¿Qué quieren? Me sentí Barnum y seguí los torcidos consejos de Alex Bayer. Se me ocurrió que a La Estrella había que descubrirla que es una palabra que inventaron para Eribó y esos esposos Curís que se pasan la vida descubriendo elementos del radio y de la televisión y del cine. Me dije que había que separar ese oro de su voz de la ganga en que lo envolvió la Naturaleza, la Providencia o lo que fuera, que había que extraer aquel diamante de la montaña de mierda en que estaba sepultado y lo que hice fue organizar una fiesta, un asalto, un motivito como diría Rine Leal, y al mismo Rine le encargué que hiciera las invitaciones que pudiera, que yo invitaba al resto. El resto fueron Eribó y Silvestre y Bustrófedon y Arsenio Cué y el Emsí, que es un buen comemierda, pero que falta me hacía porque era el animador de Tropicana y Eribó trajo a Piloto y Vera y Franemilio, que sería el que mejor gozaría la ocasión porque es un pianista y tiene sensibilidad y es ciego, y Rine trajo a Juan Blanco, que aunque es un compositor de música que perdió el sentido del humor (la música, no Juan Blanco alias Johannes Witte o Giovanni Bianco o Juan Branco: él es compositor de lo que Silvestre y Arsenio y Eribó los días que es un mulatico arrepentido, llaman música seria) y por poco trae a Alejo Carpentier y lo único que nos faltó fue un empresario, pero Vítor Perlo me falló y Arsenio Cué se negó siquiera a hablarle a nadie de la emisora y ahí se quedó la cosa. Pero yo contaba con la publicidad.
La fiesta o lo que fue la di en casa, en ese único cuarto grande que Rine se empeña en llamar studio y la gente empezó a llegar temprano y vino hasta gente que no había invitado, como Gianni Boutade (o algo así) que es un francés o italiano o monegazco o las tres cosas y que era el rey de la manteca no porque importara grasas comestibles, sino porque era el gran mariguanero de la vida y que fue quien trató de ser un apóstol para Silvestre una noche y llevó a Silvestre a oír a La Estrella a Las Vegas cuando hace rato que todo el mundo ya la conocía y que se creía, de veras, su empresario y con él vinieron Marta Pando y Ingrid Bérgamo y Edith Cabell que creo que fueron las únicas mujeres que vinieron esa noche, porque tuve buen cuidado que no se aparecieran ni Irenita ni Manolito el Toro ni Magalena ni ninguna otra criatura de la laguna negra, fueran o no fueran centauras (mitad mujer y mitad caballo, que es una bestia fabulosa de la zoología de la noche en La Habana, y que no puedo ni quiero describir ahora) o como Marta Vélez, notable compositora de boleros, toda caballo y también vino Jesse Fernández, que era un fotógrafo cubano que trabajaba para Life y estaba de visita en La Habana. No faltaba más que La Estrella.
Preparé las cámaras (las mías) y le dije a Jesse que podía utilizar cualquiera de ellas si le hacía falta y escogió una Hasselblad que compré por esos días y me dijo que la quería probar esa noche y nos pusimos a comparar la calidad de la Rollei y de la Hasell y pasamos de ahí a la Nikkon frente a la Leica y de ahí hablamos del tiempo de exposición y del papel Varigam que era nuevo entonces y de todas esas cosas que hablamos los fotógrafos y que son lo mismo que la falda larga y corta y el talle para las mujeres y los averages y el ranking para los fanáticos de pelota y los calderones y las fusas para Marta y Piloto y Franemilio y Eribó y el hígado o los hongos o el lupo para Silvestre y Rine: temas para las variaciones del aburrimiento, balas de conversación para matar el tiempo, dejando para pensar mañana lo que puedes hablar hoy y todo es posponer, que es una frase genial que Cué debe haber robado en alguna parte. Rine, mientras tanto, repartía los tragos y los chicharrones y las aceitunas. Y hablamos y hablamos y pasó el tiempo y pasó una lechuza por frente al balcón de mi piso, chirriando, y Edith Cabell gritó, ¡solavaya!, y recordé que le dije a La Estrella que íbamos a darle una fiesta a las ocho para que viniera a las nueve y media y miré el reloj y eran las diez y diez. Fui a la cocina y dije que iba a comprar hielo abajo y Rine se extrañó porque sabía que había hielo en la bañadera y bajé a buscar por todos los mares de la noche a esa sirena que encarnó en un manatí, a Godzilla que canta en la ducha oceánica, a mi Nat King Kong.
La busqué en el Bar Celeste, entre la gente que comía, en el Escondite de Hernando, como un ciego sin bastón blanco (porque sería inútil, porque ni siquiera un bastón blanco se vería allí), ciego de veras al salir por el farol de la esquina en Humboldt y Pe, en el MiTío en su airelibre donde todas las bebidas saben a tubo de escape, en Las Vegas evitando encontrar a Irenita o a la otra o la otra y en el bar Humboldt, y ya cansado me fui hasta Infanta y San Lázaro y no la encontré allá tampoco pero cuando regresaba, pasé de nuevo por el Celeste y en el fondo conversando animadamente con la pared estaba ella, completamente borracha y sola. Debía haberse olvidado de todo porque estaba vestida como siempre, con su sotana de la orden de las Carmelitas Calzadas, pero cuando me le paré al lado me dijo, Hola muñecón, siéntate y toma algo, y se sonrió de oreja a oreja. La miré, bravo, por supuesto, pero me desarmó con lo que dijo, No podía varón, me dijo. No tengo coraje: ustedes son muy fisnos y muy curtos y muy decentes para esta negra, dijo y pidió otro trago mientras se bebía el que tenía, como un dedal de vidrio, entre sus manos, le hice señal al camarero que no trajera nada y me senté. Me volvió a sonreír y comenzó a canturrear algo que no pude entender, pero que no era una canción. Vamos, le dije, vamos conmigo. Nones, me dijo, que pega con Bujones, te acuerdas, el de las películas de caballitos. Vamos, le dije, que nadie te va a comer. A mí, me preguntó, sin preguntar, comerme a mí. Mira, me dijo y levantó la cabeza, primero me los como a ustedes todos junticos antes que me toque uno de ustedes un solo rizo de mi pasión argentina, dijo y se halaba el pelo, duro, dramática o cómicamente. Vamos, le dije, que todo el mundo occidental te está esperando en mi casa. Esperando qué, me dijo. Esperando que tú vayas y cantes y te oigan. A mí, me preguntó, oírme a mí, preguntó, y en tu casa, están en tu casa, todavía, preguntó, entonces me pueden oír desde aquí porque tú vives ahí al doblar, me dijo, no tengo más que pararme en, y comenzó a ponerse de pie, la puerta y me suelto a cantar a todo trapo y me oyen, me dijo, no es así, y cayó en la silla que no crujió porque de nada le serviría, habituada, resignada a ser silla. Sí, le dije, es así, pero vamos a casa, que es mejor, y me puse confidencial. Hay un empresario allá y todo, y entonces levantó la cabeza o no levantó la cabeza, la ladeó solamente y levantó una de las rayas finas que tenía pintadas sobre los ojos y me miró y juro por John Huston que así miró Mobydita a Gregory Ahab. ¿La habría arponeado?
Juro por mi madre y por Daguerre que pensé montarla en el elevador de carga, pero como es el elevador que usan las criadas y conozco a La Estrella no quería que se cabreara y los dos cogimos el pequeño elevador del frente que lo pensó dos veces antes de subir su extraño cargamento, y después escaló los ocho pisos con un crujido penoso. Desde el pasillo se oía la música y encontramos la puerta abierta y lo primero que oyó La Estrella fue ese son, Cienfuegos, y en medio de la gente estaba Eribó explicando eternamente su montuno y Cué con boquilla y cigarro en boca bajando y subiéndola, aprobando, y Franemilio de pie cerca de la puerta con las manos detrás del cuerpo, apoyadas en la pared como lo hacen los ciegos: sintiendo que están ahí más por las yemas de los dedos que por el oído y ver a Franemilio y dar un rezacón La Estrella y gritarme en la cara, sus palabras favoritas conservadas en alcohol, Mierda me engañaste coño, y yo sin comprender le dije por qué y ella me dijo, Porque ahí está Fran y seguro que vino a tocar el piano y yo con música no canto, me oíste, no canto, y Franemilio la oyó y antes de que yo pudiera hablar o pensar, decirme, Coño está loca de remate. ¡Yo con un piano en la casa!, dijo con su voz dulce, Pasa, Estrella, entra que aquí la música la traes tú, y ella se sonrió y yo pedí atención y dije que apagaran el tocadiscos que aquí estaba La Estrella y todo el mundo se volvió y la gente que estaba en el balcón entró y todos aplaudieron. ¿Ves?, le dije ¿ves?, pero ella no me oía y ya iba a arrancar a cantar cuando Bustrófedon salió de la cocina con una bandeja con tragos y detrás de él Edith Cabell con otra y La Estrella cogió un trago al pasar y me dijo. ¿Y ésta qué hace aquí?, y Edith Cabell la oyó y se viró y le dijo, Ésta no, ¿me oíste?, que yo no soy un fenómeno como usted, y La Estrella con el mismo movimiento que hizo al coger el vaso, le tiró el trago en la cara a Franemilio, porque Edith Cabell se había quitado y al quitarse tropezó y trató de agarrarse de Bustrófedon al que cogió por la camisa y que dio dos tumbos, pero como él es muy ágil y Edith Cabell ha hecho ejercicios de expresión corporal ninguno de los dos se cayó y Bustro hizo un gesto como el de un trapecista que termina un doble salto mortal sin red y todo el mundo, menos La Estrella, Franemilio y yo, aplaudió. La Estrella porque se estaba disculpando con Franemilio y limpiándole la cara con su falda, que levantaba y dejaba sus enormes muslos morenos al aire tibio de la velada y Franemilio porque no veía y yo porque cerraba la puerta y le pedía a la gente que se calmara, que eran casi las doce y no teníamos permiso para dar la fiesta y la policía iba a venir, y todos se callaron. Menos La Estrella, que cuando terminó de disculparse con Franemilio se volvió hacia mí y me preguntó, Y el empresario tú, y Franemilio sin dejarme inventar nada dijo, No vino, porque Vítor no vino y Cué está en pique con la gente de la televisión. La Estrella me miró con una expresión de gran picardía seria, con sus ojos tan anchos como sus cejas y me dijo, Así que me engañaste, y no me dejó que le jurara por todos mis antepasados y antiguos artífices, hasta por Niepce, que no, que yo no sabía que no había venido nadie, quiero decir, ningún empresario y me dijo, Pues no canto ¡vaya!, y se metió en la cocina a hacerse un trago.
Creo que el acuerdo fue mutuo y La Estrella tanto como mis invitados decidieron olvidar que vivían en el mismo planeta, porque ella estaba en la cocina bebiendo y comiendo y haciendo ruido al hacerlo y en la sala estaba Bustrófedon ahora inventando trabalenguas y unos de los que oí fue el de tres tristes tigres en un trigal y el tocadiscos estaba sonando Santa Isabel de las Lajas y Eribó tocando, repicando sobre mi mesa de comer y en una de las paredes del tocadiscos y explicaba a Ingrid Bérgamo y a Edith Cabell que el ritmo era una cosa natural, Como la respiración, decía, todo el mundo tiene ritmo como todo el mundo tiene sexo y ustedes saben que hay impotentes, hombres impotentes, decía, como hay mujeres frígidas y nadie niega por eso la existencia del sexo, decía, Nadie puede negar la existencia del ritmo, lo que pasa es que el ritmo es como el sexo una cosa natural, y hay gente innibida, decía esa misma palabra, que no puede tocar ni bailar ni cantar con ritmo mientras hay otra gente que no tiene ese freno y puede bailar y cantar y hasta tocar varios instrumentos de percusión a la vez, decía, y lo mismo que pasa con el sexo que los pueblos primitivos no conocen ni la impotencia ni la frigidez porque no tienen pudor sexual, tampoco tienen, decía, pudor rítmico y es por eso que en el África hay tanto sentido del ritmo como del sexo y, decía, yo sostengo, eso decía, que si a una persona se le da una droga especial, que no tiene que ser mariguana ni nada de eso, decía, una droga como la mescalina, decía y repetía la palabra para que todo el mundo supiera que él la sabía, o el ácido, y subió la voz por sobre la música, LISÉRGICO, pueden tocar cualquier instrumento de percusión, más o menos bien, igual que una persona borracha puede bailar más o menos bien. Siempre que se mantenga en pie, pensé yo y me dije pura mierda sonora y acababa de pensar esa palabra, estaba pensando en esta palabra precisamente cuando salió La Estrella de la cocina y dijo, Mierda Beny Moré y venía con otro trago en la mano, bebiendo y llegó hasta donde estaba yo y como todo el mundo estaba oyendo música, hablando, conversando y Rine estaba en el balcón matándose, haciendo esa escaramuza del amor que se llama el mate en La Habana, ella se sentó en el piso y se recostó al sofá y bebiendo se fue rodando por el suelo y luego se hizo plana con el vaso vacío en la mano y se metió hacia un lado del sofá que no era moderno sino un mueble cubano, de esos antiguos, de pajilla y madera y pajilla y se metió completamente debajo y se quedó dormida y yo oía los ronquidos ahí debajo de mí como si fueran los suspiros de un cachalote y Bustrófedon que no vio ni veía a La Estrella me dijo, Nadar mi socio ¿estás inflando un globo?, queriéndome decir (yo lo conozco bien) que me estaba peando y me acordé de Dalí que dijo que los pedos son el suspiro del cuerpo y casi me reí porque se me ocurrió que el suspiro es el pedo del alma y La Estrella seguía roncando sin importarle nada de nada, y el fracaso aquel parecía solamente el mío y me levanté y fui a la cocina a tomar un trago que me bebí allá en silencio y en silencio me llegué hasta la puerta y me fui.
Tercera
¿Doctor usted cree que yo debo volver al teatro? Dice mi marido que todo lo que tengo es que ahora almaceno mi energía nerviosa y no la gasto nunca. Al menos, antes, en el teatro, podía imaginarme que era otra.