ELLA CANTABA BOLEROS

Soñé que salía durante 68 días consecutivos al golfo nocturno y no conseguía ni siquiera un pescado, ni una sardina y Bustrófedon y Eribó y Arsenio Cué no dejaban salir conmigo a Silvestre porque decían que yo estaba completa y definitivamente salao, pero el día 69 (un número de suerte en La Habana de noche: Bustrófedon dice que es porque es capicúa, Arsenio Cué tiene otras razones y Rine también: es el número de su casa) estaba de veras en el mar, solo, y de entre las aguas azules, violetas, ultravioletas, venía un pez fosforescente que era largo y se parecía a Cuba y después se achicaba y era Irenita y se volvía prieto, negruzco y era Magalena y cuando lo cogí, que picó, comenzó a crecer y a crecer y se hizo tan grande como el bote y se quedó boyado, bocarriba, jadeando, haciendo ruido con su boca de hígado, ronroneando, rugiendo y después hacía otros ruidos, como los que hace un tragante tupido, y se quedó quieto y comenzaron a aparecer tiburones, picúas, pirañas, que tenían caras desconocidas, pero una de ellas se parecía muchísimo a Gianni Boutade y otra al Emsí y tenía una estrella en la boca y otro era Vítor Perla y llevaba una perla en el buche y el buche era como una corbata de sangre y empecé a jalar cordel y pegué mi pez a la borda y le decía pez grande, mi pez enorme, noble pez, yo te arponié, yo te cogí, pero no dejaré que ellos te coman y empecé a subirlo al bote y metí su cola dentro del bote, que ahora era blanco, radiante y el pez se veía negro azabache y luego comencé a luchar con sus costados que eran blandos, como de gelatina y vi que era una aguamala por ese lado y di otro tirón y perdí el equilibrio y caí dentro del bote, y todo el pez se me vino encima y no cabía en el bote y no me dejaba respirar y me estaba ahogando porque sus agallas me caían en la cara por sobre la boca y la nariz y me respiraba el aire todo el aire no sólo el aire que tenía que respirar el de afuera sino el aire de mi nariz y de mi boca y de mis pulmones y me dejaba sin ningún aire y me ahogaba. Me desperté.

Dejé de luchar con el noble pez del sueño para pelear, pujar, patear al felón cachalote de la realidad que estaba sobre mí y me besaba con sus inmensos labios de bofe, me besaba los ojos, la nariz, la boca y me mordía las orejas, y el cuello y el pecho y La Estrella se resbalaba de sobre mi cuerpo y volvía a montarse y hacía ruidos extraños, increíbles, como si cantara y roncara a la vez y entre estos mugidos me decía mi negro mi amor quiéreme dale un besito a tu negra anda anda anda y cosas así, que me hubieran hecho reír si no me faltara el aire y le di un empujón con toda mi fuerza haciendo palanca con la pared (porque había llegado hasta la pared empujado por aquella masa en expansión, atropellado por aquel universo que se me encimaba) y le hice perder el equilibrio y se cayó de la cama y en el suelo se quedó jadeando y bufando y me levanté de un salto y encendí la luz y la vi: estaba completamente desnuda y sus senos tan gordos como sus brazos, dos veces más grandes que mi cabeza, se caían uno para un lado y llegaba al piso y el otro le daba por sobre el rollo central de los tres grandes rollos que dividían sus piernas de lo que hubiera sido su cuello si lo tuviera y el primer rollo después de los muslos era una especie de prolongación de su monte de venus y vi que Alex Bayer tenía razón, que ella se depilaba toda porque no tenía un solo vello en el cuerpo y aquello no podía ser natural, aunque nada era natural en La Estrella. Fue entonces que me pregunté si no sería una marciana.

Si los sueños de la razón dan monstruos, ¿qué dan los sueños de la sinrazón? Soñé (porque de nuevo me dormí: el sueño es tan persistente como el insomnio) que los marcianos invadían la tierra no como temía Silvestre en naves que se posaban sin ruido en las azoteas o infiltrándose como espíritus armados en la materia terrestre o invadiéndonos en forma de microbios que crecerían en los animales y en los seres humanos, sino con formas marcianas, criaturas con ventosas capaces de hacer otras paredes con el aire y descender y ascender por escaleras invisibles y con paso majestuoso sembrar el terror desde sus presencias negras, brillantes, silenciosas. En otros sueños o en el mismo sueño de otra forma eran ondas sonoras que se metían entre nosotros y nos encantaban, como sirenas: en cualquier rincón brotaba una música que alelaba, un son paralizante y nadie hacía nada por resistir aquella invasión del espacio exterior porque nadie sabía que la música era el arma secreta y final y no había quién se tapara los oídos no ya con cera ni siquiera con los dedos y al final del sueño yo trataba de levantar las manos hasta las orejas, porque comprendía, pero tenía las manos pegadas y la espalda pegada y el cuello pegado con cola invisible, y me desperté fuera de la cama, con un charco de sudor debajo del cuerpo, en el piso. Recordé entonces que me había tirado en el suelo al otro extremo del cuarto, cerca de la puerta y allí me dormí. ¿Tenía el guante de un motorista en la boca? No lo sé porque no sentía más que un sabor a bilis y sed y ganas de vomitar más que de beber, pero lo pensé bien antes de levantarme. No tenía ganas de ver a La Estrella, fuera monstruo o persona, dormida en mi cama, roncando con la boca abierta y los ojos medio cerrados dando vueltas para un lado y para el otro: uno nunca tiene ganas de encontrarse al despertar con su pesadilla de la noche antes. Empecé a calcular cómo llegar hasta el baño, lavarme, regresar a buscar mi ropa, ponérmela y salir para la calle, sin ruido. Hecho todo eso con el pensamiento comencé a escribir una nota mental a La Estrella que dijera más o menos que cuando se levantara hiciera el favor de salir sin que la vieran, no eso no: de dejar todo en orden, no tampoco: de cerrar la puerta: mierda, todo era infantil y además, inútil porque La Estrella no sabía leer, bueno lo escribiría con el lápiz de grasa, bien grande y ¿quién me dijo que ella no sabía leer?, la discriminación racial, creo, me dije y decidí levantarme y despertarla y hablarle con franqueza. Claro que antes tenía que vestirme. Me puse en pie y miré hacia el sofá-cama y ella no estaba y no tuve que buscar mucho, porque veía frente a mí la cocina vacía y el cuarto de baño, con la puerta abierta, también vacío: ella no estaba, se había ido. Miré el reloj que nunca me quité anoche y eran las dos (¿de la tarde?) y pensé que se levantó temprano y se fue sin que yo la sintiera. Delicado de su parte. Me fui al baño y sentado en la taza, leyendo esas indicaciones que vienen en cada rollo Kodak, que estaban tiradas por el suelo del baño no sé por qué, leyendo esa cómoda simpleza que divide la vida en Al Sol, Exterior Nublado, Sombra, Playa o Nieve (nieve, mierda, en Cuba) y finalmente Interior Luminoso, leyendo sin comprender oí que sonaba el timbre de la puerta y si hubiera podido pegar un salto sin consecuencias sucias, lo hubiera hecho porque estaba seguro que era el come-back de La Estrella y el timbre sonó y sonó y yo hice que mis tripas y mis pulmones y el resto del cuerpo consiguieran el silencio absoluto. Pero no hay nada más solidario que un amigo cubano y alguien gritó mi nombre por el cajón de aire de la cocina y del baño, tarea nada difícil si uno conoce el edificio, tiene la disposición física de un trapecista, la garganta de un tenor operático y la adhesión del esparadrapo con las amistades y saca peligrosamente la cabeza por la ventana del pasillo. No era la voz de un marciano. Abrí no sin cumplir antes ciertos ritos higiénicos y Silvestre entró como una tromba por la puerta gritando excitado que Bustro estaba enfermo, muy grave. ¿Quién?, dije yo todavía alisándome el pelo llevado por su viento, y me dijo, Bustrófedon anoche lo dejé en su casa de madrugada ya porque se sentía mal vomitando y bromié con él porque creía que era más duro para el trago pero me dijo que lo dejara en su casa tranquilo y hoy por la mañana cuando fui a buscarlo que íbamos a ir a la playa la criada me dijo que no había nadie en la casa ni el caballero ni la señora ni Bustrófedon porque a él lo habían ingresado por la madrugada, me dijo Silvestre, así, sin una sola coma. ¿Y la criada te dijo Bustrófedon?, fue mi pregunta estúpida de esa mañana con sueño, cruda y cansancio y él me respondió, No hombre no qué carajo me dijo su nombre pero era bien Bustrófedon. Y qué te dijeron que tenía, dije yo caminando para la cocina a tomarme un vaso del agua de oasis en el desierto temprano de los bebedores, la leche. No sé, dijo Silvestre, no creo que sea malo pero tampoco que sea nada bueno. Los síntomas no me gustaron, puede que fuera un aneurisma cerebral o un embolismo, no sé, y yo me reía antes de que él dijera no sé. ¿De qué coño te ríes?, me dijo Silvestre. De que tú eres un gran clínico, viejito, le dije. ¿Por qué?, me gritó y vi que estaba bravo. Por nada, por nada. ¿Tú crees también que yo soy un hipocondriaco?, me dijo y le dije que no, que lo que me daba risa eran los nombres, el diagnóstico rápido y su seguridad científica. Se sonrió, pero no dijo nada y me salvé de su cuento de que empezó o iba a empezar a estudiar medicina cuando fue con un amigo del bachillerato a la facultad, a la sala de disección y vio los cadáveres y sintió el olor del formol y la carne muerta y oyó cómo crujían los huesos que partía un profesor con una sierra o qué sé yo. Lo invité a tomar leche y me dijo que ya había desayunado y del desayuno saltamos a lo que le precede, que no es el ayuno sino la noche anterior.

¿Qué te hiciste anoche?, me preguntó y no he visto gente para hacer más preguntas que Silvestre: su apodo podía ser Por qué. Salí, le dije, me fui a dar una vuelta. ¿Por dónde? Por ahí, le dije. ¿Tú estás seguro? Cómo no iba a estar seguro si era yo el que estaba dentro de mi ropa, le dije. Ah, me dijo, con sonido de sabiduría, qué interesante. No quise preguntarle nada y él aprovechó para preguntarme a mí, ¿a que no sabes lo que pasó anoche? ¿Aquí?, le dije, tratando de no preguntarle. No, aquí no, me dijo. En la calle. De aquí nos fuimos los últimos, creo. Sí los últimos porque Sebastián Morán se fue antes de que tú volvieras con La Estrella que tenía show (me pareció oír un retintín en su voz) y luego se fueron Gianni y Franemilio y nos quedamos Eribó y Cué y Bustrófedon hablando, gritando por encima de los ronquidos de La Estrella y Eribó y Cué y Piloto y Vera se fueron juntos y Bustrófedon y yo nos llevamos a Ingrid y a Edith y Rine se había ido antes con Jesse y Juan Blanco, creo, no sé bien. Bueno el cuento es que yo cerré aquí y Bustro y yo nos llevamos a Ingrid y Edith y nos íbamos a ir al Chori y Bustro estuvo como nunca, había que oírlo y del otro lado del río cuando se sintió mal y tuvimos que volver para atrás, y Edith se quedó finalmente en su casa, me dijo.

Yo iba y venía por el cuarto buscando mis medias que anoche eran dos y ahora se empeñaban todas en ser ejemplares únicos y cuando me cansé de buscarlas por todo el universo volví a mi galaxia y fui al closet y cogí otro par y me las ponía mientras él me iba contando y yo calculaba qué hacer con el resto del domingo. La cosa, me dijo, es que levanté en claro a Ingrid (y ahora tengo que explicar que Ingrid es Ingrid Bérgamo, que no se llama así, sino que le dimos ese apodo porque así es como ella pronuncia el nombre de Ingrid Bergman: ella es una mulatica, muy adelantada, dice ella cuando está de vena, que se tiñe el pelo de rubio y se maquilla mucho y se pone la ropa más estrecha de esta isla en que las mujeres no usan vestidos sino guantes para todo el cuerpo, y es bastante fácil, lo que no aminora el regocijo de Silvestre porque una mujer nunca es fácil la víspera), la levanté y me la llevé para la posada de la calle Ochenticuatro, me dijo, y después de estar ya adentro dijo que no y que no y que no y tuve que salir de nuevo, y todo esto en taxi. Pero, me dijo, cuando estábamos otra vez en el Vedado y habíamos cruzado por cuarta o quinta vez el túnel, empezamos a besarnos y eso y se dejó llevar a Once y Veinticuatro y allí fue la misma cosa, con la ligera diferencia de que el chófer dijo que él era de alquiler no alcahuete y que le pagara que se iba y entonces Ingrid empezó a discutir con él, queriendo que la llevara para su casa y yo cogí y le pagué al chófer, que se fue. Claro, me dijo, Ingrid la cogió conmigo y allí en la oscuridad sonorizó una protesta ejemplar y salimos a la calle discutiendo, mejor dicho ella peleando y yo tratando de calmarla, más razonable que George Sanders (me dijo Silvestre, que siempre habla en términos de cine: un día me hizo un marco con las manos, siendo él entonces el fotógrafo, y me dijo, No te muevas que te me vas de cuadro y otra vez llegué a su casa, que estaba oscura, con las puertas del balcón cerradas porque el sol da de lleno por las tardes y yo abrí el balcón y me dijo, ¡me echaste veinte mil full-candles en la cara!, en otra ocasión estábamos hablando Cué, él y yo y él hablaba de jazz y entonces Cué dijo una pedantería sobre los orígenes en Nueva Orleans y Silvestre le dijo, No vengas a meter en la conversación ese flashback, viejo y otras cosas que olvido o que no recuerdo ahora) y discutiendo y caminando y subiendo Vedado arriba ¿tú no sabes a dónde llegamos?, me dijo, y me dijo, llegamos a Dos y Treintiuno y entramos como si nada. Creo, me dijo, que la cogí cansada, pero eso no fue más que empezar y adentro, dentro del cuarto ya fue una lucha de villano de Stroheim con heroína de Griffith para que se sentara, me oíste, nada más que se sentara y no en la cama, sino en una silla y después que se sentó ni quería soltar la cartera de las manos. Por fin, me dijo, la logré convencer de que se calmara, que se sintiera tranquila, casi a gusto y voy y me quito el saco y se levanta como un rayo y va a abrir la puerta, para irse y yo que veo en big-closeup su mano en el pestillo, me pongo el saco de nuevo y la tranquilizo, pero tranquilizándola, ella se equivoca y se sienta en la cama y cuando se sienta pega un salto como si se hubiera sentado en la cama de un fakir y yo muy hombre de mundo, muy a lo Cary Grant la convenzo de que no se inquiete, que sentarse en la cama no quiere decir nada más que sentarse, que la cama es un mueble como otro cualquiera, que puede ser un asiento y ella muy tranquila se levanta y deja la cartera en la mesita de noche y se sienta en la cama de nuevo. No sé por qué, me dijo Silvestre, sospeché que podía quitarme el saco y me lo quito y me siento al lado de ella y empiezo a acariciarla y a besarla y estando en eso la empujo hacia atrás, para que se acueste y se acuesta pero como si fuera un resorte se sienta de nuevo y yo vuelvo a empujarla y esta vez se acuesta y se queda quieta y yo me le tiro encima, no del todo muy de escena romántica pero risqué y empiezo a decirle que hace calor, que es una lástima que se esté echando a perder el vestido, que se estruja todo y tan elegante como es y ella me dice, ¿no verdá que es bonito?, y sin transición me dice que se lo va a quitar para no estrujarlo, pero que no se quitará más nada, que se quedará en refajo y se lo quita. Vuelve para la cama y ya yo me quité los zapatos y me olvido del Código Hays y comienzo a trabajarla en los planos medios o plano americano y le pido, suplico, casi me arrodillo en la cama para que se quite el refajo, que quiero ver su hermoso cuerpo de starlette, que se quede en blumer y ajustador, que eso no es más que una trusa de encajes para nadar en la cama y con este argumento, muchacho, la convenzo y se quita el refajo, no sin decirme antes que no se quitará más nada. Punto. Entonces nos besamos y nos abrazamos y nos acariciamos y yo digo que se me está estrujando el pantalón y me lo quito y también me quito la camisa y me quedo en calzoncillos y cuando me meto en la cama de nuevo ella está brava o hace como que está brava y no me deja acercarme más. Pero al poco rato la toco con las manos y le acaricio el cuerpo y volvemos a besarnos y todo eso y le pido, comienzo muy bajo, casi en off, a decirle, a rogarle que se quite lo que le queda, aunque sean los ajustadores para verle esos senos maravillosos y no se deja convencer y cuando estoy a punto de perder la paciencia, dice, Bueno vaya, y de un solo gesto se suelta los props y lo que veo a la luz rojiza del cuarto (que ése fue otro debate: apagar la luz del techo y encender el foco rojo), lo que veo es la octava maravilla, la octava y la novena porque son dos maravillas y me entusiasmo y ella se entusiasma y toda la atmósfera pasa del suspenso a la euforia como de la mano de Hitchcock. Total, para no cansarte, que con igual técnica y el mismo argumento consigo que se quite los pantaloncitos, pero, pero, momento en que el viejo Hitch cortaría para insertar intercut de fuegos artificiales, te soy franco, te digo que no pasé de ahí: no hubo quien la convenciera y llegué a la conclusión de que la violación es uno de los trabajos de Hércules, que en realidad no existe, que no es delito si la víctima está consciente y el acto lo comete una sola persona. Nou, thats quite impossible, dear De Sad.

Comienzo a reírme a carcajadas sísmicas, pero Silvestre me interrumpe. Espérate, pérate como dice Ingrid, que no termina ahí el cuento. Pasamos, me dice Silvestre la noche o el pedazo de noche de lo mejor y aliviado por sus diestras manos, casi satisfecho, me quedo en éxtasis dormido y cuando me despierto, aclarando ya, miro para mi adorada y veo que mi co-star ha cambiado con la noche, que el sueño la ha transformado y junto con el viejo Kafka llamo a esto una metamorfosis y aunque no tengo al lado a Gregorio Samsa sí tengo a otra mujer: la noche y los besos y el sueño le han quitado no solamente la pintura de los labios, sino todo el maquillaje, todo: cejas perfectas, las pestañas largas y gruesas y negras, el color fosforescente y, espérate, espérate, me dice, no te rías todavía y agárrate bien que voy a balancear el bote: allí, a mi lado, entre ella y yo como un abismo de falsedad, hay un objeto amarillo, más o menos redondo y sedoso, y lo toco y doy un salto: tiene pelos. Lo cojo, me dijo, en mis manos con mucho cuidado y lo miro bien a la luz ambiente y es, acorde de última sorpresa, ¡una peluca! La mujer es calva, me dijo, calva-calva. Bueno, no calva del todo, sino con unas pelusas, unas crenchas sin color, abominables. Allí estaba yo, Ionesco Malgré Louis, me dijo Silvestre, acostado con la chantatrice. Creo que lo pensé tan fuerte que me salió en alta voz, porque ella comenzó a moverse y se despertó. En el shot inmediatamente anterior yo dejé la peluca donde estaba, me acosté de nuevo y me hice el dormido y ella se despierta del todo y lo primero que hace es echarse mano a la cabeza y frenética, a saltos, busca la peluca, la encuentra y se la pone… al revés, chico, al revés. Se levanta, va para el baño, cierra la puerta y enciende la luz y cuando la abre todo está en su lugar. Me mira y me vuelve a mirar porque el susto de que había perdido su cabellera la hizo olvidarse de que yo existía y ahora recuerda que está en un cuarto, en una posada, conmigo. Me mira, me dijo Silvestre, una y otra vez para asegurarse de que estoy dormido, pero me mira de lejos y yo estoy bien dormido con los ojos entreabiertos, viéndolo todo: la cámara ubicua. Ella va, coge su cartera y recoge su ropa y se mete de nuevo en el baño. Cuando sale es otra mujer. Es decir, es la misma mujer que tú conoces y que todos conocemos y que tanto trabajo me dio anoche para permitirme asistir a su desvestida, al strip-tease total, au depouillement á la Allais.

En todo este tiempo no aguantaba la risa y Silvestre narró su odisea por encima de mis carcajadas y ahora los dos nos reíamos. Pero él hace un alto y me dice, Pero no te rías tanto de Barnum, Beyle, que los dos traficamos con monstruos. Cómo, le digo. Sí señor, usted le hizo el amor a la Oliver Hardy de color. Cómo, le digo de nuevo. Sí, sí. Mire, después de salir de la cámara del detector de mentiras, traje a la de nuevo agraciada rubia a su casa en taxi y ya que estaba en él seguí hasta la mía y al pasar por aquí, como a las cinco, iba por la acera, Veinticinco arriba, La Estrella, hecha un basilisco, toda pasas y chancletas y carterón viejo. La llamé y la monté en la máquina y la llevé a su casa y por el camino, amigo cameraman, me dijo que le había pasado una cosa atroz y me contó que se quedó dormida en esta camera obscura y que usted, borracho, intentó violarla, y terminó diciéndome que más nunca, pero que más nunca pondría un pie aquí, y estaba, te digo, realmente indignada. De manera que para un monstruo otro y a un fracaso un fiasco. ¿Así te dijo, le dije yo, con esas palabras? Bueno me dijo que trataste de forzarla, eso fue lo que me dijo. Pero te estoy dando una versión fílmica, chico, no textual.

No tenía con qué reírme y no había por qué indignarse y dejé a Silvestre sentado en la cama y fui a lavarme la boca. Desde el baño le pregunté en qué clínica estaba Bustrófedon y me dijo que en Antomarchi. Le pregunté si lo iría a ver por la tarde y me respondió que no, que a las cuatro tenía una cita con Ingrid la de Bérgamo y pensaba hoy no dejar para mañana lo que pudo hacer ayer. Me reí, ya sin ganas y él me dijo que no me riera que a él no le interesaba su cuerpo sino aquella alma desnuda y que pensara además en los antecedentes mitológicos, que Jean Harlow también usaba peluca. Hecha por Max Factor.

Sexta

Doctor, ¿usted escribe psiquiatra con p o sin p?