ELLA CANTABA BOLEROS

Yo conocí a la Estrella cuando se llamaba Estrella Rodríguez y no era famosa y nadie pensaba que se iba a morir y ninguno de los que la conocían la iba a llorar si se moría. Yo soy fotógrafo y mi trabajo por esa época era de tiraplanchas de los cantantes y la gente de la farándula y la vida nocturna, y yo andaba siempre por los cabarets y nite-clubs y eso, haciendo fotografías. Me pasaba toda la noche en eso, toda la noche y toda la madrugada y también toda la mañana. A veces no tenía nada qué hacer, había terminado mi guardia en el periódico y, a las tres o las cuatro de la mañana, me iba para El Sierra o para Las Vegas o al Nacional y por ahí, a conversar con un animador amigo mío o a mirar a las coristas o a oír las cantantes y a envenenarme con el humo y el olor rancio del aire acondicionado y la bebida. Así que así era yo y no había quien me cambiara, porque pasaba el tiempo y me ponía viejo y los días pasaban y se convertían en fecha y los años se convertían en efemérides y yo seguía así, quedándome con las noches, metiéndolas en un vaso con hielo o en un negativo o en el recuerdo.

Una de estas noches yo llegué a Las Vegas y me encontré con toda esa gente que no había quién las cambiara y una voz zambullida en la oscuridad me dijo, Fotógrafo, siéntate aquí y toma algo, que yo pago, y era nada menos que Vítor Perla. Vítor tiene una revista que se dedica a poner muchachitas medio encueros y a decir: Una modelo con un futuro que salta a la vista o las poderosas razones de Tania Talporcual o la BB cubana dice que es Brigitte la que se parece a ella y cosas parecidas, que no sé de dónde sacan porque deben de tener un almacén de mierda en el cerebro para poder decir tantas cosas de una chiquita que ayer nada más era manejadora o criadita o trabajaba en Muralla y hoy está luchando con todo lo que tiene para destacarse. Ya ven, ya estoy hablando como ellos. Pero por alguna razón misteriosa (y si yo fuera un redactor de chismes en vez de las eses de misterioso pondría dos signos de peso). Vítor había caído en desgracia, fue por eso que me asombré de que todavía tuviera tan buen humor. Mentira, lo primero que me asombró es que todavía estuviera suelto y me dije, Este mierda todavía flota, y se lo dije. Bueno, quiero decir que le dije, Gallego, eres un corcho español, y él sin perder la calma me contestó muerto de risa, Sí, pero tengo que tener algún plomo clavao adentro, porque ando medio escorao. Y nos pusimos a hablar y él me contó muchas cosas, me contó casi todas sus desgracias, pero no las voy a repetir aquí porque él me las contó en confidencia y yo soy un hombre y no voy a andar chismeando. Además, los problemas de Vítor son sus problemas y si él los resuelve, mejor para él y si no pues, Uruguay, Vítor Perla. La cuestión es que me cansé de oírle contar sus desgracias y como ponía su cara torcida y no tenía gana de ver una boca fea, cambié de conversación y empezamos a hablar de otras cosas, como mujeres y eso, y de pronto me dijo, Te voy a presentar a Irena y no sé de dónde sacó una rubita chiquitica, preciosa, que se parecía a Marilyn Monroe si a Marilyn Monroe la hubieran cogido los indios jibaros y hubieran perdido su tiempo poniéndole chiquita no la cabeza sino el cuerpo y todo lo demás, y cuando digo todo lo demás quiero decir todo lo demás. Así que sacó a Irena por un brazo como si la pescara del mar de la oscuridad y me dijo, mejor dicho, le dijo, Irena te presento al mejor fotógrafo del mundo, pero lo dijo queriendo decir que yo trabajaba en el periódico El Mundo, y la rubita se rió con ganas levantando los labios y enseñando los dientes como si se levantara el vestido y enseñara los muslos y tenía los dientes más bonitos que yo he visto en la oscuridad: unos dientes parejos, bien formados, perfectos y sensuales como unos muslos, y nos pusimos a hablar y a cada rato ella enseñaba sus dientes sin ningún pudor y me gustaban tanto que por poco le pido que me dejara tocarle los dientes, y nos sentamos a hablar en una mesa y eso y Vítor llamó al camarero y nos pusimos a beber, y al poco rato yo le había pisado con mucha delicadeza, como sin querer, un pie a la rubita y casi no me di cuenta que se lo había pisado por lo chiquito que lo tenía, pero ella se sonrió cuando yo le pedí perdón y al poco rato le había cogido una mano, que se viera que era con querer y la mano se me perdió en mi mano y la estuve buscando como una hora por entre las manchas amarillas del hipo que yo muy charlesboyerescamente hacía pasar por manchas de nicotina y eso, y ya después, cuando encontré su mano y la acaricié sin pedirle perdón yo la estaba llamando Irenita que era el nombre que más le pegaba y nos besamos y eso, y cuando vine a ver, ya Vítor se había levantado, muy discreto él y así estuvimos allí un rato tocándonos, apretados, allí sumergidos en la oscuridad besándonos, olvidados de todo, de que el show se había acabado, de que la orquesta estaba tocando para bailar, de que la gente bailaba y bailaba y se cansaba de bailar y de que los músicos empaquetaban sus instrumentos y se iban y de que nosotros nos quedábamos solos allí, ahora profundamente en la oscuridad, no ya en la penumbra vaga como canta Cuba Venegas, sino en la penumbra profunda, en la oscuridad cincuenta, cien, ciento cincuenta metros por debajo de la superficie de la luz nadando en la oscuridad, mojados, besándonos, olvidados, besos y besos y besos, olvidándonos, sin cuerpo, solamente con bocas y con dientes y con lengua solamente, perdidos entre la baba de los besos, ahora silentes, silenciosos, húmedos, oliendo a saliva sin siquiera sentirlo, hinchados, besándonos, besándonos, chico, idos del mundo, absolutamente en órbita. De pronto, ya nos íbamos. Fue entonces cuando la vi por primera vez.

Era una mulata enorme, gorda gorda, de brazos como muslos y de muslos que parecían dos troncos sosteniendo el tanque del agua que era su cuerpo. Le dije a Irenita, le pregunté a Irenita, le dije, Quién es la gorda, porque la mujer parecía dominar absolutamente el chowcito-y ahora tengo que explicar qué es el chowcito. El chowcito era el grupo de gente que se reunía a descargar en la barra, pegados a la vitrola, después que terminaba el último show y que descargando se negaban a reconocer que afuera era de día y que todo el mundo estaba ya trabajando hace rato o entrando al trabajo ahora mismo, todo el mundo menos este mundo de la gente que se sumergía en las noches y nadaba en cualquier hueco oscuro, aunque fuera artificial, en este mundo de los hombres rana de la noche. Pues allá en el centro del chowcito estaba ahora la gorda vestida con un vestido barato, de una tela carmelita cobarde que se confundía con el chocolate de su piel chocolate y unas sandalias viejas, malucas, y un vaso en la mano, moviéndose al compás de la música, moviendo las caderas, todo su cuerpo de una manera bella, no obscena pero sí sexual y bellamente, meneándose a ritmo, canturreando por entre los labios aporreados, sus labios gordos y morados, a ritmo, agitando el vaso a ritmo, rítmicamente, bellamente, artísticamente ahora y el efecto total era una belleza tan distinta, tan horrible, tan nueva que lamenté no haber llevado la cámara para haber retratado aquel elefante que bailaba ballet, aquel hipopótamo en punta, aquel edificio movido por la música y le dije a Irenita, antes de preguntarle el nombre, interrumpiéndome cuando preguntaba el nombre, al preguntarle el nombre, Es la salvaje belleza de la vida, sin que me oyera naturalmente, sin que me entendiera si me había oído, naturalmente y le dije, le pregunté, le dije, Quién es, tú. Ella me dijo con un tono muy desagradable, Es la caguama que canta, la única tortuga que canta boleros, y se rió y Vítor pasó entonces por mi lado del lado de la oscuridad y me dijo bajito al oído, Ten cuidado que es la prima de Moby Dick, La Ballena Negra, y me alegré de estar alegre, de haber tomado dos o tres tragos, porque pude agarrar a Vítor por su brazo de dril cien y decirle, Gallego de mierda, eres un discriminador de mierda, eres un racista de mierda, culo: eres un culo, y él me dijo, Te lo paso porque estás borracho, no me dijo más que eso y se metió como quien pasa entre unas cortinas en la oscuridad del fondo. Me acerqué y le pregunté que quién era ella y me dijo, La Estrella, y yo le dije, No, no, su nombre, y ella me dijo, La Estrella, yo soy la Estrella, niño, y soltó una carcajada profunda de barítono o como se llame la voz de mujer que corresponde al bajo pero que suena a barítono, contralto o cosa así, y me dijo sonriendo, Me llamo Estrella, Estrella Rodríguez para servirle, me dijo y me dije, Es negra, negra negra, totalmente negra, y empezamos a hablar y pensé qué país más aburrido sería éste si no hubiera existido el padre Las Casas y le dije, Te bendigo, cura, por haber traído negros del África como esclavos para aliviar la esclavitud de los indios que de todas maneras ya se estaban acabando, y le dije, Cura te bendigo, has salvado este país, y le dije otra vez a Estrella, La Estrella yo la amo a usted, y ella se rió a carcajadas y me dijo, Estás completamente borracho, yo protesté y le dije, No, borracho no estoy, le dije, estoy sobrio, y ella me interrumpió, Estás borracho como carajo, me dijo y yo le dije, Usted es una dama y las damas no dicen malas palabras, y ella me dijo, Yo no soy una dama, yo soy una artista coño, y yo la interrumpí y le dije, Usted es La Estrella, bromeando le dije y ella me dijo, Pero estás borracho y yo le dije, Estoy como una botella, le dije, estoy lleno de alcohol, pero no borracho, y le pregunté, Están borrachas las botellas, y ella dijo, No, qué va, y se rió de nuevo, y yo le dije, Pero por sobre todas las cosas, la amo La Estrella, me gusta usted más que todos los demás aparatos juntos, prefiero La Estrella a la montaña rusa, al avión del mar, a los caballitos, y ella se rió de nuevo a carcajadas, se bamboleó y finalmente se golpeó uno de los muslos infinitos con una de sus manos interminables y el chasquido rebotó en las paredes como si el cañonazo de las nueve se disparara, por la mañana, en aquel bar, y entonces ella me preguntó, Con la pasión, y yo le dije, Con pasión y con locura y con amor, y ella me dijo, No, no, yo decía que si con mi pasión si con la pasa, y se llevó las manos a la cabeza queriendo decir con su pelo, y yo le dije, A usted entera, y pareció de pronto la criatura más feliz sobre la tierra. Fue entonces que yo le hice la gran, única, imposible proposición a La Estrella. Me acerqué y muy bajito, al oído, le dije, La Estrella quiero hacerle una proposición deshonesta, le dije, La Estrella vamos a tomar algo, y me dijo, En-can-ta-da, y se bebió de un trago, el trago que tenía en la mano, tiró dos pasillos de chachachá para llegar al mostrador y le dijo al cantinero, Muñecón, de lo mío, y yo le pregunté, Qué es de lo mismo, y ella me respondió, No, de lo mismo no, de lo mío, que no es lo mismo que de lo mismo, y se rió y dijo, Lo mío es lo que toma La Estrella y nadie más puede tomarlo, te enteraste, y se volvió a reír a carcajadas que sacudían sus enormes senos como un motor sacude cancaneando los guardafangos de un camión viejo.

Entonces una manito me agarró por un brazo y era Irenita. Te vas a quedar toda la noche, me preguntó, ahí con la gorda, y yo no le contesté y volvió a preguntarme, Te quedas con la gorda, y le dije, Sí, nada más que sí, y no dijo nada pero me clavó las uñas en la mano y entonces La Estrella se rió a carcajadas, muy superior, segura de ella misma y me cogió la mano y me dijo, Déjala, las gatas están mejor en el tejado, y le dijo a Irenita, Esta niña, vamos, súbete en una silla, y todo el mundo se rió, hasta Irenita, que se rió por compromiso, por no quedar mal, por no hacer el ridículo, y que enseñó dos huecos de las muelas que le faltaban detrás de los colmillos de arriba cuando se reía.

En el chowcito siempre había show después que se acababa el show y ahora había una rumbera bailando al son de la vitrola, la rumbera se quedaba en el aire y daba unos pasillos raros, largos, con su cuerpo tremendo y alargaba una pierna sepia, tierra ahora, chocolate ahora, tabaco ahora, azúcar, prieta ahora, canela ahora, café ahora, café con leche ahora, miel ahora, brillante por el sudor, tersa por el baile, en este momento dejando que la falda subiese por las rodillas redondas y pulidas y sepia y canela y tabaco y café y miel, sobre los muslos largos, llenos, elásticos y perfectos y su cara se echaba hacia atrás, arriba, a un lado, al otro, izquierda y derecha, atrás de nuevo, atrás siempre, atrás golpeando en la nuca, en la espalda escotada y radiante y tabaco, atrás y alante, moviendo las manos, los brazos, los hombros de una piel de increíble erotismo, increíblemente sensual, increíble siempre, moviéndolos por sobre los senos, al frente, sobre los senos llenos y duros, sueltos evidentemente, parados evidentemente, evidentemente suaves: la rumbera sin nada debajo, Oliva, se llamaba, se llama todavía por Brasil, ya sin pareja, suelta, libre ahora, con la cara de una niña terriblemente pervertida increíblemente inocente también, inventando el movimiento, el baile, la rumba ahora frente a mis ojos: todo el movimiento, toda África, todas las hembras, todo el baile, toda la vida, frente a mis ojos y yo sin una maldita cámara, y detrás de mí La Estrella que lo veía todo y decía, Te gusta, te gusta, y se levantó del trono de su banqueta y cuando la rumbera no había acabado todavía, fue hasta el tocadiscos, hasta el chucho, diciendo, Tanta novelería, lo apagó, lo arrancó casi con furia, como echando espuma de malas palabras por la boca y dijo, Se acabó, ahora viene la música. Y sin música, quiero decir sin orquesta, sin acompañante, comenzó a cantar una canción desconocida, nueva, que salía de su pecho, de sus dos enormes tetas, de su barriga de barril, de aquel cuerpo monstruoso, y apenas me dejó acordarme del cuento de la ballena que cantó en la ópera, porque ponía algo más que el falso, azucarado, sentimental, fingido sentimiento en la canción, nada de bobería amelcochada, del sentimiento comercialmente fabricado del feeling, sino verdadero sentimiento y su voz salía suave, pastosa, líquida, con aceite ahora, una voz coloidal que fluía de todo su cuerpo como el plasma de su voz y de pronto me estremecí. Hacía tiempo que algo no me conmovía así y comencé a sonreírme en alta voz, porque acababa de reconocer la canción, a reírme, a soltar carcajadas porque era Noche de ronda y pensé, Agustín no has inventado nada, no has compuesto nada, esta mujer te está inventando tu canción ahora: ven mañana y recógela y cópiala y ponla a tu nombre de nuevo: Noche de ronda está naciendo esta noche.

La Estrella cantó más. Parecía incansable. Una vez le pidieron que cantara la Pachanga y ella, detenida, un pie delante del otro, los rollos sucesivos de sus brazos sobre el gran oleaje de rollos de su cadera, golpeando el suelo con una sandalia que era una lancha naufragando debajo del océano de rollos de sus piernas, golpeando, haciendo sonar el bote contra el suelo, repetidamente, echando la cara sudada, la jeta de animal salvaje, de jabalí pelón, los bigotes goteando sudor, echando por delante toda la fealdad de su cara, los ojos ahora más pequeños, más malvados, más ocultos bajo las cejas que no existían más que como dos viseras de grasa donde se dibuja con un chocolate más oscuro las líneas de las cejas de maquillaje, toda su cara por delante del cuerpo infinito, respondió, La Estrella no canta más que boleros, dijo y añadió, Canciones dulces, con sentimiento, del corazón a los labios y de la boca a tu oreja, nena, para que lo sepas, y comenzó a cantar, Nosotros, inventando al Malogrado Pedrito Junco, convirtiendo su canción plañidera en una verdadera canción, en una canción vigorosa, llena de nostalgia poderosa y verdadera. Cantó más La Estrella, cantó hasta las ocho de la mañana, sin que nosotros supiéramos que eran las ocho de la ma ñana hasta que los camareros empezaron a recogerlo todo y uno de ellos, el cajero dijo, Lo sentimos, familia, y quería decir de veras, familia, no decía la palabra por decirla, decir familia y decir otra cosa bien diferente de familia, sino que quería decir familia de verdad, dijo: Familia, tenemos que cerrar. Pero antes, un poco antes, antes de eso, un guitarrista, un buen guitarrista, un tipo flaquito, chupado, un mulatico sencillo y noble, que no tenía trabajo porque era muy modesto y muy natural y muy bueno, pero un gran guitarrista, que sabía cómo sacar melodías extrañas de una canción de moda por barata y comercial que fuera, que sabía pescar sentimiento del fondo de la guitarra, que de entre las cuerdas podía extraerle la semilla a cualquier canción, a cualquier melodía, a cualquier ritmo, a ese que le falta una pierna y tiene una pata de palo y una gardenia en el ojal, siempre, al que decíamos, cariñosamente, en broma, el Niño Nené, imitando a los niños cantaores de flamenco, el Niño Sabicas o el Niño de Utrera o el Niño de Parma, el Niño Nené, dijo, pidió, Déjame acompañarte en un bolero, Estrella, y La Estrella le respondió muy altanera, llevándose la mano al pecho y dándose dos o tres palmadas sobre las tetas enormes, No, Niñito, le dijo, La Estrella canta siempre sola: a ella le sobra la música. Después fue que cantó Mala noche, haciendo su luego famosa parodia de Cuba Venegas, en que todos nos moríamos de risa y después fue que cantó Noche y día y después fue que el cajero nos pidió que nos fuéramos. Y como ya la noche se había acabado, nos fuimos.

La Estrella me pidió que la llevara a su casa. Me dijo que la esperara un momento que iba a buscar una cosa y lo que hizo fue recoger un paquete, y cuando salimos que montamos en mi máquina que es un carrito de esos deportivos, inglés, ella que aún no había podido acomodarse bien, metiendo sus trescientas libras en el asiento en que no cabía uno de sus muslos solo, me dijo, dejando el paquete en el medio, Son unos zapatos que me regalaron, y la miré y me di cuenta de que era pobre como carajo, y arrancamos. Ella vivía con un matrimonio de actores, quiero decir con un actor que se llamaba Alex Bayer. El tipo este no se llama así realmente, sino Alberto Pérez o Juan García o cosa así, pero él se puso eso de Alex Bayer, porque Alex es un nombre que esta gente siempre usa y el Bayer lo sacó de la casa Bayer, esa que fabrica calmantes, el caso es que a este tipo no le decían, alguna gente, la gente de la cafetería Radiocentro, por ejemplo, sus amigos no le decían Alex Bayer de la manera que él pronunciaba A-leks Bay-er cuando terminaba un programa, sino que le decían, como le dicen todavía, le decían Alex Aspirina, Alex OK, Alex Mejoral y cosas por el estilo, y todo el mundo sabía que es maricón, de manera que vivía con un médico en su casa como un matrimonio reconocido y salían a todas partes juntos, a toditas las partes juntitos, y allí en su casa ella, La Estrella, vivía en su casa, era su cocinera, su criada y les hacía la comidita y les tendía la camita y les preparaba el bañito, etceterita, y si ella cantaba era por gusto, por el puro placer de cantar, y ella cantaba porque le daba la gana, por el gusto de hacerlo en Las Vegas y en el Bar Celeste o en el Café Ñico o por cualquiera de los cafés o los bares o los clubes que hay alrededor de La Rampa. De manera que yo la llevaba a ella en mi carro, yo muy orondo en la mañana por las mismas razones pero al revés que otras gentes se hubieran sentido muy apenadas o muy molestas o simplemente incómodas de llevar aquella negra enorme allí en el carrito, exhibiéndola en la mañana con toda la gente a tu alrededor, con todo el mundo yendo al trabajo, trabajando, caminando, cogiendo las guaguas, llenando las calles, inundándolo todo: las avenidas, las calzadas, las calles, los callejones, abejeando por entre los edificios como zunzunes constantes, así. Yo la llevaba hasta la casa de ellos, donde ella trabajaba, ella, La Estrella, que era allí la cocinera, la criada, la sirvienta de este matrimonio particular. Llegamos.

Era en una calle apartada del Vedado, con la gente durmiendo todavía, soñando todavía y todavía roncando, y estaba apagando el motor, dejando una velocidad puesta, sacando un pie del cloche, mirando las agujas nerviosas cómo regresaban al punto muerto de descanso, viendo el reflejo de mi cara gastada en los cristales de los relojes matutinamente envejecida, vencido por la noche, cuando sentí su mano sobre mi muslo: ella puso sus cinco chorizos sobre mi muslo, casi sus cinco salamis que adornan un jamón sobre mi muslo, su mano sobre mi muslo y vi que me cubría todo el muslo y pensé, La bella y la bestia, y pensando en la bella y la bestia me sonreí y fue entonces que ella me dijo, Sube, que estoy sola, me dijo, Alex y su médico de cabecera, me dijo y se rió con su risa que parecía capaz de sacar del sueño, de las pesadillas o de la muerte o de lo que fuese a todo el vecindario, me dijo, no están: se fueron a la playa, de wikén, sube que vamos a estar solos, me dijo. No vi nada en eso, no vi ninguna alusión a nada, nada sexual, nada de nada, pero le dije igualmente, No, tengo que irme, le dije. Tengo que trabajar, tengo que dormir, y ella no dijo nada, nada más que dijo, Está bien, y se bajó del carro, mejor dicho, inició la operación de salir del carro y media hora más tarde, saliendo yo de un pestañazo, oí que me dijo, ya en la acera, poniendo el otro pie en la acera (al agacharse amenazadoramente sobre el carrito a recoger su paquete con zapatos, se le cayó uno de los zapatos y no eran zapatos de mujer, sino unos zapatos viejos de muchacho, al recogerlos de nuevo) me dijo, Tú sabes, yo tengo un hijo, no como una excusa, ni como una explicación, sino como información simplemente, me dijo, Tú sabes, El bobo, tú sabes, pero lo quiero más, me dijo y se fue.

Primera

usted se va a reír. No usted no se va a reír. Usted no se ríe nunca. Ni se ríe ni llora ni dice nada. Nada más se sienta ahí y toma nota. ¿Sabe lo que dice mi marido? Que usted es Edipo y yo soy la esfinge, pero que yo no pregunto nada porque no me interesan ya las respuestas. Ahora nada más que digo, Oye o te devoro, y cuento y cuento y cuento. Lo cuento todo. Hasta lo que no sé lo cuento. Por eso soy la esfinge ajita de secretos. Así dice mi marido. Muy culto mi marido, muy ingenioso mi marido, muy inteligente mi marido. En lo único en que falla es en que yo estoy aquí y él está allá, dondequiera que eso sea, y yo hablo y usted oye y cuando llega a casa él se sienta a leer o come y se pone a oír música en su cuarto, en eso que él llama el estudio, o me dice, Vístete que vamos al cine, y yo cojo y me visto y salimos de la casa y como él va manejando tampoco dice nada, nada más que mueve la cabeza o dice que sí o que no a todo lo que yo le pregunto.

¿Usted sabía que mi marido es escritor? Sí, claro que lo sabe, si usted lo sabe todo. Pero a que no sabe que mi marido escribió un cuento sobre ustedes. No, no lo sabe. Es muy ingenioso el cuento. Es el cuento de un psiquiatra que se hace rico, no porque tenga una clientela millonaria, sino porque cuanto sueño le cuentan él va y apunta un terminal. Que alguien le cuenta que soñó que veía una jicotea en un estanque, él va y llama a su apuntador y le dice, Pancho, $5 al 6. Que otra persona le cuenta que vio en sueños un caballo, él llama y dice, Pancho $10 al 1. Que todavía otra persona le cuenta que sueña con un toro metido en el agua y el agua estaba llena de camarones, él va y llama a Pancho y le dice, Viejo, $5 al 16 y $5 al 30 por la incidencia. Y este psiquiatra del cuento, siempre se saca los terminales porque sus clientes sueñan todas las veces con el número que va a salir y un día se saca la lotería y se retira y vive muy feliz el resto de sus días sacando crucigramas en su casa que es un palacio en forma de sofá. ¿Qué le parece? Simpático, ¿verdad? Pero usted no se ríe. A veces pienso que usted es quien es la esfinge. También mi marido se ríe poco. Él hace reír a los demás con sus cuentos y con su columna en el periódico, pero no se ríe mucho.

¿Usted sabe que yo también tengo un cuento sobre un psiquiatra? No, no lo sabe, porque nunca lo he escrito, porque éste es un cuento que nunca he contado más que a mi marido. Fue algo que me pasó la primera vez que se me ocurrió ir a un psiquiatra. ¿Fue la primera o fue la segunda vez? No, fue la primera. Sí fue la primera. Fui dos veces a la consulta. Este psiquiatra tenía música indirecta en la consulta. Imagínese música indirecta. Recuerdo que siempre se terminaba una pieza y pasaba un rato y uno podía reconocerla porque la estaban tocando de nuevo. Era como un sinfín. ¿Se dice un sinfín? La consulta comenzaba y allí estaba yo oyendo la música mientras esperaba mi turno y luego cuando me tocaba mi turno la música seguía sonando y todavía cuando me iba ya de noche y la recepcionista disfrazada de enfermera me sonreía adiós con sus dientes picados y me decía Hata luego, muy segura de que yo regresaba el próximo día de consulta, todavía esa dichosa música seguía sin parar. A veces eran tangos argentinos, dale que dale. O rumbas internacionales. O música realmente indirecta porque no sabía de dónde venía, no de qué parte de la casa venía, sino de qué parte del mundo venía. Ya yo llevaba dos turnos yendo allí a oír la música y oyendo aquel médico con cara de caimán y espejuelos pregunta y pregunta y preguntando. Y las cosas que preguntaba. Qué manera de hacer preguntas indiscretas. Perdóneme, pero yo creo que al revés del psiquiatra de mi marido, el psiquiatra del cuento de mi marido, este psiquiatra después que terminaba mi consultaba al fondo de la casa y se masturbaba o qué sé yo. A lo mejor cuando me iba, la enfermera entraba y él le contaba todo y ella se excitaba y allí mismo en el sofá se masturbaba con ella. Tengo una mente sucia, verdad. Eso dice mi marido. Pero todavía más sucia es la mente de aquel psiquiatra. El primer día me dio una libreta para que escribiera todo lo que se me ocurriera, en mi casa. Yo tenía que enseñársela luego. Era la escuelita otra vez. Yo me llevaba la libreta, apuntaba todo lo que se me ocurría, no lo que me ocurría, lo que pensaba, sino todo lo que se me ocurría, lo que pensaba o lo que pensaba que pensaba, y luego él lo leía, con mucha calma y lo leía una y otra vez y mientras leía se pellizcaba el labio, encima del labio donde tenía una raya negra que era el bigote y movía la cabeza para alante y para atrás. Cuando terminaba decía, Perfecto y no me decía más nada. A la tercera consulta, vino y se me sentó en el sofá, pegado a mis piernas. Me senté de un brinco y entonces me dijo, No tenga miedo, señora, me dijo. Soy la ciencia, me dijo. La ciencia, dije yo, me dije yo a mí misma, la ciencia del descaro es lo que usted es, pero no le dije nada, sino que me senté con las piernas muy juntas y con las manos en la rodilla. No miraba yo a ningún lado, nada más que para el piso y así estuvimos un momento, hasta que sentí que el hombre se levantaba y venía a sentarse casi encima de mí, a mi lado, pero tan pegadito a mí que parecía que se me había sentado en las piernas. Fue lo que me creí, se lo juro. Cerré los ojos y me levanté, pero no pude levantarme del todo y lo que hice fue una tontería. Me senté de nuevo en el sofá, pero un poco más lejos, y el hombre volvió a sentarse junto a mí y yo volví a separarme y sentarme un tanto más allá en el sofá y él volvió a pegarse a mí. Así estuvimos hasta que recorrimos todo el sofá y nadie dijo una palabra. El final del sofá me pareció un acantilado y me costaba tanto trabajo mantenerme sentada como si estuviera de veras al borde de un abismo. Entonces me levanté y no sé de dónde saqué una voz finita, viejísima para decirle al tipo, Doctor lo siento pero se le acabó el sofá, y cogí y me fui. Mi marido se moría de la risa cuando se lo conté y me dijo que estaba bueno para escribirlo, eso fue lo que me dijo. Pero cuando volví a sentirme así, como ahora, volvió con la matraquilla del psiquiatra, hasta que me hizo ir a otro psiquiatra. Éste era de la escuela de los reflejitos. Pavloviano como decía él. También era de la escuela del hinnotismo. Hipnótica