Habana Abril 22 de 1953
Querida Estelvina:
Mis mayores deseos son que al recibo de ésta te encuentres bien en unión de los tuyos, por acá como siempre ni bien ni mal. Estelvina tu carta me dio lo que se dice un alegrón, no sabes como me gustó resibir carta tuya después de tanto y tanto tiempo sin que nos escribieras. Ya se que tu tienes toda tu razón de estar molesta y estar brava con nosotros, vaya, por todo lo que pasó, y eso, pero en rialidá no fue culpa nuestra si Gloria te se uyó de la casa y vino pacá pa la Habana. Recuerda que ella también nos engañó a nosotros pues nos dijo que tu la habías mandado pacá a estudiar y hasta nos enseñó una carta que ella decía ella que era de tu parte y en esa carta tú decías que nos la mandabas pacá que estudiara y se iciera una mujer de provecho y todo y nosotros fuimos tan bobera que nos lo creimos y la dejamos dormir aquí y todo eso ya tu sabes lo que eso significa por que en este cuarto nunca se ha cavido a derecha.
Tu me preguntas ahora por ella y me dice que hace como cosa de ocho meses que no te escribe y yo te puedo decir que hace mucho pero mucho tiempo que no sabemos ni j de ella, pero ni una palabra tan siquiera. No se si allá endonde ustedes viben ahora que es donde se perdió el chaleco como dice Gilberto yegará la rebista Bohemia, si no llega cuando Basilio valla al pueblo que te consiga un número y ya tu sabrá enseguida en lo que anda esa hija tuya. Ella parece se metió artista de esas. Yo no se si tu te habrás enterao que ella empesó a trabajar aquí como a los quince días justos de haber llegado acá a la Habana y que se colocó de manejadora por allá por el barrio del Bedado o cosa así y la cuestión fue que cuando nosotros le preguntamos que donde estaba ella estudiando nos dijo que ella no pensaba estudiar ni cosa que se le pareciera eso fue lo que nos dijo y nos dijo además que ella no iba a pasarse cuatro o cinco años de su vida matándose trabajando por el día y luego teniendo que estudiar por la noche sin salir ni ir a ningún lado y sin divertirse, para que luego tener que trabajar como una mula en una oficina y ganar como una pulga, eso fue lo que dijo.
Te juro por mi madre santa Estel que me dieron ganas de romperle la cara por la frescura y la sinberguensería conque lo dijo, con la parejería conque habló como si no fuera más que una bejiga culicagá que todavía no ha cumplido dies y seis. Valga que Gilberto me dijo que después de todo ella ni era hija mía ni cosa que se le paresiera y que yo lo que tenía que haser era ocuparme de mi casa y dejar que el mundo se callera. Tu hija ¿tú sabes lo que dijo? Eso mismo, eso mismo fue lo que dijo y se fué. La cosa es que no volbió por mi casa como en cuestión de quince días o dos semanas almeno y cuando volbió venía de lo más arregladita y me pidió que la perdonara y todo y me dijo que ya no era manejadora que aora estaba trabajando en una peluquería que así ganaba mucho más dinero y era mejor y que se abía mudado para una casa de huespedes. Te juro que yo hasta me alegré y todo y me dije valla una hija de mi amiga Estelvina que se encarrila en La Habana y lo juro por lo más sagrado Estel que me acordé de cuando eramos niñas y jugabamos en el batey del injenio y ibamos juntas a la escuela y todos aqueyos recuerdos y ya tu sabes lo boba y lo simple que soy yo que se me salieron las lágrimas y todo y hasta Gilberto se me puso brabo por que dice que yo estaba llorando por gusto. Dispués tubimos un agarrón por ese asunto y andamos peliados como cosa de una semana o cosa así y fué entonse que llegó tu carta que a mí, te lo juro mi hermana por que tú para mi eres como una hermana, que me dolió en el halma y que lloré como una boba por eso. Pero supongo que todo pasa hasta la siruela pasa como dice Gilberto y se me pasó aquel dijusto. Te lo juro por la Virgen Santa que nosotros no sabíamos nada de todo ese asunto y que esa hija tulla que no parese hija tulla engaña a Maríasantísima.
La cuestión es que ella se volbió por aquí muy poquito después y le leí la cartiya. Ud. le dije a ella, no parese hija de mi co madre Estelvina Garcés, mi co madre Estelvina le dije es una mujer desente y caval y le digo de nuevo, tú muchacha deberías aprender con tu madre Estelvina y le digo que como tu Estelvina no hay dos y que te iba a matar a disjusto y que después ella iba a saber lo que era vivir sin madre como tú y como yo que nos criamos uérfanas y entonse tu hija se pone a llorar a moco tendío y me da mucha pena y la consuelo y todo y a qué tu no sabes lo que me dijo antes de irse, después que se calmó y dejó de llorar y eso le ice café y se lo tomó todo. Pues se para en la puerta y con una mano en la puerta y en la otra una carterita muy mona que traía, me dice muy campante muerta de risa casi, me dice, no se dice Estelvina usté sabe, se dice Etelvina sin ese y me tira la puerta en la cara y se me va antes de que la pueda poner en su sitio. Esa hija tulla que tú has parlo Estel te salió por un mal costado, porque todabía me falta contarte otras cositas.
Ya acabé de fregar la losa del almuerzo y ya Gilberto se fué otra vez para el trabajo y puedo seguirte la carta de esta mañana con más tranquilidá. Como te iba diciendo esa hija tulla se ha buelto buena perla aquí en la Habana que es una ciudá pernisiosa para la jente joven y sin esperensia. Por Harsenio Qué que está trabajando aquí nos enteramos que ella estaba andando mucho por Radiosentro que es ese edifisio grande donde está la estación de radio CMQ y hay un teatro y cafés y restoranes y muchísimas cosas más. Gloria entubo mucho pero mucho tiempo sin venir por aquí y un día vino a la casa y no hizo más que llegar y sentarse y pidió una servesa, así como lo olles. Muchacha le dije yo. Te crees que estás en una barra, aquí ni tenemos servesa ni refrigidaire ni Gilberto puede tomar por el hígado y tú sabes que me dijo. Pues más bale que Gilberto se compre una servesa para que vean ustedes cómo he subido. Yo no entendía lo que me quería desir. Subido le dije a ella ¿subido adónde? Ella me dijo entonse, bueno consiganse un diario para que me vean. Gilberto el pobre fué a casa de Genaro que es un vecino tabaquero que tenemos, negro él pero muy buena persona, y que le prestó el periódico. No bien lo trajo Gilberto ella se lo quitó de las manos, lo abrió y nos lo entregó y que tú crees que bimos allí en El Mundo, pues a tu hija anunciando la Polar. Ella está allí casi en cueros, con una trusita de esa que se llaman bequini y que no creo que tú conoscas ni cosa por el estilo, nada más que con dos tiritas una arriba y otra abajo que parecen más bien un antifás y un pañuelito de mujer y sin más nada pero más nada está parada junto a un oso blanco y le pone la mano ensima y todo. El anunsio dise La bella y el oso son simonimos de Polar y luego sigue un letrero que parece una cosa indesente y no lo es y sí lo es si lo miras bien y en medio de todo esto como si el letrero fuera una mano de letras los dedos así como de letras manosean toda a tu hija Gloria Pérez que ya no se llama ni Gloria ni Pérez ni cosa que se le paresca.
Ella se llama ahora Cuba Venegas que parese ser un nombre que vende según nos dijo ella, pero a mí no me preguntes qué es lo que vende. Pues bien tu hija Cuba Venegas también anunsia otros productos comersiales y entre otras cosas anunsia la Materva y hay un anunsio que en ves de desir como siempre dice bien clarito Tome lo que Toma Cuba, y con todas esas cosas ella parese ser muy famosa y ganar mucho dinero porque vino aquí en una máquina grande de esas sin techo ni nada arriba y nos llamó desde la calle para que saliéramos a ver su conbertible como lo llama ella. Yo no salí, porque la calsada, la calle del frente, es de mucho tráfico y estaba vestía con los trapos de casa que me pongo todo el día, pero Gilberto que es como un muchacho y que siempre ha sido un fanático de las máquinas él pobre sí salió y me dijo que el carro era una maravilla. También me dijo que iba un hombre manejándola, le pregunté a Gilberto que quién era y me dijo que no lo conosía, le pregunté que como era y me dijo que ni se había fijado y que podían matarlo si tenía que decir que era rubio o trigueño o si le faltaba la nariz y que sabía que era un hombre porque tenía bigote y que aunque hay mujeres bigotudas nunca tienen bigotes de manubrio, que parece ser que los tenía el tipo de la máquina.
Tu hija Cuba Venegas, perdóname Estel pero es que me da una risa, ella bino por aquí varias veces, cada ves mejor vestida que la otra ves. Una de las veses bino y entró y benía junto con ella un muchachito muy delgadito, muy delicado que siempre se pasaba la lengua por los labios y se los mojaba y tenía el pelo muy lasio así como una onda sobre la cara y que le yebava una maletica chiquita de pajilla y que no quiso sentarse parese que por temor a ensuciarse con mis miserables asientos sus pantalonsitos blancos de algo así como raso espejo te lo juro. Tu hija benía muy bien vestida y se veía muy tiposa y muy elegante y me dijo que ahora también era bedete o algo paresido, que trabajaba por el radio y la televisión vaya y me dijo que estaba ganando buena plata, así me lo dijo y cuando le pregunté si te estaba mandando algo me dijo que sí que te había mandado algún dinero por las pascuas pero que tenía que gastar mucho en ropa y en sapatos y en maquillaje y eso y también en un secretario y me señaló para el muchachito del maletín de pajilla. Imaginate tú hija con secretario, qué te parese. Pues bien ella me dijo que quería que la viera yo por la televisión y me dijo otras cosas más que no recuerdo ya. Otra vez bino con un traje presioso de zatén o algo así y me dijo que le estaban asiendo un reportaje gráfico y vino aquí con el fotógrafo que era un tipo de espejuelos verdinegros con cara de sapo que se deja el bigote finito como una raya con lapis y no era el tipo que bino la otra ocasión al meno eso me dijo Gilberto y le tiró fotografías aquí en la casa y tu hija, antiguamente Gloria, me dijo que el fotógrafo quería sacar en la revista Carteles que es otra rebista de aquí de la Habana un artículo con los detalles de su vida esto fué lo que me dijo y estubieron tirando planchas aquí toda la santísima tarde. Por sierto que el fotógrafo es un tipo realmente descarado y se pasó la tarde toqueteando a tu hija y dándose besitos en cada rincón y por poco los boto porque no me gusta ese desorden en mi casa. Me dijo al irse que me iba a regalar unas fotografías a mí que me iso labando en el patio y todabía lo estoy esperando. Gilberto compró la rebista y de la casa lo que se ve es lo peor que es el patio y la pila de agua y los escusados y esa parte que uele mal de la casa, pero detrás, con tu hija haciendo visajes delante, nada que no me gusto nada el escrito y menos mal que no salimos nosotros en los retratos.
La última ves que vi a tu hija que ya no sé ni como se yama fue hase como seis meses. Bino aquí una tarde por la tarde con una amiga rubia y las dos traían pantalones, pantalones largos más apretados que visto en mi vida entera y benían fumando sigarros, unos sigarros que olían muy rico y muy dulse. Les ise café y todo y ellas estubieron un rato aquí y se sentaron y todo y casi me puse contenta porque lusía tan linda. Verdá es que se unta mucha pintura y mucho polbo y mucho crellón de labio pero estaba rialmente bonita. Ella y la amiga se cuchichiaban y se traían un secreto de lo más molesto y te juro que no me gusto nada y asta se ensendían los sigarros una a la otra tú sabes, con los dos sigarros en la boca de una de ellas y nada de eso me gustó y luego desían cosas que yo no entendía casi y se reían después y también se reían por gusto y salieron al patio se rieron de los becinos y se cojían las manos y se desían contantemente mi hermana y mi amiga y mi amiguita y cosas así y cuando se fueron iban con las manos cojidas y se despidieron muertesitas de risa como si le ubiera contado un gran chiste al salir y yo las acompañé hasta la puerta de la cesoria y me dijeron adiós con la mano de la máquina y se fueron con mucho ruido y muertas pero muertas de risa. Esa fue la última vez que tu hija, la que antes se yamaba Gloria Pérez y que a ora se llama Cuba Venegas entubo por acá.
Con todo este brete por poco olbido de decirte que perdí la última esperanza de tener una criaturita hase como un año ya. Estube de lo más enbullada pero no resultó y ahora me despido de esa ilusión también porque ya estoy casi en el retiro. Nada Estel que ya bamos para vieja y orita un poquito más pa allá. Escribe pronto y no te olbides de esta amiga que siempre te quiere y que no se olbida de que en el colegio cuando chiquita las confundían como hermanas, tuya afectuosamente,
Delia Doce
Pos Data Gilberto te manda saludos también a tu marío.
La dejé hablal así na ma que pa dale coldel y cuando se cansó de metel su descaiga yo le dije no que va vieja, tu etás muy equivocada de la vida (así mimo), pero muy equivocada: yo rialmente lo que quiero e divestime y dígole, no me voy a pasal la vida como una momia aquí metía en una tumba désas en que cerraban lo farallone y esa gente, que por fin e que yo no soy una antigua, y por mi madre santa te lo juro que no me queo vestía y sin bailal, qué va: primero vilgen, y entonse ella que me dise, tú, me dise así, moviendo su manito parriba y pabajo, de lo más picúa ella, díseme, tú te puededil-aonde-te-de-la-gana, que yo no te voy paral ni ponel freno: por finés que yo no soy tu madre, me oíte, me dice poniéndose su manito así al revés sobre la bemba negra que tiene y gritándome en el mismo oído que por poco que me rompe el témpano, y dígole lo que pasa señora (sí sí de señoreo y to, que yo sé cuándo botarme de fisna) e que uté no sabe vivil el momento y la vida se le base dificilísima o séase que ya etá muy antañona pa comprendel-me, y me replica con su dalequedale: si tú te puedil cuando te de la rial gana, eta niña, que a mi no me impolta nada de nada de tu vida ni de lo que haga con lo que tiene entre la pierna que eso e asunto tuyo y del otro y no llevo papeleta en esa rifa, así que arranca pallá cuando quiera que paluego e talde, y dígole, digo, pero mijita que confundía, pero que confundía etás tu: quien te dijo, dígole, que el carnaval e un hombre, ademá bailal no e delito, dígole y me dise, bueno enún final yo no te tengo amarrá ni con pendón de cantidá y ya me miba subiendo con tanto insulto, casi con mi nueve punto, y le digo, dígole, nada ma que se vive una ve, miamiga, y hay que sabelo hasel que eso e también una siensia ¿te enterate?, y ella va y me dise, cucha cucha ahí tiene tu musiquita y tu bailoteo y tu revolvimiento: vete cuanto tú quiera, ahora o-y-e-l-o bien, te va y no vuelve má, en eta casa tú no vuelva polque tevasencontlal la puelta trancó y con candao y si te queda nel pasillo traigo la encargá pa que te bote de la asesoria mira como e la cosa, me oite, y ya yo que toy metía en la piña de a mil y que oigo que, fetivamente, la música viene con su rimmo y su sandunganga y su bombobombo, casi como polequina, le digo hay hija pero qué apurativa tú ere: cálmate cálmate mi vida o toma pasiflorina y que e lo que hase eta hija de, mira déjame callame, coje así y no dise ma nada nada nada pero nada y me da lepalda y yo cojo así, con la mima, miestola y mi carterita y doy un paso, e, y otro paso, e, y otro paso, ey, y ya etoy en la puelta y cojo y me viro, así, rápida, como Betedavi y le digo, dígole, óyeme bien lo que te voy adesil: nada más que se vive una ve, me oíte, dígole, así gritando al paltil un pulmón: nada má que se vive una ve, dígole, y cuando me muera se murió el carnaval y se murió la música y se murió la alegría y e polque se murió la vida, me entendite, le digo dígole, polque éta que etá aquí, Magalena Crús, vastar del otro lao y de allí pacá sí que no se ve nada ni se oye nada y entonse, mivida, se acabó el acabóse, me oíte, le digo y entonse ella base así, muy dinna, que se me vira de medio lao y se me queda de pesfil y va y me dise muchachita, que tú ere la abogá del casnaval, me dise. Acabate dil de una ve, díjome.
Mi hermano y yo habíamos descubierto un método para ir al cine que debimos patentar. Ya no podíamos hacer lo que hacíamos antes cuando nos colábamos en el Esmeralda, porque éramos grandes para eso: entretener conversando o armando una falsa pelea o gritando ¡ataja!, ¡ataja!, al portero para que uno de los dos se colara y luego venir el otro y pedir permiso para entrar a buscar a su hermano para darle un recado urgente de su mamá y aprovechar y quedarnos los dos dentro, eso, ya no era posible. Pero ahora cogíamos el camino de Santa Fe. Primero reuníamos todos los cartuchos usados, que daban un centavo por cada diez en el puesto de frutas de la calle Bernaza (donde una vez el dueño me dijo que me daría veinticinco centavos por cada cien cartuchos y cuando yo, todavía deslumbrado por el descubrimiento que acababa de hacer: una mina: un idiota: uno que no sabía contar: la veta a explotar, regresé con veinte cartuchos, corriendo, presa de la fiebre del oro y le pedí los cinco centavos y solamente recogí su sonrisa, luego risa y la respuesta, «Usté se cree que yo soy bobo», con su cola para mi asombro. «Llévese sus cartuchos ¡coño!», supe lo que era el doble engaño), si el día andaba malo para la caza de cartuchos, veíamos cuántos periódicos viejos teníamos, salíamos a pedir por toda la cuartería o a buscar dondequiera y al final nos íbamos con el cargamento precioso a la pescadería donde los periódicos valían menos que los cartuchos. (Siempre hubo que olvidarse de la propina por hacer mandados porque había que hacerlos de gratis: eran tan pobres en el solar y ya Lesbia Dumois, la generosa puta de quince años, Max Urquiola, el botarate, maduro crupié trasnochador, y doña Lala, la dadivosa y vieja y casi venerada mantenida del triple héroe: aviador, coronel, político (todos ellos eran, fueron personajes épicos: no desdeñen como pobre caracterización lo que quiere ser solamente, únicamente, eternamente una otiose), ellos todos se habían mudado, se habían ido, se habían muerto: los habíamos perdido tanto como la inocencia infantil para aceptar una regalía sin sonrojo: ahora crecíamos y sabíamos ya lo que es vender un favor más fácil es vender cartuchos usados, periódicos viejos o…).
Nuestro último, gran filón fueron los libros: los de mi padre, los de su tío, los del padre de su tío: vendíamos el patrimonio literario familiar. Primero que nada fue una colección —más bien una tonga— de una pésima obra de teatro de Carlos Montenegro, regalada a mi padre con el objeto de sacarle dinero (mi padre) y fama (el autor) y propaganda (el libro), que se llamaba Los perros de Radziwill. Nunca la pude leer, es más: nadie la leyó, porque los libros estaban en rústica y siempre conservaron la virginidad original. También hubo otro regalo del mismo autor pero de otro libro. Seis meses con las fuerzas (o las tropas) de choque. Ambas colecciones cogieron el camino de Santa Fe, inmaculadas como la concepción: las vendimos por el peso. Quiero decir, por lo que pesaban, no por un peso —porque no llegaron siquiera a los cincuenta centavos: los libreros nunca han sabido apreciar la literatura. Después otros libros menos ilustres o más leídos (y por tanto escasos) seguían la escondida senda. A veces iban (acompañados por mi hermano y yo: las mercancías no pueden ir ellas solas al mercado) de cinco en cinco, otras de diez en diez, otras más de tres en siete, de cuatro en dos, etcétera. (Dispenso al lector los gritos, estallidos de cólera, amenazas damoclianas de mi padre, no lo dispenso de las malas palabras, porque nunca le oí decir ninguna. Lo alivio también de los malos, óptimos argumentos de mi madre, que no sabemos cómo neutralizaba el amor de mi padre por aquella biblioteca que cada día era más el recuerdo de una biblioteca: los anaqueles vacíos, los estantes con libros que se recostaban demasiado a la derecha o a la izquierda, echando de menos la apretada promiscuidad de un compañero sacrificado en aras del cine (porque hay que decir que cada libro conducido al campo de exterminio de la librería de viejo (y cómo había librerías de viejo en el barrio: uno se asombra de la cantidad de ellas que pueden ser, tentadoras, en el camino… de Santa Fe) era trasmutado de plomo literario en oro del cine por la piedra filosofal de una caminata y un cantico), los títulos que la memoria creía ver todavía pero que el conocimiento negaba, eran pruebas de que la zorra entraba en el gallinero. Qué imagen más fabulosa: ¿no sería mejor decir el gavilán pollero?).
Voy cogiendo el camino
de Santa Fe
(Variación primera:
Voy cogiendo
corriendo
el camino de Santa Fe).
(Variación segunda:
Voy cogiendo voy cogiendo voy cogiendo voy
cogiendo el camino de Santa Fe).
(Variación tercera:
Voy
Cogiendo voy
voy
cogiendo cogiendo
el camino / el camino / el camino / el camino
deee Saaantaaaaaaa Feeeeeeeeeeeeeeeeeee).
Esta tonada (y sus variaciones Goldwyn) era cantada con la música equivalente, que es la música de The Santa Fe Trail, sólo que nosotros no lo sabíamos entonces. ¿De dónde la sacaríamos mi hermano y yo? Seguramente de una película del Oeste.
Este día, este jueves (los jueves el cine costaba menos entonces) de que hablo, ya habíamos completado la primera parte de la jornada a Santa Fe (porque Santa Fe, ustedes deben haberlo adivinado, era Arcadia, la gloria, la panacea de todos los dolores de la adolescencia: el cine) y antes que regresara mi padre del trabajo, nos habíamos bañado, escogido el programa (más bien escogido el cine: el Verdún, que a pesar de recordar una batalla, era apacible, barriotero y fresco, con su techo de hierro y planchas de zinc, que se corría con ruidos, chirridos, traqueteos tan pronto entraba la noche calurosa y que no podía hacer el cierre de vuelta tan rápido los días que llovía: se estaba bien allí, en la tertulia, frente a la pantalla (sobre todo si se sabía coger primera fila de gallinero (llamada también el paraíso): una localidad de príncipes, el palco de la realeza en otro tiempo, otro espectáculo) y directamente bajo las estrellas: se estaba casi mejor que en el recuerdo) y salíamos, cuando nos encontramos en la escalera a Nena la Chiquita, que era, como muchos de los vecinos, no una persona sino un personaje. Pero, ay, Nena la Chiquita (una vieja encogida y sin dientes y sucia, y con un insaciable apetito sexual) era también un ave de mal agüero. «Al cine, ¿no?», creo que fue lo que dijo. Mi hermano y yo le dijimos que sí, sin dejar de bajar la escalera barroca y torcida y sucia. «Que se diviertan», dijo ella, la pobre, subiendo con pena la escalera. No le dimos las gracias: lo único que se podía hacer era escupir tres veces en el suelo, cruzar los dedos y vigilar el tránsito.
Seguimos para el cine. Atravesando el parque Central ya oscurecía. Cruzamos el Centro Gallego a ver las fotos de las bailarinas españolas y, quizás, de una rumbera en trusa. Luego seguimos por la acera del Louvre, con los conversadores nocturnos que ya empezaban a llegar y los tomadores constantes de café, en el café de la esquina y nos detuvimos en el puesto de revistas, atraídos como otras tantas mariposas por las luces de colores de los magazines americanos y dimos vueltas y vueltas y vueltas, sin comprar, sin tocar, sin entender. La acera del Louvre no termina nunca: ahí hay otro puesto de café y más gente y un grupo de conversadores parados junto a los grandes retratos al óleo de los candidatos a alcalde, a concejal, a senador que parecen todos nominados al Oscar, de creer al artista del pincel que los magnificó —y retocó un poco. Aquí hay un tiro al blanco y seis flippers y un punchingbag mecánico. Los tiros secos estallan por sobre las campanitas de los pin-balls y por sobre la mala palabra del tramposo que provocó un tilt. El punto final es la trompada esponjosa al estropeado punching-bag que debía tener todo su mecanismo punch-drunk hace rato. Alguien (el muchacho del flicker, el marinero del tiro al blanco, el negro del punchingbag) hace diana. Salimos envueltos en el aroma de las fritas y los perros calientes y los panes con bisteques que hay casi en la esquina, en un puesto de ad hoc dog. No hemos comido, no vamos a comer. ¿Quién piensa en comer cuando le espera un largo camino que la ansiedad hace corto —o al revés— y en Santa Fe la aventura, la libertad y el sueño? Cruzamos con pocos pasos tres calles —un pedazo de Prado, Neptuno y San Miguel— en esta ajetreada, ruidosa, oliente, coloreada, espesa encrucijada donde un día del futuro se ha de pasear La Engañadora, caminando con la armonía de un chachachá. Llegamos a una de las etapas del camino, El Rialto. Esta noche ponen El filo de la navaja, pero (tememos) ¿no es este título demasiado metafísico? Decidimos que sí (que lo es) solamente que lo decimos con otras palabras. Mejor esperar a la próxima semana, a la sección de la biblioteca que viene, mejor dicho, para ver La breve vida feliz de Francis Macomber. El título es muy largo y muy complicado y está esta mujer, la que se parece a Hedy Lamarr tanto, por el medio. Pero, pero hay leones y safaris y cazadores: está el África que es como decir el corazón de Santa Fe. Vendremos.
Seguimos envueltos en el ruido de la ciudad y ahora en el olor de frutas (mamey, mango, anón sin duda: esa fruta siniestra, verde camaleón por fuera y gris de masa gris, con la pulpa como un encéfalo enfermo, por dentro, con tanto punto negro de las semillas envueltas en su quiste viscoso, pero con ese olor a todas las frutas posibles del árbol de la ciencia del bien y del mal, con el aroma de los jardines de Babilonia y el sabor de la ambrosía sea ésta lo que fuere, adentro) de batidos, de refrescos de melón, de tamarindo, de coco, y en la mezcla otro olor de fruta, el olor del betún y la tintarrápida y el paño del salón monumental de limpiabotas y ahí en la esquina la estación para el cambio de caballos de nuestra diligencia: Los parados, con ese nombre que quiere decir que los clientes no se sientan jamás, pero que parece, decididamente, otra cosa: ahí donde por seis centavos (por una colección de la revista Nueva Generación, como quien dice) podremos tomar dos caficolas, antes de atravesar el sediento desierto con todos sus riesgos, sus venturas.
De nuevo el camino polvoriento. Tenemos ahí delante la tentación del Alkazar donde siempre dan buenas películas. Pero la semana pasada había una cantante dando gritos que se oían desde la calle aunque la película, Sangre en la nieve, era de guerra: la culpa es de esos shows obligatorios que inventaron los artistas. Más adelante, pegado a Santa Fe, está el Majestic, con tan buenos programas, dobles, triples, cuádruples (esa palabra era difícil entonces) aunque muchas veces no son aptas y hay que rogarle al portero o irle a buscar café a la esquina para después (total) no ver más que gente enferma y una mujer (muy flaca) que se baña con un gran misterio en una tina (de espuma) y una pareja que se escapa de casa una noche y después de una tormenta, ella da a luz. Basuras.
De pronto, todo es confusión. La gente corre, alguien me empuja por un hombro, una mujer chilla y se esconde tras una máquina y mi hermano me hala me hala me hala como un sueño persistente por la mano, por el brazo, por la camisa y grita: «¡Silvestre que te matan!», y me siento impulsado hacia un lugar que luego sabré que es una fonda de chinos y caigo bajo una mesa, donde ya hay una pareja compartiendo el precario refugio de una silla de madera y paja y el tiesto de una areca y oigo que mi hermano me pregunta con la voz por el suelo si estoy herido o no y es entonces que oigo los disparos muy lejos/muy cerca y me levanto (¿para huir?, ¿para correr hacia adentro de la fonda?, ¿para enfrentar el peligro?, no, solamente para ver) y me asomo por la puerta y ya la calle está desierta y a media cuadra o al fondo o solamente a unos pasos (no recuerdo) veo un hombre gordo y viejo y mulato (no sé cómo sé ya que es mulato) tirado en el suelo, agarrando por las piernas a otro hombre, que trata de sacudirlo con los pies una y otra vez y como no puede no ve otro medio de apartarlo que dispararle dos veces seguidas en la cabeza y no oigo los tiros, sólo veo una chispa, un relámpago blanco y rojo y naranja o simplemente verde que sale de la mano del hombre que está de pie y alumbra la cara del mulato muerto porque no hay dudas de que ahora está muerto y el hombre suelta una de sus piernas, luego otra y echa a correr, disparando su pistola al aire, no para asustar, no para abrirse camino, sino como el anuncio de una victoria, me parece, como un gallo que cantara después de matar al otro gallo del corral, y la calle se llena otra vez de gente y comienzan a gritar y a pedir auxilio y las mujeres a llorar aullando y alguien dice muy cerca «¡Lo han matado!», como si se tratara de un muerto famoso no de un bulto que está tirado en medio de la calle que ahora levantan que se llevan cuatro hombres casi sin poder con él y desaparece en una esquina, en una máquina tal vez, de seguro en la noche. Mi hermano regresa de alguna parte y está asustado. Se lo digo: «Si te vieras la cara que tienes». Él me dice: «¡Si tú vieras la tuya!».
Seguimos para el cine. En la esquina hay una mancha negra de sangre bajo el farol y la gente se reúne alrededor y miran y comentan. No puedo recordar por más que quiero el nombre de la película que íbamos a ver, que seguimos a ver y que vimos.
¿Livia? Beba, Beba Longoria. La misma. ¿Cómo andas miamiga? Me alegro verdá. Yo, en el duro. No, qué va miamiga, sanita comuna mansanita. A, no base mucho pero tengo la vos tomade todas maneras. Sí debe ser el sueño. El que puede puede y el que no que se tire al mar que hay de sobra. Tú me conoce que yo siempre sío dormilona, media haraganota así y ahora que puedo aprovecho. Bueno al pie del coco se bebe el aua desía miabuela y yo digo que hay que descansar donde uno se cansa. ¿Yo? La misma la misma siempre. ¿Y por quiba cambiar? Oye, Livia, pélate un minutico miamiga, no vaya colgar… ¿Qué te hablaba? No que dejé destapao un pomo de Chanel y tenía miedo que se me vaporara. ¿Qué testaba disiendo? Bueno da lo mismo. No no tiene importansia miamor. Tú me preguntate si me acababe levantar y yo te dije lo mismitico de siempre, lo que desía cuando vivíamo juntas. ¿Correto? Correto. No si del mismo se me pegó, tú sabes quél lo imita en todo en todo en todo pero en todo. Bueno, menos en eso. Creo. Sí todos ellos hablan así. Bueno déjame acabar con esta conversadera atrata como dise mi marío y te digo el chisme que te iba decir cuando te llamé, pa lo que te llamé mejor dicho. Tú sabes que acmitieron a mi marío en el Vedadoténis. Sí muchacha sí. Bueno no les quedó otro remedio que haserlo. Fue el chif el que hizo presión con dos ministros que son socios fundadores y tuvieron que acmitirlo así como tú lo-o-yes. Bueno ahora creo que tendremos que casalno pola iglesia y toese lío, tú sabe queso una moda hora. Ya me encargué el trusó. Mira tú para eso, yo de novia hora después haber sío querida de Sipriano desde tengo uso rasón y después de vieja y pelleja meterme a novia de punten blanco. Bueno la cuestión que ya somos sosios y para eso que te llamé. Anoche, para selebrarlo, nos metimos en Tropicana. No, niña, con ene no con eme. Qué mal pensá tú eres hija. Nos fuimos a Tropicana y pasamos una noche ma-ra-bi-llo-sa. Tú sabe cómo Sipriano es… E, e ¿e? Sí hija no seas boba, si yo misma me río. Él se pone hecho una furia pero yo no puedo aguantar larrisa. Con todo él dise ques un nombre que le ha traío suerte. Total, si el General se llama Fulgensio y un hermano Ermenegildo ¿por qué no se va llamar él Sipriano? Al meno eso lo quel dise. ¿Sipriano? De lo mejol de lo mejol. En la prángana. Yo no sé si tú sabe quel le habían dao la consesión del mercado La Lisa. Sí hase como un mes. A-de-más lo del Ténis eso era lo que selebramo anoche también. Senkiu miamiga. No, la gasolinera la aministra el hermano del, Deograsia. Y di-lo. Ardiendo, a la madre debe haberle quedao ardiendo el selebro. Tos tienen nombres raros desos. Otro hermano del se llama Berenise y uno, murió hase años el pobre, se llamaba Metodio y otro que vive el campo entodavía se llama, si no se ha muerto, porque ese una casasola que no quiere saber de la familia, se llama Diójene Laesio. Sí claro, de dónde si no iban a ser, del campo, de Moa de Toa de Baracoa, de allá dOriente. Bueno yo no sé rialmente, pero él conosió al Yéneral por allá por lo rejendone y junto entraron al ejército y junto asendieron y eso… Eso mismo lo que le digo yo, pero él dise que con lo de coronel es bastante y que me fije en Genovevo dise él y me fije en Gomesgome y se pone a nombrarme una partía de nombres quel se sabe y me tapa la boca con eso. Dise que lo mejor no sinnificarse mucho pa poder tener las manos libre… No mijita, nadade-so. Trataron de mandarlo pero él se escabulló. Mi marío es un bicho, muy vivo que es. Fue y le dijo a Fulgen quel hasía falta en el estadomayor y que sus conosimientos de tática y de no sé cuántas cosas más y allí lo dejaron quietesito. No, aquello anda tranquilo ahora. Ya tú sabes lo de Curbelo. Al meno lo que se dise. Sí de las dietas y eso. Sí seguro, claro que seguro, pero to eso es muy muy ajetriao y además él sabe que yo no me voy a vivir al campo por to el oro del Orinoco y que yo no quiero saber más nada ni con los mosquito ni con los jejene ni con el abuje y que pa mí de Almendare pallá, eso ejel campo. Si por eso que yo no me mudo de aquí, con toas las casa le han ofresío a Sipriano en el Contri y en el Bilmor y eso. ¡Y tú sabe quel no me pierde pie ni pisada! Eso mismo: ni lo otro. Sí, sí loquito. ¿Dalle? Yo no le dao ná. Nananina. Tú sabe yo no entro en eso. No pierdo mi tiempo en esa bobera. Yo estoy por lo positivo: lo que le doy lo que tengo más la esperiensia. Eso es unnivel: mientras má tenga de una cosa meno tengo de la otra. Y a la visconversa. Pero con todo algo tengo tener todavía porque él está pegajoso. Pegajosísimo. Sí sí sincuenta y bien cumplido. Muchacha, ¡ni que Dios no lo quiera! Mira no me hable embolia ni desas cosas que entonse sí me asusto. Muchacha, ¿tú no tenterate de lo que le pasó a Miguel Torruco? Torruco. To-rru-có. Sí elator del cine mejicano. Esemismo. Se le murió a la mujer en el mismísimo sofá. Sofá, sofacama, da igual hija. ¿Y tú no sabe lo que le pasó a una amiga de una amiga mía? Pues se le murió un tipo conque ella andaba en 11 y 24. ¡Ay niña no-te-haga la inocente! Claro que hotelito. La posada niña la que está ahí junto al río, como quien va para Miramar. Ah, vea. Claro que la conoco. ¿Seguro tú me vas de-sir que no la conoce tú tampoco? Ah bueno. Pues bueno, esta amiga de mi amiga va y se le queda muerto el hombre la cama. A las dos de la mañana. Ni un alma. ¿Y a que tú no sabe lo que hizo ella? Cojió, muy tranquila, calmadita así y lo vistió, llamó al que atiende, lo metió la máquina, se puso al timón… No si por eso yo estoy aprendiendo manejar. Bueno, pues arrancó y se fue a la casa socorro y va y dise que el individuo en cuestión como disen la crónica roja, se murió dun infacto cardiaco mientra manejaba. ¿Qué te parese? El crimen perfetto. Sí, claro que yo tengo cuidao. El ni se ocupa, bobita… No, si él me deja, porque él sabe bien a mí no se me puede amarrar corta. Yo creo, confidensialmente miamiga, que hasta le gusta su poquito y todo. Sí, hija: todos son así. Es la edá. La vejés… Sí un viejo sato. Sí, sí. Total. Si eso lo que nos vamos a llevar. A mí que me quiten lo bailao… Bueno, pon otra palabra si tú quiere y te gusta más. Pero, por favor, no lo corras por ahí. Sí, sí, cuando tú quieras. Bueno, ya tú sabe te puedo invitar al Tenis un día desto. ¿Oye? Bueno, miamiga, voy a colgarte que quiero darme un baño y lavarme la cabesa que me voy pa la peluquería. No, Mirta de Pera-le. Muy bueno tú, un tiro. Se me ha puesto el pelo de mara-bi-lla. Deja que tú me vea. Bueno, miami, hasta luego, olón.
¡Cosa más grande! Una lección de sumar fue lo que fue. Me quedé de piedra picada mirando a la pared. No a la pared, a una litografía que había detrás-detrás de él, no de la pared: soy más Superratón que Supermán. Era un dibujo romántico en que unos tiburones caprichosos (y por ende bugas, diría Códac) rodeaban una balsa, bote o barca a la deriva, donde iban dos o tres tipos tan musculosos y lindos que más que náufragos parecían modelos de Youth & Health, todos artísticamente tumbados a babor. Pensé que los tiburones del grabado eran tímidas sardinas comparados con este tiburón de la vida diaria que me miraba buscando mis ojos sin sentir rubor ni pena, creyendo seguramente que era yo quien debía ponerme colorado. Recuerdo que miré del cuadro al escritorio, del azuloso mar procelado (¿o se dice azulado mar proceloso?) que terminaba en olas lejanas en el Malecón o donde está hoy el Malecón porque al fondo, en último término, aunque parezca increíble, se veía La Habana gris del siglo XVIII, salté a la terra firma o nera de su negativa, pasé del azul marino al verde billar de la carpeta, al agresivo cortapapeles que era un colmillo largo con la encía del mango enchapada en oro, al bruñido y marrón estuche de tabacos con un monograma rococó, encima diseñado tal vez por el mismo grabador de los tiburones y los maricones, al barroco portacartas de cuero negro y presillas doradas, y subí con mis ojos trepadores por su corbata gris carbón de seda italiana, detuve mis pupilas incrédulas en la enorme perla cipollina debajo del triángulo perfecto del nudo, grabé en mi resentida retina el dibujado cuello de la camisa hecha a la medida en Mieres y vi ahora su cabeza (duro trabajo para la guillotina si hubiera sido él un tiburón del siglo XVIII: no tenía cuello) de golpe, como esas lunas llenas de Okusai que salen en verano con un asombro naranja y uno cree primero que es un farol luego que es la luna y finalmente está convencido de que es una insólita bomba del alumbrado público antes de saber que es de veras la luna de los caribes y no una madura, invisiblemente suspendida fruta tropical para confundir a Newton. Su cara bien afeitada, gorda, reluciente casi sonreía mientras los ojos claros y europeos me miraban con la franca mirada comercial que lo convirtió de emigrante miserable en jefe de empresa (¿es jefe de presa?), y su boca, sus labios finos sin sangre, sus dientes costosos, su lengua acostumbrada hace rato a las delicias de la cocina se movieron para decirme suavemente:
—¿Comprende?
Le iba a decir que además de saber dibujar números yo sé sumarlos también, pero no abrí la boca sino la puerta que decía sobre cristal, odavirP. Diez. No, menos. Cinco, tres minutos antes estaba también aquí fuera, en la antesala a que regreso porque no queda más nada que hacer que decir adiós y no hasta luego y salir y cerrar la puerta sin ruido tras de mí y volver a la mesa de dibujo. (Mis cuarteles, como diría Arsenio Cué, con su voz en chiaroscuro). Entonces, antes, pensé que no me recibiría, lo estaba pensando cuando Yosi o Yossi o Jossie me dijo: «El señor Solaún lo recibirá enseguida, Ribot». Le dije a Jossie o Yossi o Yosi, «Ciudadano Maximiliano Robespierre Ribot», pero no entendió. Ése es mi autorretrato: me paso la vida gastando mis cartuchos pocos en muchas salvas. Podía haberle dicho, como otras veces en que tampoco entendió o siquiera oyó, Giambattista Bodoni Ribotto o William Caslon Rybot o Silvio Grifo di Bologna. Ahora no era un tipógrafo de genio o un famoso músico popular (Sergio Krupa o Chanopozo Ribó), sino un notorio revolucionario, un villano reivindicador de mí mismo. Casi encima de la voz para arriba servil y para mí superior que me preguntaba desde lo alto «¿Cómo dice?», pensé que el señor de Solaún me admitía al castillo y me concedía audiencia privada, aunque sabía que iba a pedir un artesanal aumento de sueldo, únicamente por lo que pasó ayer, y respondí: «Nada».
Hacía más de un mes que intentaba que el Guilde de Publicitarios me gestionara un aumentico y no conseguía nada y exactamente eso podía esperar del sindicato de Artes Gráficas, porque no era un obrero. Tampoco era un artista ni un artesano. Era un profesional (¿lo pongo con mayúscula y lo hago imprimir en Stymie Bolds de 90 puntos?) y me hallaba refugiado en esa tierra de nadie, en el foso que era mi oficio del siglo XX: ni artista ni técnico ni artesano ni obrero ni científico ni lumpen ni puta: un híbrido, una cruza, un engendro, un parturiunt montes (como dirías tú, Silvestre, hablando latín con acento oriental) nascetur ridiculus mus. Un publicitario, vaya. Ahora, hoy, desde hace una semana, intentaba la gestión personal, que parecía navegar a la ventura por un mar indiferente o enemigo, como la botella mensajera de otro náufrago. Porque yo, en mi balsa heterosexual, también iba a la deriva.
Entonces ocurrió el número del trapecio. Desde por la mañana, ayer, había visto un hombre oscuro, sucio y lleno de remiendos en la sala de espera. No fumaba ni hablaba con los demás que siempre esperan, ni cargaba un portafolio, vademecum o cartera. ¿Sería un anarquista, un desesperado lector tardío de Bakunin con su bomba a fortiori, un magnicida criollo? Me hice la triple pregunta tres veces. Lo vi al entrar, estaba allí a la hora de almorzar, lo volví a ver al mediodía y por la tarde, cuando me iba, levantó sus seis pies de estatura al salir yo y bajamos juntos. En ese momento llegaba el senador Solaún, dueño, administrador, jerarca nato. Saltó gordo y pequeño y ágil de la máquina, vestido todo de dril 100 blanco y con el sombrero de jipijapa calado sobre la cabeza calva. Se oyó un redoble de tambores. Casi una voz anunció, «¡Señoras y señores! El senador Solaún sube la escalera. ¡Sin red, señoras y señores! ¡Sin red! Se suplica silencio, ya que el menor ruido puede costarle la vida». El visitante y yo lo vimos a un tiempo pero estoy seguro de que no pensamos lo mismo. El hombre se encogió más de hombros, bajó la cabeza y sin mirar al Gran Solaún que subía la escalera, casi tendió una mano en el gesto, más bien en la ausencia del gesto de petición que salía de su figura: era la metafísica de la mendicidad.
—Señor Solaún —dijo el hombre con una voz que no se habría oído a no ser por el silencio del momento estelar de que éramos, él y yo, testigos mudos. Solaún, lo miró de arriba abajo y supe entonces que no hay que ser más alto que el otro para mirarlo de arriba abajo. El redoble cesó y fue sustituido por un rugido: no eran los leones, era Solaún que hablaba.
—Pero por fa-vor, ¡cómo me va usted a interrumpir en la escalera!
No necesitó decir más, porque el visitante, el pedigüeño, el profesional del sablazo desaparecieron y en el lugar que ocupaban había ahora solamente un pobre hombre encogido, burlado, puesto en ridículo final. Pensé reírme, aplaudir, protestar pero no hice nada de eso, porque miraba fascinado la escena. ¿O era miedo y no fascinación? Solaún me vio y le dijo al hombre:
—Hable con mi secretaria —y siguió subiendo la escalera, pero esta vez era un hombre como otro cualquiera que subía con paso ordinario una escalera corriente. Fui yo, no el intruso en la escalera quien siguió el consejo y ahora Yossie o quizás Josefa Martínez me bajaba el puente levadizo y salvaba yo el foso feudal con la torpe gracia del villano admitido por la primera vez en el castillo.
—Pase, pase —me dijo Viriato Solaún, con todo el obsequio que se puede transmitir mientras se hace algo importante, vital: firmar un cheque a la esposa para ir de compras, hablar por teléfono con la chiquita una vez más, encender ese Churchill (era ran rico que podía permitirse el lujo de fumarse, metafóricamente, un primer ministro inglés cada hora) aromático de media tarde—. ¿Qué se le ofrece, jovenzuelo?
Lo miré y casi le dije, toda la vida y tal vez también la muerte. Lo que dije fue:
—Es que, usted sabe, realmente, tengo un aprieto…
—Diga, diga.
—Estoy ganando muy poco. —¡Cómo! ¿Pero no le aumentamos ya hace seis meses?
—Sí, es verdad. Eso fue cuando me casé, pero…
—Diga, diga.
Era como si dijera, No diga nada, pero sabía colocar aquellas dos palabras o aquella palabra repetida con tal sabiduría, que me rendí.
—Bueno, es que voy a tener un hijo.
—Ah caramba. Un hijo —podía haberle corregido: O una hija, tal vez un hermafrodita. Pero fue él quien habló—: Eso son palabras mayores. ¿Usted lo ha pensado bien?
Lo cierto era que no lo había pensado, ni bien ni mal ni regular. Los hijos no se piensan ni siquiera se sienten o se ven venir. Cuando aparecen ya están ahí. Son casi como erratas. Caray, se me fue un hijo en ese lay-out de Mejoral. Debí haberlo hecho interruptus.
—No, pensarlo, lo que se dice pensarlo, no lo pensé.
—Ah Ribot, pues a los hijos hay que pensarlos.
La prole es una cosa mental, diría Leonardo. Ya sé. La próxima vez me sentaría a mi mesa, me pondría una mano en la mejilla, como Nobel en todos sus retratos y clavaría un cartel en la puerta. No molesten. Estoy diseñando un hermoso varón de ocho libras.
—Usted tiene razón —dije servil—, hay que pintarlo, pensarlo.
Ahora el amo podía mostrarse conciliador con este Sergio de la gleba.
—Vamos ver —dijo—. ¿Qué puedo hacer yo por usted?
No dije nada, de momento. No esperaba que mi petición fuera una respuesta. Yo venía a hacer preguntas, todas ensayadas de antemano. ¿Qué puede hacer la tierra firme por un náufrago? Era todo lo que se me ocurría ahora. ¿Encontrarnos en la orilla? ¿Echarme un cabo? ¿Olvidarme detrás del horizonte? Me decidí por pedir lo más fácil. ¿O fue lo más difícil?
—Quisiera ver, si puede, que me hiciera el favor, usted, de que me aumenten, a mí, el suelo, el sueldo. De ser posible, claro.
Hablé con la construcción gramatical exacta para producir en el castellano la idea de respeto y jerarquía y necesaria distancia. Todo lo que predispone a la caridad, pública y privada. Pero no hubo respuesta. No inmediata. Ése es el secreto de los grandes hombres. De los pequeños grandes hombres también. Conocen el precio y el valor de todo, aun de las palabras. Y del silencio, como los músicos. Y de los gestos. Como los actores o los budistas. Solaún, como en una ceremonia religiosa, sacó una funda de cuero de cerdo de un bolsillo interior y extrajo con tanta lentitud como cuidado sus espejuelos bifocales. Se los puso pausadamente. Me miró, miró el block en blanco (¿o miró en blanco el block?) que tenía sobre la carpeta, tomó con calma una pluma inútil de un tintero innecesario, porque tintero y pluma, negros, eran como el grabado, la perla, el estuche de tabacos, el portacartas y el cortapapeles, otro adorno. Consiguió en ese momento hacer silencio. Habría podido, yo, oír todos los ruidos de la Creación, sin embargo no oía más que el rumor refrigerante del aire acondicionado, el rascante tatuaje de la pluma maorí sobre el papel blanco y el viento fenomenal que creaba en sus tripas de la tarde los gases de la digestión. Habló la esfingerente.
—¿Cuánto gana ustez?
—Veinticinco a la semana.
Hubo otro silencio que me pareció definitivo. Esta vez le tocaba el turno al olfato, pero apenas había que oler sino el tenue aroma comercial de la Guerlain en el pañuelo azul, que salía como raya del horizonte sartorial un poco más arriba de la costa del bolsillo de la pechera. Creo que fue entonces, por simpatía metafórica, que comencé a mirar con ojo atento la obra maestra de la litografía que maridaba el grabado cartográfico, los temas exóticos y la mariconería. Su mano actual, ya hecha (ante aquel objetivo tonsorial mis manos eran el feto impensado de una mano y la mano del artista anónimo que grabó con perfección la escena de tragedia romántica que un día será alegoría, esa mano hecha ya polvo y olvido, era la no idea de una mano, según el concepto de una mano que tiene su manicura) empuñaba grotesca la pluma como una espada comercial y ambas subían y bajaban con precisión falsa por gratuita. De no haber sido ése el comienzo del momento de la vista y de las reflexiones marinas, habría oído los rumores de la suma, ya que tengo tan buen oído como ojo. En realidad, si fuera más modesto yo sería el autor de Cuadros en una Exposición y no Mussorgsky. Un movimiento visiblemente sonoro me sacó de esta ilusión digna (o calcada) de Bustrófedon.
Solaún y Zuleta, Viriato-Senador vitalicio de la República, hombre de negocios presidente de honor del Centro Vasco y del Centro de Dependientes, socio fundador del Habana Yacht Country Club, primer accionista de Parelimport y administrador gerente de Publicaciones Solaz, S. A., que en la Guía Social de La Habana era una página entera, con hijos, hijas, nueras, yernos y nietos y sobrinos y sobrino-nietos, convenientemente ilustrada con fotos del grupo familiar, habló de nuevo y por fin:
—¿Veinticinco a la semana? Pero hombre, Ribot, eso son cien pesos al mes.
Antes de tocar me miré las manos: tenía una medialuna negra en cada uña. Bajé las escaleras otra vez. Era la segunda vez que lo hacía. La otra vez vi que tenía los zapatos llenos de fango y bajé a limpiarlos en la calle. Lo que fue una mala idea después de todo. El zapato izquierdo casi soltó el tacón y tuve que asegurarlo taconeando como un vesánico en la acera. No conseguí apretar el tacón, pero sí que una vieja que paseaba un perro se parara a verme desde la acera de enfrente. «Soy la respuesta cubana a Fred Astaire», le grité, pero hizo como si no oyera: fue el perro quien respondió ladrando como otro loco más en aquel pedazo tranquilo de calle. Ahora busqué abajo hasta que encontré un palito y me limpié las uñas con cuidado. Volví a subir los escalones de mármol, lentamente, mirando con atención el jardín cuidado, admirando la blanca fachada de piedra de cantería. Cuando llegué arriba pensé que lo mejor era volver otro día, pero ya tenía agarrado el aldabón y además, ¿podría volver? Casi no tenía fuerzas hoy.
Llamé una vez. Quise llamar suave, con cuidado, pero el llamador se me fue de la mano y sonó como un tiro: era un trozo, pesado, de bronce. No venía nadie. Mejor que me vaya. Volví a llamar, esta vez dos veces, más suave. Creo sentir que venía alguien, pero la puerta se abrió mucho después. La abrió un tipo de uniforme.
—¿Qué quieres —me dijo, como diciéndome que había llamado tres veces de más, y añadió con un tono que estaba sin duda más cerca del desprecio que del amor—: Tú?
Empecé a buscar en los bolsillos el papel que traía. No lo encontraba. Saqué una transferencia y la dirección del profesor de dicción y fonética Edelmiro Sanjuán y la última carta de mi madre, sin sobre, arrugada. ¿Dónde metería el papelito? El hombre estaba esperando y parecía más capaz de cerrarme la puerta en la cara que de tener paciencia. Lo encontré al fin y se lo di y lo cogió con un gesto antiséptico. Creyó que ahí acabaría todo. Le dije para quien era y que tenía respuesta.
—Espere aquí —me dijo y cerró la puerta. Miré bien el aldabón. Era la amputada garra de un león de bronce, que con largas uñas de bronce apretaba una bola de bronce. Debía ser importado del Bronx. Oí que unos niños jugaban en algún lado, gritando nombres. En los árboles del parque había un pájaro cantando tiatira tiatira con un graznido. No hacía calor, aunque parecía que iba a llover por la tarde. La puerta se abrió de nuevo.
—Que pase —dijo el tipo, contra su voluntad.
Cuando entré lo primero que sentí fue un olor, sabroso, a comida. Pensé, si me invitaran a almorzar. Hacía por lo menos tres días que no comía más que café con leche y algunas veces pan con aceite. Vi frente a mí un hombre joven (cuando entré estaba a mi lado, pero me volví) de aspecto cansado, pelo revuelto y ojos opacos. Estaba mal vestido, con la camisa sucia y la corbata que no anudaba bien separada del cuello sin abrochar sin botón. Le hacía falta afeitarse y por los lados de la boca le bajaba un bigote lacio y mal cuidado. Levanté la mano para dársela, al tiempo que inclinaba un poco la cabeza y él hizo lo mismo. Vi que sonreía y sentí que yo también sonreía: los dos comprendimos al mismo tiempo: era un espejo.
El tipo (¿qué era: un mayordomo, secretario, el guardaespaldas?) me esperaba todavía al terminar el pasillo. Parecía impaciente o quizás aburrido.
—Dice que se siente —dijo y me indicó una puerta que se abría a la izquierda como la sola escapatoria a la oscuridad del salón, donde presentí jarrones con flores artificiales, sillones mullidos, una mesa con revistas. La puerta abierta anticipaba la acogida del otro salón, iluminado. (Desde el salón oscuro me dio la impresión de que era luminoso). Entré. Vi que la luz se colaba por las ventanas: dos grandes puerta-ventanas abiertas de par en par. Había un sofá de paja manila tejida, complicado y una butaca de cuero marrón y un sillón Viena, y también un secreter de maderas preciosas y creo que una espineta o un piano barroco. De las paredes colgaban cuadros en marcos laboriosos. No vi su asunto o los colores porque la demasiada luz brillaba en el barniz y los velaba. Creo que había otros muebles y antes de sentarme con la definida impresión de que entraba en un anticuario sucedieron tres cosas simultáneamente o una muy cerca de la otra. Oí un sonido vibrante, tenso y luego, estruendosa, una palmada, oí un disparo y vi cómo una mano y un brazo uniformado cerraban la puerta.
Me senté pensando que alguien llamaba afuera y cuando estuve cómodo (me di cuenta que estaba realmente fatigado, casi con náuseas) vi el angelito. Era una estatua de baccarat o de biscuit o de porcelana opaca, sobre un pedestal del mismo material o de yeso. Era un ángel fuerte, con un halo arriba y detrás. Tenía en una mano un libro abierto y el pie izquierdo sobre un manto de rocas y el derecho en la base, que debía figurar la tierra, y una sola mano levantada al cielo. Lo que más me llamó la atención fue el librito color de turrón (la estatuita era policromada), con aspecto de mazapán, casi comestible. Sentí tal hambre (esa mañana no había tomado más que un café solo en la esquina) que me habría comido el librito si el ángel me lo hubiera ofrecido. Decidí olvidarlo.
Aunque lo habría olvidado sin decidirlo, porque la puerta se abrió y apareció una muchacha, una mujer muy joven, que me miró sin extrañarse. Estaba mojada de pies a cabeza, es más, chorreaba agua por el pelo negro encolado al cráneo, a la cara y por brazos y piernas. Tenía una cara de pómulos altos, anchos, con una barbilla cuadrada, partida en la punta, una boca larga, gruesa, la nariz chata, de puente alto y los ojos grandes y negros y pestañas y cejas más negras todavía. Hubiera sido bella, si no fuera por la frente que era demasiado alta y abombada y masculina. Sacaba la lengua para chupar el agua o para mitigar el es fuerzo de atarse la parte de arriba del bikini amarillo que llevaba por toda ropa. Perdió uno de los cordones del lazo y aguantó el ajustador con la axila derecha, mientras dejaba la mano izquierda atrás. Era de estatura media, de muslos arqueados delante y piernas llenas. Estaba muy tostada, aunque nunca fue blanca. Miró de nuevo, con la mandíbula pegada al pecho, como si sujetara una imaginaria toalla elusiva con la quijada.
—¿Vite a Grabiel? —me preguntó y debió ver sólo mi asombro, porque dio media vuelta y sin esperar la respuesta se fue, dejando la puerta abierta. Vi que se quitaba el sostén de la trusa finalmente. Tenía una espalda larga, tostada y brillante, con una canal de carne honda que bajaba hasta el pantalón. Me levanté y cerré la puerta. Antes de cerrarla oí otro aldabonazo, otro disparo.
No me había sentado, cuando de nuevo la puerta se abrió. Casi pensé, otro visitante inesperado, pero no, no lo pensé finalmente: era él. Traía mi papel en la mano. Me miró o trató de mirarme, porque yo estaba de pie entre él y las ventanas abiertas. No me saludó, sino que levantó el papel en la mano.
—Esto es-s su-suyo —no lo dijo ni lo preguntó, pero no me extrañó su tono mediocre ni el tartamudeo (inesperado: yo esperaba otra voz, tal vez más autoritaria o más viril: se contaban de él tantas historias que parecían siempre leyendas o chismes) ni que caminara hacia mí con el papel levantado como un índice indagador ni que no me tuteara (todos lo habían hecho en la casa) ni fuera insolente: lo que me pasmó fue que trajera en la mano izquierda una larga, negra pistola. Avanzó hasta mí y pensé tenderle la mano y estrechar la suya, ¿pero cuál? Siguió hasta la ventana y la cerró: con ella tapó las voces de los niños, el canto y graznido del pájaro y la luz: la tarde. Luego se sentó en frente. Se dio cuenta de que no lo miraba, que me fascinaba el arma en su mano.
—Tiro al blanco —dijo, sin explicar nada. No era joven, tampoco era viejo: estaba envejecido. Nunca lo había visto en persona: nada más que en la televisión, de pasada, comiendo perros calientes uno tras otro, mientras anunciaba una marca de salchichas. Eso ocurrió hace tiempo y ahora era una celebridad, un magnate, un líder político. Los perros los comía de verdad, porque estaba gordo, indecentemente. Vestía un pull-over blanco y shorts azul celeste y alpargatas de fantasía de color azul marino. Llevaba espejuelos y un bigote despeluzado («inglés», decían los periódicos al describirlo) y tenía el pelo más rizo y más claro que en la televisión. Se parecía a Groucho Marx, pero se veía bien que tenía de negro. «Un ruso», me dijo alguien. «Un mulato ruso». Sus ojos eran pequeños y mezquinos, también astutos.
—Así que tú eres el hijo de María —dijo ahora, sin declarar nada.
—Así dicen —dije yo, sonriendo. No me sonrió.
—Tú quieres algo.
—Sí —le dije—. Quiero una orientación.
—¿Cómo? —era su primera pregunta. Iba a responder cuando oí que de mi boca salía un chorro de música: violento, incontenible, rítmico. Era un rocanrol que sonaba en alguna parte de la casa, debajo de mi asiento, creo. No esperó a encontrar la fuente de la música: sabía más. Se levantó y se disparó hacia la puerta. La abrió con la mano derecha (me pregunté dónde habría dejado el papelito) y gritó, gesticulando con la otra mano y la pistola, vociferando por encima de la música que entraba por la puerta comprimiendo todo el aire contra el fondo del cuarto:
—¡Maga!
La música seguía su ritmo ondulante, bárbaro.
—¡Maga!
Creo que oí una voz humana por entre las guitarras eléctricas, los saxofones en celo y los aullidos de algún Elvis Presley traducido al español.
—¡Magalena cOÑo!
La música bajó y se quedó como un fondo discreto para aquella dulce voz inocente.
—¿Qué Pipo? Tan pronto como dijo Pipo supe que él no era su padre.
—Esa cosa —dijo él.
—¿Cuála? —dijo ella.
—La música. —¿Qué pasa con la música? ¿No te gusta?
—Sí vidita, pero no tan alto, plis.
—Yestá bajita —dijo ella, siempre una voz en algún lugar de la casa.
—Bien —dijo él y cerró la puerta.
Volvió a sentarse y volvió a mirarme. Esta vez noté algo raro en su mirada. No raro, sino esquinado. Traté de hacerle recordar el punto en que el discurso musical sustituyó mi nota biográfica.
—Pues sí: necesito una orientación.
—Pero de qué clase —dijo él, de nuevo apagada su voz, chata.
—No sé. No sé, realmente, qué hacer con mi vida. No pude seguir en el pueblo. Allá no hay futuro para nadie. – Y qué vas hacer.
—Eso quiero saber. Querría que usted me ayudara. Quisiera estudiar.
No lo pensó mucho.
—Dónde. Escuelas hay dondequiera. Qué quieres estudiar.
—Teatro. —¿Actor, tú?
—No, quiero ser escritor de teatro, de tevé.
Dije así, tevé. Me movía el péndulo de la ilusión, entre el ridículo y el hambre.
—Pero tú sabes lo que es esa vida. Hay mucha depravación. Eso no sirve para un muchacho de campo como tú.
—No crea, he corrido mundo. También he escrito.
Debía haberle dicho que corrí el mundo desde mi pueblo hasta La Habana, que aquí terminó mi impulso, que escribí un libro de sonetos y unos cuentos. Pero no se lo dije: el hambre no me dejó: la había aguantado bien hasta este momento, olvidada en el mediodía que cada vez se hacía más caliente dentro del cuarto cerrado. Miré de nuevo al ángel y el hambre creció. Si el libro de mazapán fuera de verdad comestible, si en vez de hojas tuviera hojaldre. Miré al ángel cara a cara. Parecía ofrecerme su libro abierto. Luego lo miré a él y creí ver que sonreía. ¿El hambre beatifica?
—Ah ah s-sí —dijo y me sorprendió que gagueara en dos palabras.
Había conversado conmigo todo este tiempo sin hacerlo. Me di cuenta que me tuteaba, no porque empezara a tutearme ahora sino por el cambiado tono de su voz.
—Sí. ¿No vio el papel? Estaba en verso.
En realidad no vio ni oyó nada.
—¿Qué te parece? —me preguntó con una pregunta.
—¿Qué cosa? —vagamente pensé que hablaba de la poesía.
Se sonrió por primera vez.
—Ella.
—¿Quién?
—Magalena.
Me preguntaba por la muchacha: la que detonaba rocanroles arriba era la misma que se bañaba en la piscina del patio y la que buscaba algún Gabriel que debía ser el tipo de uniforme. Estuve a punto de preguntarle si era su hija, por curiosidad, para ver qué decía. No me dejó preguntar.
—Verdad que está bien.
No sabía qué decir y dije lo más simple.
—Sí claro.
—¿Te gusta?
—¿Ella? ¿A mí?
—¿Quién si no y a quién otro? Pero algo tenía que decir. Lamento decir que eso fue lo que dije.
—Claro, a ti. A mí me gusta mucho, claro.
—A mí, no sé. No la vi bien, apenas la vi.
—Pero ella estuvo aquí, hablando contigo.
—No, ella vino, abrió la puerta, preguntó por un tal Gabriel y se fue sin cerrar la puerta —añadí algo que fue como para morirse de risa, que es mejor que morir de hambre—: Chorreaba agua —pero lo tomó en serio:
—Sí y dejó manchada de agua toda la sala y la escalera y arriba.
Pareció sumirse en una meditación hidráulica, pero volvió al tema inmediato.
—Bueno, te gusta o no te gusta.
—Quizás sí —dije, tímidamente. Soy del campo. Se puso de pie. Algo lo molestaba.
—Bueno, vamos acabar. Qué es lo que tú q-quieres.
—Una ayuda en la vida —creo que me puse dramático—. Estoy cerrado. En el pueblo no puedo seguir. Aquí estoy sin dinero, llevo días enteros a café con leche nada más. Si no me ayudan no me queda más que el suicidio, porque a mi pueblo yo no vuelvo.
—Tu nombre es Antonio.
Pensé que me preguntaba.
—No, Arsenio.
—No, digo que tu verdadero nombre es Antonio, que tú eres San Antonio.
—No entiendo. ¿Por qué?
—Ya entenderás. Tú quieres una ayuda.
—Sí —dije.
—Bueno, te la voy a dar —dijo y levantó la pistola y apuntó para mí.
Estaba a menos de dos metros. Disparó. Sentí un golpe en el pecho y un empellón en el hombro y una patada salvaje en la boca del estómago. Luego oí los tres disparos que me parecieron llamadas a la puerta. Me aflojé todo y caí para delante, sin ver ya, mi cabeza golpeando, duro, el brocal de un pozo que había en el suelo y caía dentro.