No recuerdo cuánto tiempo anduve por la calle ni dónde estuve porque estuve en todas partes al mismo tiempo y como a las dos regresaba a casa y al pasar por frente a La Zorra y el Cuervo vi salir a dos muchachas y un hombre y una de las muchachas era una pecosa tetona y la otra era Magalena, que me saludó, que vino hasta donde estaba yo y me presentó a su amiga y a su amigo, un tipo con espejuelos negros, extranjero, que dijo que, así, de entrada, que yo le parecía interesante y Magalena dijo, Él es fotógrafo, y el tipo dijo con una exclamación que era un eructo, Agh, fotógrafo, venga entonces con nosotros, y me pregunté qué habría dicho si Magalena le hubiera dicho que yo era placero: Agh, cargador del mercado, un proletario, interesante, venga con nosotros a tomar algo, y el tipo me preguntó cómo yo me llamaba y le dije que Mojoly-Nagy y me preguntó, ¿agh Húngaro?, y yo le dije, Agh no, ruso, y Magalena se moría de risa, pero me fui con ellos y ella caminaba delante con la mujer que era su mujer (quiero decir, mujer de este hombre que caminaba junto a mí: no vayan a malentender nada, todavía) hebrea de Cuba y él era griego, hebreo griego, hablando con acento de no sé qué carajo, creo que explicándome la metafísica de la fotografía, diciéndome que si el juego de luces y sombras, que era emocionante como las sales de plata (Dios mío, las sales de plata: el hombre era un contemporáneo de Emilio Zola), es decir la esencia del dinero hacía inmortales a los hombres, que era una de las armas, escasas (excasas dijo) que tenía el ser para luchar contra la nada, y pensé que yo tengo una suerte del carajo para encontrarme con estos metafísicos bien alimentados, que comen la mierda de la trascendencia como si fuera tocinillo del cielo, y llegamos al Pigal y no bien entramos cuando se nos cruza Raquelita perdón Manolito el Toro y viene y besa en la cara a Magalena y le dice Saludos mi amiga, y Magalena que la saluda como a una vieja conocida y este filósofo que está a mi lado me dice, Interesante su amiga, cuando ve que me coge la mano y me dice, Y qué mulato cómo andas, y yo le digo al griego, presentándolo y corrigiéndolo a la vez, Mi amigo Manolito el Toro, Manolito, un amigo, y el griego me dice, Más interesante todavía, como sabiendo que yo sé y le digo, al irse Manolito, Y a usted, Platón ¿le gustan los efebos?, y él me dice, ¿cómo dice?, y le digo, Que si le gustan las enfermas como Mano’ lito, y me dice, Ésa sí, como ésa sí, y nos sentamos a oír tocar a Rolando Aguiló y su combo y al poco rato el griego que me dice, ¿por qué no saca a bailar a mi mujer?, y yo le digo que no bailo y él me dice que cómo es posible que haya un cubano que no baile y Magalena que le dice, No hay uno, hay dos, porque yo tampoco bailo, y yo le digo, Ve: hay una cubana y un cubano que no bailan, y Magalena empieza a cantar, bajito, Yo me voy para la luna que es lo que está tocando la orquesta y se levanta, Con su permiso dice sonando mucho las eses que es una manera deliciosa que tienen las mulatas habaneras de hablar y la mujer del griego, esta Helena que botará mil barcos en el Mar Muerto, le pregunta, ¿dónde vas?, y Maga le responde, Al baño, y la otra dice, Voy contigo, y el griego, muy fino, un Menelao, que no se disgusta por un Paris más o menos, se pone de pie y cuando ellas desaparecen, se sienta de nuevo y me mira y se sonríe.
Entonces comprendo. Me cago, me digo, ¡ésta es la isla de Lesbos!, y cuando regresan del baño esta combinación de dos tonos, estas dos mujeres que Antonioni llamaría Las Amigas y Romero de Torres pintaría con su pincel gitano y Hemingway describiría con más discreción, cuando se sientan digo, Con su permiso pero me retiro, que mañana me tengo que levantar muy temprano, y Magalena dice, Ay pero por qué te vas tan pronto y yo le sigo la corriente musical y digo, Pedazo de mi alma, y ella se ríe, y el griego se pone de pie y me da la mano y me dice, Mucho gusto, y yo le digo el gusto es mío y le doy la mano a esta ricura bíblica para quien nunca seré yo un Salomón ni siquiera un David y me voy. En la puerta me alcanza Magalena y me dice, ¿te vas bravo?, y yo le digo, ¿por qué?, y ella me dice, No sé, te vas tan pronto y así, y hace un gesto que sería encantador si no lo hiciera tanto y yo le digo, No te preocupes que me voy bien: más triste pero más sabio, y me sonríe de nuevo y de nuevo hace el gesto, Hasta luego cosa rica, le digo, Chao, me dice y regresa a la mesa.
Pienso en volver a casa y me pregunto si habrá alguien allá todavía y cuando paso por el hotel Saint John no puedo resistir la tentación no de las máquinas traganíqueles, los mancos ladrones, que hay en el vestíbulo y donde nunca echaré un centavo porque nunca me sacaré nada, sino de la otra Helena, de Elena Burke que canta en el bar y me siento en la barra a oírla cantar y me quedo después que termina porque hay un quinteto de jazz de Miami que es cool pero bueno y tiene un saxofonista que parece el hijo del padre de Van Heflin con la madre de Jerry Mulligan y me pongo a oírlos tocar Tonite at Noon y a beber y concentrarme nada más que en los sonidos y me gustaría sentarme en la mesa con Elena y decirle que tome algo y contarle cuánto sufro con las cantantes que no quieren acompañamiento y cuánto me gusta ella no sólo por su voz, sino por su acompañamiento y cuando pienso que quien la acompaña al piano es Frank Domínguez no le digo nada, porque ésta es una isla de equívocos dichos por un tartamudo borracho que siempre significan lo mismo, y sigo oyendo Straight no chaser que podía ser muy bien el título de cómo hay que tornar la vida si no fuera tan evidente que es así, y en este momento en la puerta, el manager del hotel tiene una discusión con alguien que hace rato que juega y que pierde siempre y el tipo, que está además borracho, saca una pistola y se la pone en la cara al manager que ni se inmuta y antes de que el tipo pueda pronunciar la palabra bouncer vienen dos tipos enormes y le quitan la pistola y le dan dos bofetadas y lo aplastan contra la pared y el manager le saca las balas a la pistola, vuelve a ponerle el peine y se la entrega al borracho que todavía no sabe bien qué le pasó y le dice a los otros que lo saquen y lo llevan a la puerta y lo sueltan con un empujón y debe ser un tipo muy importante porque si no lo hubieran hecho picadillo y lo servirían con las aceitunas de los Manhattans y llegan Elena y la gente del bar (la música se paró) y ella me pregunta qué pasó y yo le voy a decir que no sé cuando el manager se vuelve para todo el mundo y dice, Aquí no pasó nada, y con dos palmadas manda al quinteto a seguir tocando, cosa que los cinco americanos, más dormidos que despiertos, obedecen como una pianola.
Ya me voy cuando hay otro revuelo en la entrada y es que Ventura viene, como todas las noches, a comer en el Sky Club y a oír recitar a Minerva Eros, que dicen que es amante de este asesino y que berrea, ella, felizmente, en las alturas, y saluda al manager y sube con cuatro esbirros en el elevador, mientras otros diez o doce se quedan regados por el lobby y como siento que esto no es un sueño y cuento las cosas desagradables que me han pasado esta noche y veo que son tres, decido que es el momento preciso para probar mi suerte en el juego y saco de algún bolsillo que más parece un laberinto una moneda que no tiene un minotauro grabado porque es un real cubano y no un níquel americano y lo echo en la cerradura de la suerte y tiro de la palanca que es el brazo único de la diosa Fortuna y pongo la otra mano en la cornucopia para contener la futura avalancha de plata. Las ruedas giran y sale primero una naranjita, luego un limoncito y más tarde unas fresas. La máquina hace un ruido premonitorio, se detiene por fin y se queda en un silencio que mi presencia hacía eterno.
Mi puerta está cerrada. Debe haber sido Rine, leal. Abro y no veo el caos amistoso que viene después del orden ajeno que impuso esta mañana la muchacha que limpia, porque no me interesa, porque no puedo verlo, porque hay cosas más importantes en la vida que el desorden, porque encima de las blancas sábanas de mi sofácama, abierto, sí señor, no más un sofá y ya todo cama, sobre las sábanas impolutas del sábado, veo la mancha enorme, cetácea, carmelita, chocolate, que se extiende como una cosa mala y es, lo adivinaron, claro: Estrella Rodríguez, la estrella de primera magnitud que empequeñece el blanco cielo de mi cama con su fenomenal aspecto de sol negro: la Estrella duerme, ronca, babea, suda y hace ruidos extraños en mi cama. Lo cojo todo con la filosofía humilde de los derrotados y me quito el saco y la corbata y la camisa. Voy al refrigerador y saco un litro de leche fría y me sirvo un vaso y el vaso huele a ron y no a leche, pero la leche debe saber a leche. Me tomo otro vaso. Guardo el pomo mediado en el refrigerador y echo el vaso en el fregadero, a que se confunda en el bazar.
Siento por primera vez en la noche el calor sofocante que hace, que debe haber hecho todo el día. Me quito la camiseta y los pantalones y me quedo en calzoncillos, que son cortos, y me quito los zapatos y las medias y siento el piso tibio, pero más fresco que La Habana y que la noche. Voy al baño y me lavo la cara y la boca y veo la bañadera con un gran pozo de agua que es el recuerdo del hielo y meto los pies allí y no está más que fresca. Vuelvo al cuarto único, a este apartamento imbécil que Rine Leal llama studio y busco dónde dormir: el sofá, el de madera y pajilla y pajilla, es muy duro y el suelo está mojado, sucio, y lleno de colillas y si esto fuera una película y no la vida: esa película donde uno se muere de veras, iría al baño y no habría un dedo de agua dentro, sino un lugar cómodo y seguro y blanco: el enemigo mayor de la promiscuidad y echaría las frazadas que no tengo y dormiría allí el sueño de los justos castos, como un Rock Hudson subdesarrollado, falto de exposición y a la mañana siguiente La Estrella sería Doris Day que cantaría sin orquesta pero con música de Bakaleinikoff, que tiene la extraordinaria calidad de ser invisible. (Me cago en Natalie Kalmus: ya estoy hablando como Silvestre). Pero cuando regreso a la realidad es de madrugada y este horror está en mi cama y tengo sueño y hago lo que usted y todo el mundo haría, Orval Faubus. Me acuesto en mi cama. En un borde.
Cuarta
Debe haber sido cuando chiquita. Solamente sé que había una caja de lata, naranja o roja o dorada, de chocolate, de bizcochos, de dulce, que tenía un paisaje arriba, en la tapa, con un lago todo de color ámbar y en el lago unos barcos, unas lanchas, unos veleros, que iban de un lado a otro y tenía nubes color de ópalo y las olas se veían navegar tan suavemente, tan lentas y todo estaba tan tranquilo que daba gusto vivir allí, no en las lanchas sino en la orilla, en el borde de la caja de dulces, allí sentada viendo los botes amarillos y el lago tranquilo amarillo y las nubes amarillas. Me regalaron la caja una vez que yo estaba enferma y debí haberme quedado con ella en la cama, porque soñaba que estaba en el paisaje y a menudo sueño con esto todavía. Había una canción que cantaba mi madre que decía, suelta el remo, batelero, que me inspira tu manera de remar (luego había una desagradable discusión entre la bella mujer enamorada y este batelero que no quería soltar el remo por miedo a naufragar, pero esa parte ya yo no la oía, porque me quedaba dormida antes y aunque no me quedara dormida, de todas maneras no la oía) y yo oía y oía la canción y me parecía que estaba allá en el borde del lago viendo los botes ir y venir sin ruido en esta calma eterna.