza de negra o de negro —nunca se sabe con esta gente, los artistas— de facciones groseras. En general era repelente. Sin embargo, me atrajo enseguida y aunque no soy hombre de frivolidades, creo que pierna dolorosa o no, lo habría comprado. (Tal vez Mrs. Campbell al notar mi interés me hubiera empujado a comprarlo). Por supuesto, Mrs. Campbell lo encontró bello y original y —tengo que coger aliento antes de decirlo— excitante. ¡Dios mío, las mujeres!
Llegamos al hotel, tomamos las habitaciones, felicitándonos porque las reservaciones funcionaran, subimos a nuestro cuarto y nos bañamos. Ordenamos un snack a room-service y nos acostamos a dormir la siesta cuando estés en Roma… No, en realidad hacía calor y demasiado sol y ruido afuera, y se estaba bien en la habitación limpia y cómoda y fresca, casi fría por el aire acondicionado. Estaba bien el hotel. Verdad que cobraban caro, pero lo valía. Si alguna cosa han aprendido los cubanos de nosotros es el sentido del confort y el Nacional es un hotel cómodo y mucho mejor todavía, eficiente. Nos despertamos ya de noche y salimos a recorrer los alrededores.
Fuera del hotel encontramos un chofer de taxi que se ofreció a ser nuestro guía. Dijo llamarse Raymond Algo y nos mostró un carnet sucio y descolorido para probarlo. Después nos enseñó este pedazo de calle que los cubanos llaman La Rampa, con sus tiendas y sus luces y la gente paseando arriba y abajo. No está mal. Queríamos conocer Tropicana, que se anuncia dondequiera como «el cabaret más fabuloso del mundo» y Mrs. Campbell casi hizo el viaje por visitarlo. Para hacer tiempo fuimos a ver una película que quisimos ver en Miami y perdimos. El cine estaba cerca del hotel y era nuevo y tenía refrigeración.
Regresamos al hotel y nos cambiamos. Mrs. Campbell insistió en que yo llevara mi tuxedo. Ella iría de traje de noche. Al salir, la pierna me estaba doliendo de nuevo —parece que a consecuencia del frío en el cine y en el hotel— y agarré el bastón. Mrs. Campbell no hizo objeción y más bien pareció encontrarlo divertido.
Tropicana está en un barrio alejado del centro de la ciudad. Es un cabaret casi en la selva. Sus jardines crecen sobre las vías de acceso a la entrada y todo está lleno de árboles y enredaderas y fuentes con agua y luces de colores. El cabaret puede anunciarse como físicamente fabuloso, pero su show consiste —supongo que como todos los cabarets latinos— en mujeres semidesnudas que bailan rumba y en cantantes que gritan sus estúpidas canciones y en crooners al estilo del viejo Bing Crosby, pero en español. La bebida nacional en Cuba se llama Daiquiri y es una especie de batido helado con ron, que está bien para el calor de Cuba —el de la calle me refiero, porque el cabaret tenía el «típico», según nos dijeron, «aire acondicionado cubano», que es como decir el clima del polo norte entre cuatro paredes tropicales. Hay un cabaret gemelo al aire libre, pero esa noche no estaba funcionando, porque esperaban lluvia. Los cubanos son buenos meteorólogos, porque no bien empezamos a comer una de estas comidas llamadas internacionales en Cuba, llenas de grasa y refritas y de cosas demasiado saladas con postres demasiado dulces, empezó a caer un aguacero que sonaba fuera por encima de una de esas orquestas típicas. Esto lo digo para indicar la violencia de caída del agua, pues hay pocas cosas que suenen más alto que una orquesta cubana. Para Mrs. Campbell todo era el colmo de lo salvaje sofisticado: la lluvia, la música, la comida, y estaba encantada. Todo hubiera ido bien —o al menos pasable, porque cuando cambiamos para whiskey y soda simplemente, casi me sentí en casa—, sino es porque a un estúpido emcee maricón del cabaret, que presentaba no solamente el show al público, sino el público a la gente del show, si a este hombre no se le ocurre preguntar nuestros nombres —y quiero decir, a todos los americanos que estábamos allá— y empieza a presentarnos en un inglés increíble. No solamente me confundió con la gente de las sopas, que es un error frecuente y pasajero, también me presentó como un playboy internacional. ¡Pero Mrs. Campbell estaba al borde del éxtasis de risa!
Cuando dejamos el cabaret, después de medianoche, había terminado de llover y hacía menos calor y la atmósfera ya no era opresiva. Estábamos los dos bien tomados, pero no olvidé el bastón. Así que con una mano sostenía el bastón y con la otra a Mrs. Campbell. El chofer se empeñó en llevarnos a ver otra clase de show, del que no hablaría sino tuviera la excusa de que tanto Mrs. Campbell como yo estábamos muy bebidos. A Mrs. Campbell le pareció muy excitante —como la mayoría de las cosas en Cuba—, pero yo tengo que confesar que lo encontré bien aburrido y creo que me dormí. Es una rama local de la industria del turismo, en que los choferes de alquiler actúan como agentes vendedores. Lo llevan a uno sin pedirlo y antes de que usted se dé cuenta, está ya dentro. Es una casa como otra cualquiera, pero luego que uno está dentro lo pasan a un salón donde hay sillas en derredor, como en uno de esos teatros puestos de moda por los años cincuenta, teatro en redondo, solamente que en el centro no hay escenario, sino una cama, una cama redonda. Sirven bebidas —que cobran mucho más caras que en el cabaret más caro— y luego, cuando está todo el mundo sentado, apagan las luces y encienden una luz roja y otra azul encima de la cama, pero usted puede verlo todo muy bien. Y entran dos mujeres, desnudas. Se acuestan en la cama y comienzan a besarse y a hacer el amor y algunas cosas realmente abominables por la indecencia, la poca higiene. Luego entra un hombre —un negro era, que se veía más negro por la iluminación— con un sexo exageradamente largo y hace esas cosas tan terriblemente íntimas con estas mujeres y parecen divertirse con todo. Había allí unos cuantos oficiales de marina, por lo que me pareció todo muy antipatriótico, pero ellos parecían divertirse y no es asunto mío si se divierten en estas cosas con uniforme o sin él. Después que terminó la performance, encendieron las luces y —habrá descaro— las dos mujeres y el negro saludaron al público. Este individuo y las mujeres hicieron algunos chistes a costa de mi tuxedo y el color negro de mi bastón, completamente desnudos allí frente a nosotros, y los marinos se divertían y hasta Mrs. Campbell parecía divertida. Finalmente, el negro se acercó a uno de los oficiales y le dijo en un inglés muy cubano que odiaba a las mujeres, dándole a entender algo muy sucio, pero los marineros se reían a carcajadas y Mrs. Campbell también. Todos aplaudieron.
Dormimos hasta las diez de la mañana del sábado y a las once nos fuimos a esta playa, Varadero, que está a unas 50 millas de La Habana y estuvimos todo el día en la playa. Había un sol terrible, pero el espectáculo del mar con sus variados colores y la arena blanca y los viejos balnearios de madera parecía algo digno de un film en colores. Hice muchas fotos y Mrs. Campbell y yo la pasamos muy bien. Aunque por la noche toda la espalda la tenía cubierta de ampollas y padecía una indigestión por culpa de estas comidas cubanas hechas con mariscos, tan excesivas. Regresamos a La Habana, traídos por Raymond, que nos dejó en el hotel después de medianoche. Me alegré de encontrar mi bastón en la habitación, esperándome, aunque no lo necesité en todo el día, pues el sol y el agua de mar y el calor menos húmedo me habían mejorado la pierna. Mrs. Campbell y yo estuvimos tomando en el bar del hotel hasta bien tarde, oyendo más de esta música extremista que a Mrs. Campbell parece encantarle y me sentía bien, porque bajé con el bastón en la mano.
Al otro día, domingo por la mañana, despedimos a Raymond hasta la hora de regresar al hotel a recoger nuestras cosas. El ferry se iba a las dos de la tarde. Luego decidimos salir a caminar por la ciudad vieja y mirar los alrededores un poco y comprar algunos souvenirs más, de acuerdo con el deseo de Mrs. Campbell. Hicimos las compras en una tienda para turistas frente a un cariado castillo español, que está abierta todos los días. Íbamos cargados con los paquetes y decidimos sentarnos en un viejo café a tomar algo. Todo estaba muy callado y me gustó la atmósfera antigua, civilizada del domingo allí en la parte vieja de la ciudad. Estuvimos bebiendo durante una hora o cosa así y pagamos y salimos. A las dos cuadras recordé que había dejado el bastón olvidado en el café y regresé. Nadie parecía haberlo visto, lo que no me extrañó: estas cosas suceden. Mortificado, salí a la calle, con un disgusto demasiado profundo para una pérdida tan insignificante. Mi asombro, pues, fue extraordinario y grato cuando al doblar una calle estrecha hacia un stand de taxis, iba un viejo con mi bastón. De cerca, vi que no era un viejo, sino un hombre de edad indefinible, visiblemente un idiota mongólico. No era cuestión de entenderse con él ni en inglés ni en el precario español de Mrs. Campbell. El hombre no comprendía y se aferraba al bastón.
Temí una situación de slapstick si agarraba el bastón por un extremo, como me aconsejó Mrs. Campbell, habida cuenta que el mendigo —era uno de estos mendigos profesionales que abundan en estos países— se veía un hombre fuerte. Traté de hacerle entender que el bastón era mío, por señas, pero no lograba más que hacer unos ruidos extraños con su garganta por toda respuesta. Por un momento pensé en los músicos nativos y en sus canciones guturales. Mrs. Campbell sugirió que le comprara mi bastón, pero no quise hacerlo. «Querida», le dije, tratando al mismo tiempo de cerrarle la retirada al mendigo con mi cuerpo, «es una cuestión de principios: el bastón me pertenece». No iba a dejar que se quedara con él porque fuera un morón y mucho menos se lo iba a comprar, porque era prestarse a una extorsión. «No soy hombre de chantajes», dije a Mrs. Campbell, bajando de la acera a la calle, porque el mendigo amenazaba cruzar al otro lado. «Lo sé, honey», dijo ella.
Pronto tuvimos una pequeña turba local a nuestro alrededor y me sentí nervioso, pues no quería ser víctima de ninguna lynching mob, ya que yo parecía un extranjero que abusaba de un nativo indefenso. La gente, sin embargo, se portó bien, dadas las circunstancias. Mrs. Campbell les explicó lo mejor que pudo y hasta hubo uno que hablaba inglés, un inglés bien primitivo, que se ofreció de mediador. Intentó, sin ningún éxito, comunicarse con el idiota. Éste no hacía más que abrazar el bastón y hacer señas y ruidos con la boca indicando que era suyo. La multitud, como todas las turbas, unas veces estaba de parte mía y otras de parte del mendigo. Mi esposa trataba de explicarles todavía. «Es una cuestión de principios», dijo, más o menos en español. «Mr. Campbell es el legítimo dueño del bastón. Lo compró ayer, lo olvidó esta mañana en un café, este señor», se refería al cretino, a quien apuntaba con el dedo, «lo tomó, y no le pertenece, no, amigos». La gente estaba ahora de nuestra parte.
Pronto fuimos una molestia pública y vino un policía. Afortunadamente era un policía que hablaba inglés. Le expliqué lo que pasaba. Trató de dispersar la multitud, pero aquella gente estaba interesada tanto como nosotros en la solución del problema. Habló con el idiota, pero no había manera de comunicarse con aquel hombre, como ya le había explicado. Es cierto que el policía perdió la paciencia y sacó su arma para conminar al mendigo. La gente hizo silencio y temí lo peor. Pero el idiota pareció comprender y me entregó el bastón, con un gesto que no me agradó. El policía guardó el arma y me propuso que le diera algún dinero al morón, no como compensación, sino como un regalo «al pobre hombre», en sus palabras. Me opuse abiertamente: esto era aceptar un chantaje social, puesto que el bastón me pertenecía. Lo expliqué al policía. Mrs. Campbell trató de interceder, pero no vi razón para ceder: el bastón era mío y el mendigo lo había tomado sin ser suyo, darle cualquier dinero por su devolución era recompensar un robo. Me negué. Alguien en la multitud, según me explicó Mrs. Campbell, propuso una colecta. Mrs. Campbell, de puro corazón tonto, quería contribuir de su bolsillo. Había que terminar con aquella situación ridícula y cedí, aunque no debí haberlo hecho. Le ofrecí al idiota unas cuantas monedas —no sé cuántas exactamente, pero casi tanto como me costó el bastón— y quise dárselas, sin rencor, pero el mendigo no quiso aceptarlas. Ahora actuaba su papel de parte ofendida. Mrs. Campbell medió. El hombre pareció aceptar, pero enseguida rechazó el dinero con los mismos ruidos guturales. Solamente cuando el policía tomó el dinero en su mano y se lo ofreció, lo aceptó. No me gustó nada su cara, porque se quedó mirando el bastón, cuando yo me lo llevaba, como un perro que abandona un hueso. Por fin terminó aquel incidente desagradable y tomamos un taxi allí mismo —conseguido por mediación del policía, amable como era su deber— y alguien aplaudió cuando nos íbamos y algunos nos saludaron con benevolencia. No pude ver la cara del cretino y me alegré. Mrs. Campbell no dijo nada durante todo el viaje y parecía contar mentalmente los regalos. Yo me sentía muy bien con mi bastón recobrado, que sería luego un souvenir con una historia interesante, mucho más valioso que los comprados por Mrs. Campbell a montones.
Llegamos al hotel y dije en la carpeta que regresábamos a nuestro país esa tarde, que nos prepararan la cuenta, que almorzaríamos en el hotel. Subimos.
Como siempre, abrí la puerta y dejé entrar a Mrs. Campbell, que prendió la luz porque las cortinas estaban todavía corridas. Ella entró al salón y siguió al cuarto. Cuando encendió la luz, dio un grito. Creí que la había cogido la corriente, pensando que en el extranjero siempre hay voltajes peligrosos. También pensé en algún insecto venenoso o en un ladrón sorprendido. Corrí al cuarto. Mrs. Campbell aparecía rígida, sin poder hablar, casi en un ataque de histeria. No comprendí al principio qué pasaba, viéndola en medio del cuarto, catatónica. Pero ella me señaló con ruidos de su boca y la mano hacia la cama. Allí, en una mesita de noche, cruzado sobre el cristal, negro sobre la madera pintada de verde claro, había otro bastón.
LOS REPAROS
Mr. Campbell, escritor profesional, hizo mal el cuento, como siempre.
La Habana lucía bellísima desde el barco. El mar estaba en calma, de un azul claro, casi celeste a veces, mechado por una costura morada, ancha, que alguien explicó que era el Gulf Stream. Había unas olas pequeñitas, espumosas, que parecían gaviotas volando en un cielo invertido. La ciudad apareció de pronto, blanca, vertiginosa. Había nubes sucias en el cielo, pero el sol brillaba afuera y La Habana no era una ciudad, sino el espejismo de una ciudad, un fantasma. Luego se abrió hacia los lados y fueron apareciendo unos colores rápidos que se fundían enseguida en el blanco soleado. Era un panorama, un CinemaScope real, el cinerama de la vida: para complacer a Mr. Campbell, que tanto le gusta el cine. Navegamos por entre edificios de espejos, reverberos que comían los ojos, junto a parques de un verde intenso o quemado, hasta otra ciudad más vieja y más oscura y más bella. Un muelle se acercó lenta, inexorablemente.
Es cierto que la música cubana es primitiva, pero tiene un encanto alegre, siempre una violenta sorpresa en reserva, y algo indefinido, poético, que vuela arriba, alto, con las maracas y la guitarra, mientras los tambores la amarran a la tierra y las claves —dos palitos que hacen música— son como ese horizonte estable. ¿Por qué esa dramatización de la pierna impedida? Quizás quiere parecer un herido de guerra. Mr. Campbell lo que padece es reumatismo.
El bastón era un bastón corriente. Era de madera oscura y quizás era bello, pero no tenía dibujos extraños ni una cabeza andrógina por empuñadura. Era un bastón como hay tantos por el mundo, rudo, con un atractivo pintoresco: todo, menos extraordinario. Supongo que muchos cubanos han tenido un bastón idéntico. Jamás dije que el bastón era excitante: ésa es una grosera insinuación freudiana. Además, nunca compraría la obscenidad de un bastón.
El bastón costó bien poco. El peso cubano vale lo mismo que el dólar.
Muchas cosas en la ciudad me parecieron encantadoras, pero jamás he sufrido el pudor de los sentimientos y puedo nombrarlas. Me gustó la ciudad vieja. Me gustó el carácter de la gente. Me gustó, mucho, la música cubana. Me gustó Tropicana: a pesar de ser una atracción turística que lo sabe, es hermoso y exuberante y vegetal, como la imagen de la isla. La comida era pasable y las bebidas como siempre dondequiera, pero la música y la belleza de las mujeres y la imaginación desatada del coreógrafo fueron inolvidables.
Mr. Campbell se empeña, con sus razones, en convertirme en el prototipo de la mujer común: es decir, de un ser inválido, con el IQ de un morón y la oportunidad de un acreedor a la cabecera de un moribundo. Jamás dije cosas como Honey this is the Tropic o They are souvenirs. Él ha leído demasiadas tiras cómicas de Blondie o ha visto todas las películas de Lucille Ball.
En la narración aparece muchas veces la palabra «nativo», pero no hay que culpar a Mr Campbell: supongo que es inevitable. Cuando Mr (a él que le encantan los signos de puntuación debe molestarle mucho que yo me olvide del punto de su señoría). Campbell supo que la administración del hotel «es nuestra», como él dijo, sonrió con sonrisa de conocedor, porque para él la gente del trópico es indolente. También son arduos de distinguir. Un ejemplo: el chofer, bien claro, dijo que se llamaba Ramón Garsía.
No me divirtió nunca que se paseara a toda hora con ese bastón por la ciudad. En Tropicana, a la salida, completamente borracho, con el bastón que se le cayó tres veces en el corto hall del lobby, fue una calamidad pública. Le encantó, como siempre, que lo confundieran con los Campbell millonarios, que él insiste todavía que son sus parientes. No me reí por lo de playboy internacional, sino por su falso disgusto al oír que lo llamaban el «millonario de las sopas».
Es verdad que Raymond (tuve que llamarle así finalmente) propuso la excursión a ver los tableaux vivants, pero por las insinuaciones de Mr Campbell, que no dice que compró una docena de libros pornográficos en una librería francesa, entre ellos una edición, completa, de una novela del siglo pasado editada en inglés en París. No fui yo sola quien disfrutó el espectáculo. El bastón no lo «encontró» en la calle, caminando junto a un hombre como un personaje-cosa de Gogol, sino en el mismo café. Estábamos sentados (el café estaba lleno) y al levantarse Mr Campbell, echó mano a un bastón que había en la mesa de al lado, oscuro, nudoso: igual que el suyo. Salíamos cuando oímos que alguien corría detrás de nosotros y comenzaba a hacer ruidos: era el dueño del bastón, sólo que entonces no sabíamos que era su verdadero dueño. Mr Campbell quiso dárselo, fui yo quien me opuse. Le dije que había comprado el bastón con dinero bueno y que no porque el mendigo fuese un idiota iba a aprovecharse de nosotros, poniendo como pretexto su estado mental. Es verdad que se organizó una pequeña muchedumbre (sobre todo por parroquianos del café) y que hubo discusiones, pero siempre estuvieron de nuestra parte: el mendigo no sabía hablar. El policía (era un policía de turismo) creo que pasaba por casualidad.
También estuvo de parte de nosotros, tan decididamente que se llevó preso al mendigo. Nadie propuso una colecta y Mr Campbell no pagó ninguna recompensa, yo no la hubiera permitido además. Él cuenta el cuento como si yo hubiera sido convertida en un ángel bueno de pronto, por un bastón mágico. No hay duda de eso: en realidad era yo quien más insistía en que no cediera el bastón. Ahora bien, nunca sugerí que agarrara el bastón. (Toda la escena está descrita por Mr Campbell como si fuera el escenarista de un film italiano).
Mi español no es impecable, pero se entiende.
No hubo jamás melodrama. Ni lynching mobs, ni aplausos, ni cara compungida del mendigo, que no pudimos ver. Tampoco grité cuando vi el otro bastón (encuentro lamentables esas dramáticas letras negras de Mr Campbell: «otro bastón», ¿por qué no «otro bastón»?, simplemente se lo señalé, sin histeria ni catatonia. Me pareció terrible, por supuesto, pero creí que el error y la injusticia tenían arreglo todavía. Salimos de nuevo y encontramos el café y por la gente del café, la dirección del precinto donde se habían llevado al mendigo acusado de robo: era el castillo cariado de Mr Campbell. No estaba allí. El policía lo había soltado en la puerta, ante las bromas de los otros policías y las lágrimas del ladrón que era el único robado. Nadie, por supuesto, supo dónde podríamos encontrarlo.
Perdimos el barco y tuvimos que regresar por avión, con los dos bastones.