I

Veníamos bajando Silvestre y yo en mi carro por la calle O, viniendo del hotel Nacional y atravesamos 23 y pasamos como un pedo por frente al Maraka y Silvestre me dijo Las luces y yo le dije ¿Qué?, y él me dijo Las luces, Arden, que te van a meter una multa porque ya eran más de las siete y nada más que en bajar la lomita de O y atravesar 23 había oscurecido y en un convertible no es fácil darse cuenta si es de día o es de noche (ya sé que alguien va a decir que cómo es posible, que si yo sé lo que digo, que si no veo que un convertible es un carro abierto y todo se ve mejor: a esa persona o personas o muchedumbre puedo decirles que yo he dicho solamente que «en un convertible no es fácil darse cuenta si es de día o de noche», ver más arriba, y que todavía no he dicho si la capota está baja o subida, ya que no soy Pru, un amigo mío, Marcel Pru, fabricante de la bebida oriental que lleva su nombre, a quien le gusta lo prolijo más que el mantecado, para esas enumeraciones infinitas, lo que quise decir y no dije es lo que los felices propietarios de convertibles comparten conmigo sin que yo se los diga, de manera que lo digo solamente para aquellos que nunca han paseado en un convertible por el Malecón, entre cinco y siete de la noche, el 11 de agosto de 1958 a cien o a cientoveinte: esa regalía, esa buenavida, esa euforia del día que está en su mejor hora, con el sol de verano poniéndose rojo sobre un mar de añil, entre nubes que a veces lo echan a perder al convertirlo en un crepúsculo de final de película religiosa en Technicolor, cosa que no pasó ese día, aunque a veces la ciudad es crema, ámbar, rosa arriba mientras abajo el azul del mar es más oscuro, se hace púrpura, morado, y sube al Malecón y comienza a penetrar en las calles y en las casas y no quedan más que los concretos rascacielos rosados, cremosos, de merengue tostado casi por mi madre y eso es lo que yo iba mirando, y sintiendo el aire de la tarde en la cara y la velocidad entre pecho y espalda, cuando este Silvestre me sale con lo de Las luces) y encendí las luces. Tenía puestas, no sé por qué, las largas de carretera y la luz salió como un chorro horizontal de harina, de humo, de algodón de azúcar, hacia el fondo de la calle y Silvestre me dijo Las rubias pero le entendí Las luces de nuevo y le dije ¿No las estás viendo coño?, y él me dijo Claro que las estoy viendo y se le pusieron los ojos así como un plato, como dos platos con un huevo (porque él tiene los ojos amarillos amarillos) en cada plato y el poco cuello se le botó de la camisa y toda la cabeza se le aplastó contra el parabrisas que yo creía que habíamos chocado y todavía no había sentido ni el ruido ni el tirón de la inercia, porque lo estaba mirando a él, a su cabeza, así, aplastada contra el parabrisas: cristal contra cristal frotando, y el carro, mientras, seguía embalado por la calle O y cuando miré (yo sabía que la calle estaba vacía, porque no por gusto que manejo hace cinco años) las vi y metí el pie hasta la tabla y frené en seco con un chirrido que el eco que hay casi llegando a Humboldt, convirtió en el lamento de alguien a quien le hubieran exprimido (tubo de pasta animada) allí mismo el alma por la boca. La calle se llenó de gente y tuve que pararme en la máquina como un político en la tribuna (casi pensé en comenzar diciendo «Pueblo de Cuba, una vez más nos congregamos etcétera») y gritar a voz en cuello Caballeros aquí no ha pasado nada. Pero la gente no estaba allí por nosotros.

Era a las dos rubias a quienes miraban venir por la calle y cogieron el frenazo de pretexto (aunque poca falta les hacía, porque las rubias eran un verdadero pretexto: además con esa trocha de cairoas, puntos y pacotilla que es el cruzar la calle del Maraka al Kimbo o ir por la acera del Sanyón al Pigal, congregados junto al poste, al lado del vendedor de ostiones, dentro del rincón del puesto de café, en la venta de periódicos y en la otra cafetera de enfrente o aun parados en las puertas del Maraka y del Kimbo) y empezaron a chillar y a aullar y a gritar cosas como «Empujador», «pasmones», «Dejen algo pa nosotros», «palante y palante», y hubo alguno que gritó «¡Todos a Palacio!», pero el mejor de todos fue uno que se puso las manos en la boca (y no dudo que fuera Bustrófedon, que siempre anda rondando por allí, porque su voz tenía la misma ronquera fría de Bustrófedon: pero había tanta gente que no puedo decir), pues este tipo, este punto spirituano dijo a grito pelado: «Que sólo las lesbianas acaricien mi cara», y todo todo todo el mundo occidental tuvo que reírse, hasta Silvestre que ahora sí tenía la cara pegada al parabrisas (las rubias ya no estaban en esa dirección, sino que casi estaban sobre el carro, porque seguían caminando por la calle, por lo que supe que no eran americanas ni turistas, sino bien cubanas, aunque lo supe no solamente porque caminaran por el medio de la calle, claro: lo supe por lo mismo que lo supo el maestro Innasio treinta años atrás en otra ciudad extranjera como La Habana, Nueva York: «las que no sean de talle gracioso de andar salamero con gracia simpar ésas no son cubanas») por el frenazo y se estaba quejando del golpe que se había dado y yo le dije Mira chico cómo meas dejado el cristal, en broma, claro, pero él no oyó ni el principio ni el final manchado de grasa de la frente. Tampoco yo hubiera oído si no es una voz de esas que hay que ser Ulises y estar amarrado al palo de mesana para oír sin tirarse al agua con tiburones o al fuego líquido o al fango con un traje de dril 100 blanco, que me dice Arsen dijo la voz y miro y veo a las dos rubias paradas junto a nosotros y lo que veo, claro, son dos batas de tul o de organdí (organza, me confirma una de las rubias después, cuando la bata estaba marchita) o de una tela muy delicada, que abultan en cuatro bultos por sobre el auto, que es lo que tengo frente a mis ojos, y cuando terminan los dos escotes morados (porque las dos están vestidas de malva y con modelos iguales), veo el final o el comienzo de dos pechugas blancas, lechosas, casi azuladas por la luz de tungsteno que está ahí arriba junto al Pigal y unos cuellos largos no como de cisnes, sino como de unas yeguas blancas y finas y educadas, vienesas, vaya, y luego unas barbillas soberbias (ensoberbecidas), porque saben que debajo llevan el cuello fino y largo y blanco y el busto blanco y violeta que hace detener todas las miradas (las nuestras, las mías al menos, casi no salen de ahí) antes de mirar las seguras maravillas que ahora oculta este carro imbécil, y después (hay que seguir mirando hacia arriba) unas bocas gordas y largas y rojas (largas en una sonrisa que no enseña todavía los dientes porque sabe que la Gioconda está otra vez de moda) y las finas (lo siento: no tengo otro adjetivo… por el momento) narices y, ¡dios mío, aquellos cuatro ojos! Dos de los ojos ríen con confianza y son azules y tienen largas pestañas que parecen postizas (como las bocas parecen moradas y son rojas), pero que dentro de unos segundos yo sabré que no son postizas y luego una frente alta, despejada, donde comienza una cabellera rubia, con uno de esos peinados huecos de moda (que entonces apenas estaban de moda y había que ser una mujer muy segura de su belleza y muy al día y muy orgullosa de ser una belleza moderna para aventurarse por las calles de La Habana con esos peinados, aunque hasta ahora el terreno de la aventura se redujera a las calles de El Vedado, a la Rampa solamente) y antes de proseguir el peinado, un bandeau de algún terciopelo ligeramente lavanda. ¡Qué monstruo!

A la otra rubia no tengo que describirle ni la boca ni la sonrisa de Mona Lisa ni el peinado —ni siquiera la banda lavanda. Solamente se diferencia (si alguien quiere diferenciarlas) porque sus ojos son verdes, sus pestañas son menos largas y su frente menos alta— aunque ella misma es más alta. No corras tanto termina de decir la rubia de la derecha que es la rubia que conozco: ahora, que se echa hacia atrás y deja que la luz morada haga fosforescentes sus pómulos blancos y tersos y brillantes (tiene aceite sobre la cara para mostrar su cutis japonés), la reconozco. Livia le digo muchacha, si te llego a conocer antes te arrollo y mientras te llevamos a la casa de socorro, aprovechamos. Ella se ríe con una risa gutural, de cabeza temblorosa echada hacia atrás como si hiciera gárgaras con mi chiste y dice tan falsa como su risa Ay Arsen, tú siempre igual: tú no cambias. Livia es de este tipo de mujeres que quiere siempre que uno cambie de manera de ser como ella cambia de color de pelo. Te queda muy bien el rubio, le digo. Eso no se le dice nunca a una mujer (¿a quien entonces, a Liberace?) dice poniéndose seria con igual falsedad que se reía: con los labios en puchero: cerrados y prominentes y a la vez mojados y con una mano hace un ademán frente a mí como si me golpeara la cabeza con un abanico: Malo. (Si esta escena, porque es una escena, hubiera pasado en la loma del Ángel, cien años atrás, Cirilo Villaverde habría visto el abanico realmente). Es usté muy malo dice la otra rubia, que tiene, por supuesto, voz de eco. ¿Quiénes son ustedes pregunta Silvestre Ana y Livia Plurabelles? Livia lo mira con su mirada de miope y luego con su mirada de insolente y luego con su mirada de rubia fatal y luego con su mirada reconocida y luego con su mirada encantadora: Livia tiene un arsenal de miradas que cambiadas por granadas de mano, digamos, convertirían a sus ojos en la santabárbara de un cuartel de Batista. Usté dice sacándole el pasador a su mirada de presentación de desconocidos ilustres y tirándosela al conteo de siete a Silvestre, a quien le estalla en la cara es seguro uno de los amigos intelectuales de Arsen ¿no? Sí digo yo él es Silvestre Isla, el autor de Por quién doblan las esquinas. La amiga de Livia es entrometida, para su desgracia: Ay dice ¿no es Las campanas? Sí digo yo también escribió ésa que es la primera parte. Dice la ami ga ¿De verdá?, hablando más bien con Silvestre. De verdá dice Silvestre con su cara de palo. Muy cierto digo yo Lo que las escribió con un seudónimo. Livia considera que está bueno ya, que debe intervenir como potencia amiga y lanza hacia la trinchera aliada una mirada de fragmentación seguida de varias minas en mi dirección: Niña estalla ¿no ves que este niño te está tomando el pelo? Digo yo El pelo no, le estoy tomando la mano y quisiera tomarle hasta la capital, ¿llamada cómo? Es verdad: hace rato que la amiga de Livia tiene la mano sobre el borde de la puerta y hace rato que yo tengo mi mano sobre su mano: hace rato que tenemos dos manos sobre el borde de la puerta, aunque la imagen de Livia parece no darse cuenta. Ahora que hablo mira a mi mano como si mirara a su mano —y viceversa. Se sonríe y dice Ay es verdá. Quita la mano, la instala dos pulgadas más hacia Livia y dice Ay señor pero mire que usté es fresco sin mirarme, mirando tampoco a Livia, sino a algún punto intermedio entre nosotros y el Limbo. Yo me llamo Mircea Eliade. Silvestre y yo saltamos al mismo tiempo ¿Cómo? Mirta Secades repite ella: habíamos oído mal, claro Pero mi nombre profesional es Mirtila. Se lo escogí yo dice Livia. ¿No verdá que es bueno, Arsen? Maravilloso digo yo con mi mejor entonación del actor que fui hasta hace poco Tú siempre has sido muy buena, para escoger nombres le digo Menos el mío dice ella que es natural. Bueno digo yo entonces no queda más que presentarme. No hace falta dice Mirtila usté es Arsenio Cué. ¿Y cómo tú lo sabes dice Silvestre dulce Mirtila Malva? Ay porque gesto vago de aprehensión total de la cultura, mirando todavía al Limbo yo veo televisión. Dice Silvestre a mí y a Livia Ah, ella ve televisión y a ella ¿También vas al cine?

Sí también voy al cine dice Mirtila cuando no tengo trabajo esa noche.

¿Va sola Mirtila?, dice Silvestre.

Cuando no voy acompañada sí responde Mirtila con una sonrisa que casi se permite ser risa y Livia se ríe solidaria: ése es su nombre, Livia Solidaria.

Ingeniosa criatura digo yo No sé por qué me recuerda el jugador de ajedrez de Maelzel pero Silvestre no está interesado ya en mi ingenio que se hace tan privado como la masturbación.

¿Irías conmigo Mirtila?, dice Silvestre.

Ay no dice Mirtila.

(Pensé en el doctor Johnson, en sus alocuciones siempre comenzadas por la palabra Sir).

¿Por qué?, insiste Silvestre.

(Tiempo de verbo demasiado culto explico yo, inútilmente, porque lo digo para mí).

No me gustan los hombres con espejuelos, vaya dice Mirtila.

Tengo los ojos amarillos dice Silvestre y yo lo miro Además en el cine soy casi bonito.

¿En qué película?, dice Lívida Malvada.

Lo dudo dice Mirtila sin mirar a Silvestre.

Ella no cree en milagros muchacho dice Livia Alevosa.

Silvestre va a hacer ademán de quitarse los espejuelos, pero esto es ya demasiado (hasta para Livia, que no le gusta nada estar más de diez segundos sin ser el centro de atracción universal) y oigo de pronto un piadoso clamor tras de nosotros que no sé cómo no se dejó oír antes: de la cola de carros que están detrás esperando que nos quitemos del medio o que sigamos, entre los cambios de luces (y Livia, por un momento parece estar en la premiere mundial del film que nunca hizo, naufragando en gestos populares entre las olas luminosas de los reflectores de la notoriedad) y pitazos oigo una voz tal vez conocida que grita bien claro «Pa la posada». Livia pone cara de sentir fetidez en alguna parte de su Dinamarca de sueños de grandeza y dice, regresando al barrio como quien vuelve al siglo desde un diálogo de carmelitas calzadas Qué barbaridá qué grosería qué vulgaridad y Mirtila que no ha oído nada se cree obligada a decir Ay sí hija qué vulgaridá, quitando de nuevo su mano bajo mi mano. Livia me dice Arsen tenemos un apartamiento caro (creo que me habla del precio, pero me doy cuenta que me dice querido, como sé que dice siempre apartamiento y nunca apartamento como todo el mundo) ahí mismo en la esquina y tiene tiempo de levantar un brazo perfecto y lívido Es el edificio magenta. Casi arranco ante el nuevo estruendo de las máquinas Ven a vernos un día y ya me voy rápido cuando por encima del ruido de motores, escapes, ruedas que borran grises las huellas blancas de la velocidad sobre el asfalto negro, oigo que Livia pierde su famoso tono de contralto tropical para gritar casi en soprano callejera quinto piso al lado del grito final que se convierte en una palabra que sube por ella misma así

r

r

r

do

a

a

a

v

v

eleee

y se continúa todavía cuando doblamos por la calle 25 para arriba. Qué te parece dice Silvestre. Qué digo yo aparentando no estar en la onda. Mirtila dice Silvestre y deja que su pregunta que no es una pregunta cuelgue sobre nosotros como el verdadero techo del carro o como la pálida corona de la noche, y bajo ella y en ella, pesante, atravesamos esa zona oscura de 25 y N hasta L y 25 que nunca me ha gustado y ya en la animación de la esquina del hotel y la cafetera y las casas de huéspedes, con las muchachas que bajan hasta Radiocentro y los estudiantes que vienen a tomar café, digo ¿Mirtila? ¿Como mujer? Está bien. Alta, bonita sin llegar al asco, elegante y el semáforo en verde (camaleón del tránsito, misericordia es tu color, no esperanza) no me deja seguir hablando pues subo todavía por 25 y me cago en alta voz en mi existencia porque por hablar poco y pensar mucho en hablar poco he seguido por esta calle que atravesará la Escuela de Medicina y con la idea de tanto muerto almacenado junto a la verja de hierro, conservados en la espantosa posteridad del formol, acelero. Qué te parece vuelve a preguntar Silvestre ya llegando a la Avenida de los Presidentes ella realmente?, donde me siento mejor, no en la pregunta, sino corriendo por entre los jardines de una de mis calles preferidas. Tengo que contestarle o si no va a seguir preguntando toda la maldita noche comiendo conmigo, en el cine, luego en 12 y 23 tomando un refresco o un café mientras vemos pasar las últimas mujeres populares rumbo a la cama de cada una y no, ay, a las nuestras, antes de dejarlo en su casa y yo irme a dormir o a leer hasta la mañana o a llamar por teléfono a quien salga a hablar conmigo de mi tema para la madrugada de hoy, la Teoría Cuéntica es decir, tendré que sentirme cogido entre las tenazas de su interrogación toda la noche. Así que mejor contestarle ahora y que luego Elia Kazan en Al Este del Edén con sus preocupaciones socio-metafísicas en glorioso color DeLuxe lo entretenga y lo conmueva y lo preocupe con otro mundo que es más real para él que este pedazo de selva que acabamos de atravesar sin un rasguño, aparente. Eres ingenuo le digo por mi madre sagrada que eres un ingenuo.