Ekué era sagrado y vivía en un río sagrado. Un día vino Sikán al río. El nombre de Sikán podía querer decir mujer curiosa o nada más que mujer. Sikán, como buena mujer, era no sólo curiosa, sino indiscreta. Pero ¿es que hay algún curioso discreto?
Sikán vino al río y oyó el ruido sagrado que solamente conocíamos unos cuantos hombres de Efó. Sikán oyó y oyó y luego contó. Lo dijo todo a su padre, quien no la creyó, porque Sikán contaba cuentos. Sikán volvió al río y oyó y ahora vio. Vio a Ekué y oyó a Ekué y contó a Ekué. Para que su padre la creyera persiguió al sagrado Ekué con su jícara (que era para tomar el agua) y alcanzó a Ekué, que no estaba hecho para huir. Sikán trajo a Ekué al pueblo en su jícara de beber agua. Su padre la creyó.
Cuando los pocos hombres de Efó (no hay que repetir sus nombres) vinieron al río a hablar con Ekué no lo encontraron. Por los árboles supieron que lo hicieron huir, que lo habían perseguido, que Sikán lo atrapó y llevó a Efó en la jícara del agua. Esto era un crimen. Pero dejar que Ekué hablara sin tapar los oídos profanos y contar su secreto y ser una mujer (apero ¿quién si no podía hacer semejante cosa?) era más que un crimen. Era un sacrilegio.
Sikán pagó con su pellejo la profanación. Pagó con su vida, pero también pagó con su pellejo. Ekué murió, algunos dicen que de vergüenza por dejarse atrapar por una mujer o de mortificación al viajar dentro de una jícara. Otros dicen que murió sofocado, en la carrera no estaba, definitivamente, hecho para correr. Pero no se perdió el secreto ni el hábito de reunión ni la alegría de saber que existe. Con su piel se encueró el ekué, que habla ahora en las fiestas de iniciados y es mágico. La piel de Sikán la Indiscreta se usó en otro tambor, que no lleva clavos ni amarres y que no debe hablar, porque sufre todavía el castigo de los lengua-largas. Tiene cuatro plumeros con las cuatro potencias más viejas en las cuatro esquinas. Como es una mujer hay que adornarlo lindo, con flores y collares y cauris. Pero sobre su parche lleva la lengua del gallo en señal eterna de silencio. Nadie lo toca y solo no puede hablar. Es secreto y tabú y se llama seseribó.
Rito de Sikán y Ekué
(de la magia afrocubana).
I
Los viernes no tenemos cabaré, así que tenemos la noche libre y este viernes parecía el día perfecto porque abrían de nuevo esa noche la pista al aire libre del Sierra. De manera que, lucía correcto darse un salto hasta allá a oír cantar a Beny Moré. Además esa noche debutaba en el Sierra Cuba Venegas y yo debía de estar allí. Ustedes saben que yo fui quien descubrió a Cuba, no Cristóbal Colón. Cuando la oí por primera vez, yo había vuelto a tocar de nuevo y dondequiera estaba oyendo música, de modo que tenía el oído en la perfecta. Yo había dejado la música por el dibujo comercial, pero también ganaba poco en esa agencia de anuncios, que era más bien una agencia de epitafios, y como había un montón de cabarés y de nite-clubs abriéndose, inaugurándose, pues saqué mi tumba del do-set (una tumba en una tumba, que es un chiste que yo repito a cada rato y siempre que lo repito me acuerdo de Innasio, Innasio es Innasio Piñero, quien escribió esa rumba inmortal que dice que un amante dolido y maltratado y vengativo puso una inscripción en la tumba de su amada (hay que oír esto en la voz del propio Innasio) que es la copia de una rumba: (No la llores, enterrador: no la llores, que fue la gran bandolera, enterrador, no la llores) y comencé a practicar fuerte y a darle a los cueros y en una semana estaba sacando el sonido parejito, dulce, sabroso y me presenté a Barreto y le dije: «Guillermo, quiero volver a tocar».
La cosa que Barreto me consiguió trabajo en la segunda orquesta del Capri, esa que toca entre show y show y cuando termina el último show, para que la gente baile (los que les gusta el baile) o se maten en ritmo o revienten callos al compás del seis por ocho. A escoger.
Fue así que yo estaba oyendo cantar por la ventana y me pareció que aquella voz tenía su cosa. La canción (que era Imágenes, de Frank Domínguez: ustedes la conocen: esa que dice, Como en un sueño, sin yo esperarlo te me acercaste y aquella noche maravillosa…), en fin la voz salía de los bajos y luego vi que detrás de ella salía una mulata alta, de pelo bueno, india, que entraba y salía al patio y tendía ropa. Adivinaron: era Cuba, que entonces se llamaba Gloria Pérez y claro, yo, que no he trabajado por gusto en una publicitaria, se lo cambié para Cuba Venegas, porque nadie que se llame Gloria Pérez va a cantar nunca bien. De manera que esa mulata que se llamaba Gloria Pérez es ahora Cuba Venegas (o al revés) y como ella ahora está en Puerto Rico o en Venezuela o qué sé yo dónde y no voy a hablar de ella ahora, puedo contarles esto así de pasada.
Cuba pegó enseguida: el tiempo que le tomó pelearse conmigo a tiempo y empezar a salir con mi amigo Códac, fotógrafo de moda ese año y después con Piloto y Vera (primero con Piloto y luego con Vera) que tienen dos o tres buenas canciones, entre ellas Añorado encuentro, que Cuba hizo su creación. Finalmente se puso a vivir con Walter Socarrás (Floren Cassalis dijo en su columna que se casaron: yo sé que no se casaron, pero eso no tiene la menor importancia, como diría Arturo de Córdova), que es el arreglista que se la llevó de jira por América Latina y era quien estaba dirigiendo desde el piano la orquesta del Sierra esa noche. (Eso tampoco tiene la menor importancia). De manera que me fui al Sierra a oír cantar a Cuba Venegas, que tiene una voz muy linda y una cara muy bonita (Cubita Bella, le dicen en broma) y tremenda figura en la escena, a esperar que me viera y me guiñara un ojo y me dedicara No me platiques.
II
Estaba en el Sierra precisamente tomando en la barra, hablando un poco con el Beny. Déjenme hablar del Beny. El Beny es Beny Moré y hablar de él es como hablar de la música, de manera que déjenme hablar de la música. Recordando al Beny recordé el pasado, el danzón Isora en que la tumba repite un doble golpe de bajo que llena todo el tiempo y derrota al bailador más bailador, que tiene que someterse a la cadencia inclinada, casi en picada, del ritmo. Ese golpe carcelero del bajo lo repite Chapottín en un disco que anda por ahí, grabado en el cincuentitrés, el montuno de Cienfuegos, un guaguancó hecho son y ahí sí que el bajo juega un papel dominante. Una vez le pregunté al Chapo que cómo lo hacía y me dijo que fue (larga vida a los dedos de Sabino Peñalver) improvisado en el momento mismo de la grabación. Solamente así se hace un círculo de música feliz en la cuadratura rígida del ritmo cubano. De eso hablaba con Barreto en Radio Progreso un día, en una grabación, donde él tocaba la batería y yo repicaba con mi tumba y a veces me cruzaba. Barreto me decía que había que quebrar el cuadrado obligatorio del ritmo, que siempre tiene que cuadrar, y yo le puse de ejemplo al Beny, que en sus sones, con su voz, se burlaba de la prisión cuadrada, planeando la melodía por sobre el ritmo, obligando a su banda a seguirlo en el vuelo y hacerla flexible como un saxo, como una trompeta ligada, como si el son fuera plástico. Me acuerdo cuando toqué en su banda, sustituyendo al batería, que era amigo mío y me pidió que ocupara su lugar porque quería tener la noche libre ¡para irse a bailar! Era del carajo estar detrás del Beny, él vuelto de espaldas, cantando, moneando, haciendo volar la melodía por sobre nuestros instrumentos clavados al piso, y entonces verlo virarse y pedirte el golpe en el momento preciso. ¡Ese Beny!
De pronto el Beny me da un golpe en el hombro y me dice: «¿Qué, socio? ¿La ninfa esa es cosa suya?». Yo no sabía a qué se refería el Beny y como uno no sabe a qué se refiere el Beny casi nunca no le presté mucha atención, pero miré. ¿Ustedes saben lo que vi? Vi una muchacha, casi una muchachita, como de 16 años, que me miraba. En el Sierra afuera o adentro siempre está oscuro, pero yo la estaba viendo desde la barra y ella estaba del otro lado, de la parte de afuera y había un cristal por el medio. Vi bien que estaba mirando para mí y mirando bien, de manera que no había ninguna duda. Además vi que me sonrió y yo me sonreí también y entonces dejé al Beny con su permiso y me llegué hasta la mesa. Al principio no la reconocí porque estaba muy tostada por el sol y tenía el pelo suelto y se veía hecha toda una mujer. Llevaba un vestido blanco, casi cerrado por el frente, pero muy escotado por detrás. Muy, muy, escotado, de manera que se le veía toda la espalda y era una espalda linda lo que se veía. Me sonrió de nuevo y me dijo: «¿No me reconoces?». Y entonces la reconocí: era Vivian SmithCorona y ya ustedes saben lo que significa ese doble apellido. Me presentó a sus amigos: gente del Habana Yatch-Club, gente del Vedado Tennis, gente del Casino Español. Era una mesa grande. No sólo era larga del largo de tres mesas unidas, sino que había unos cuantos millones sentados en las sillas de hierro marcando algunas nalgas que eran prominentes social y físicamente. Nadie me hizo mucho caso y Vivian venía de casi-chaperona, de manera que pudo hablar conmigo un rato, yo de pie y ella sentada y como nadie me ofreció un sitio, le dije:
—Vámonos afuera —queriendo decir a la calle, donde sale mucha gente a hablar y a respirar el humo caliente y hediondo de las guaguas cuando hay mucho calor adentro.
—No puedo —me dijo ella—. Vengo de cháper. —¿Y eso qué?— le dije.
—No pu-e-do —me dijo, finalmente.
No sabía qué hacer y me quedé allí indeciso, sin irme ni quedarme. —¿Por qué no nos vemos más tarde?— me dijo ella hablando entre dientes.
Yo no sabía qué quería decir exactamente con más tarde.
—Más tarde —me dijo—. Cuando me dejen en casa. Papi y mami están en la finca. Sube a buscarme.
III
Vivian vivía (influencia de Bustrófedon) en el Focsa, en el piso 27, pero no fue allí, tan alto, donde la conocí. La conocí casi en un sótano. Ella vino una noche al Capri con Arsenió Cué y Silvestre, mi amigo. Yo no conocía a Cué más que de nombre y eso ligeramente, pero Silvestre fue compañero mío en el bachillerato, hasta cuarto año cuando lo dejé para estudiar dibujo en San Alejandro, creyendo entonces que me iba a tener que cambiar de nombre para Rafael o Miguel Ángel o Leonardo y que la Enciclopedia Espasa le iba a dedicar un tomo a mi pintura. Cué me presentó a su novia o a su pareja, primero, que era una rubita delgada y larga y sin senos, pero muy atractiva y que se veía que lo sabía, me presentó a Vivian y finalmente me presentó a mí a ellas. Fino el hombre, teatralmente así. Las presentaciones las hizo en inglés y para mostrar que era contemporáneo de la ONU se puso a hablar en francés con su novia o marinovia, o lo que fuera. Esperé que cambiara para alemán o ruso o italiano a la menor provocación, pero no lo hizo. Siguió hablando francés o inglés o los dos idiomas al mismo tiempo. Estábamos (todos los parroquianos) haciendo bastante ruido y el show seguía andando, pero Cué hablaba su inglés y su francés por encima de la música y por encima de la voz humana cantando y por encima de ese ruido entre fiestas de quince y banquete y barra que hay en los cabarés. Ellos dos parecían muy preocupados en demostrar que podían hablar franglés y besarse al mismo tiempo. Silvestre miraba el show (más bien las bailarinas del show todas llenas de piernas y de muslos y de senos) como si lo viera por primera vez en su vida. La fruta del mercado ajeno. (De nuevo B). Olvidaba esta real belleza de al lado por el espejismo de la belleza en el escenario. Como yo me sabía esas caras y esos cuerpos y esos gestos como se sabe la anatomía Vesalio y como soy un correoso beduino de este desierto del sexo, me quedé en el oasis, dedicándome a mirar a Vivian, que estaba frente a mí. Ella miraba el show, pero bien educadita la niña, se las arreglaba para no darme la espalda y vio que yo la miraba (tenía que verlo porque yo casi tocaba su blanca piel vestida, con mis ojos) y se viró para hablarme.
—¿Cómo me dijo que se llamaba? No oí su nombre.
—Eso pasa siempre.
—Sí, las presentaciones son como los pésames, murmullos sociales.
Le iba a decir que no, que eso siempre me pasa a mí, pero me gustó su inteligencia y más que esto, su voz, que era suave y mimada y agradablemente baja.
—José Pérez es mi nombre, pero mis amigos me dicen Vincent.
No pareció entender, sino que se extrañó. Tanto que me dio pena. Le expliqué que era una broma, que era la parodia de una parodia, que era un diálogo de Vincent van Douglas en Sed de Vivir. Me dijo que no la había visto y me preguntó que si era buena y le contesté que la pintura sí pero la película no, que Kirk Fangó pintaba mientras lloraba y al revés y que Anthony Gauquinn era un bouncer del Saloon de Rechazados, pero que de todas maneras esperara a saber la opinión profesional y sabia y sesuda de Silvestre mi amigo. Finalmente le dije mi nombre, el verdadero.
—Es bonito —me dijo. No se lo discutí.
Parecía que Arsenio Cué estaba oyéndolo todo porque se soltó de uno de los brazos de pulpo huesudo de su novia y me dijo:
—Why don’t you marry?
Vivian se sonrió, pero fue una risa automática, una sonrisa de mención comercial, una mueca en broma.
—Arsen —dijo su novia.
Miré a Arsenio Cué que insistía.
—Yes yes yes. Why don’t you marry?
Vivian dejó de sonreír. Arsenio estaba borracho, insistiendo con su índice y su voz. Tanto que Silvestre dejó de mirar el show, pero sólo un momento.
—Arsen —dijo su novia, impaciente.
—Why don’t you marry?
Había un pique, una molestia insistente en su voz, como si yo hablara con su novia y no con Vivian.
—Arson —gritó ella ahora. La novia no Vivian. —Es Arsen— le dije yo.
Me miró con sus ojos azules y furiosos, descargando sobre mí la impaciencia que era de Cué.
—Ça alors —me dijo—. Cheri, viens. Embrassez-moi —eso se lo dijo a Arsenio Cué, por supuesto.
—Oh dear —dijo Cué y se olvidó de nosotros todos para hundirse en aquellos cúbitos, en aquellos radios, en aquellas clavículas bilingües.
Trilingües. —¿Qué le pasa?— pregunté. A Vivian.
Ella los miró y me dijo:
—Nada, que quieren convertir al español en una lengua muerta.
Nos reímos los dos. Me sentí bien y ahora era no solamente por su voz. Silvestre dejó el show de nuevo, nos miró muy serio y volvió a mirar el tren de senos, piernas y muslos que marcaba una conga viajera por una ilusoria vía férrea de música y color y escándalo. El número se llamaba El trencito del amor y tenía música de La ola marina.
—Vamos a ver la ola marina, vamos a ver la vuelta que da —dijo Vivian con intención y tocó a la novia de Cué en un brazo.
—Qu’est-ce que c’est?
—Corta el francés —dijo Vivian— y acompáñame. —¿A dónde?— dijo la novia de Cué.
—Yes where? —dijo Cué.
—Al pipi-room, cherís —dijo Vivian. Se levantaron ellas y no bien se fueron Silvestre le dio la espalda atenta al show y casi gritó, dando golpes en la mesa con la mano:
—Ésa se acuesta. —¿Quién?— dijo Cué.
—Tu no-via no, la otra, Vivian. Ésa se acuesta.
—Ah yo creía —dijo Cué y nunca sospeché que fuera un puritano, pero añadió a tiempo— porque si era con Sibila —ése era el nombre de la novia o lo que fuera de Arsenio Cué que me pasé toda la noche hasta ahora tratando de recordar— la cosa cambia —dijo y se sonrió. Creo— Se acuesta, pero con Menda —queriendo decir con él, con Cué.
—No Sibila no —dijo Silvestre.
—Sí Nobila sí —dijo Cué.
Estaban borrachos los dos.
—Yo digo que ésa se acuesta —dijo Silvestre otra vez. Iban tres.
—Todas las noches y en su cama —dijo Cué con más eses de la cuenta en la voz.
—No se acuesta, se acuesta, ¡se acuesta coño!
Me pareció mejor meterme por medio.
—Bueno, sí, viejito, se acuesta y se acuesta. Ahora es mejor mirar el show o nos van a botar.
—Nos sacan —dijo Cué.
—Nos sacan o nos botan. Es igual.
—No, no es igual —dijo Cué.
—No es igual no —dijo Silvestre.
—A nosotros nos sacan de aquí —dijo Cué— pero a ti es al que botan.
—Es verdad —dijo Silvestre.
—Es verdad que es verdad —dijo Cué y se echó a llorar. Silvestre trataba de calmarlo, pero en ese momento salía a escena Ana Gloriosa a hacer su número y él no se iba a perder aquella exhibición de piernas y senos y picardía capaz de insinuarlo casi todo. Cuando regresaban Vivian y Sibila el show se acababa y Cué seguía llorando a moco tendido en la mesa.
—¿Qué le pasa? —preguntó Vivian.
—Qu’est qu’il y a cheri? —dijo Sibila abalanzándose sobre su novio en lágrimas.
—Tiene miedo de que me boten —le dije a Vivian.
—Sí si seguimos haciendo estas escenas —dijo Silvestre y sobre su voz Vivian dijo, Fuera de la escena— nos van a sacar para afuera a todos nosotros —dijo y trazó una circunferencia excéntrica con el dedo borracho— y a éste —y apuntó una flecha errática con el índice para mí— lo botan de su trabajo, el pobre.
Vivian hizo tch tch tch con su boca fruncida en falsa congoja y diversión real y Silvestre la miró de frente y casi levantó otra vez la mano con que insistía en la facilidad erótica de Vivian, pero se volvió a ver pasar a una de las coristas rumbo a la calle y al olvido de la noche. Cué lloró más todavía. Cuando me iba hacia la orquesta estaba llorando ahora acompañado por Sibila, que también estaba borracha, y dejé la mesa flotando en un mar de llanto (de Arsenio Cué Cía.) y de consternación (de Silvestre) y de risa sofocada (de Vivian) y vine para el escenario que ya bajaron hasta ser una pista de baile.
Cuando me pongo a tocar me olvido de todo. De manera que estaba picando, repicando, tumbando, haciendo contracanto o concertando con el piano y el bajo y apenas distinguía la mesa de mis amigos los plañideros y los tímidos y los divertidos, que quedaron en la oscuridad de la sala. Seguí tocando y de pronto veo que en la pista estaba bailando Arsenio Cué, nada lloroso, con Vivian todavía divertida. No me imaginaba que ella bailara tan bien, tan rítmica y tan cubana. Cué, por su parte, se dejaba llevar, mientras fumaba un cigarro kingsize en una boquilla negra y metálica y con sus espejuelos negros confrontaba a todo el mundo petulante, pedante, desafiante. Pasaron junto a mí y Vivian me sonrió.
—Me gusta como tocas —me dijo y el tuteo era otra sonrisa.
Pasaron muchas veces y terminaron por bailar junto a mi zona. Cué estaba borracho-borracho y ahora se quitó los espejuelos para guiñarme un ojo y se sonrió y me guiñó los dos ojos, y, creo, me dijo hablando con los labios nada más, Se acuesta se acuesta. Finalmente se acabó el número, que era ese bolerón, Miénteme. Vivian bajó primero y Cué se me acercó y me dijo, bien claro, al oído: —Ése se acuesta— y se rió y me señaló a Silvestre que dormía sobre la mesa, su cuerpo chato y chino chiquito envuelto en un traje de seda cruda que parecía caro aun a esa distancia, azul echado sobre el mantel blanco. En la próxima pieza Arsenio Cué bailó (es un decir) con Sibila, que también daba tumbos por lo que ahora parecía él bailar mejor o menos mal que con Vivian. Mientras yo sonaba los cueritos vi que ella (Vivian) no me quitaba los ojos de encima. La vi levantarse. La vi caminar hasta el estrado y se quedó allí junto a la orquesta.
—No sabía que tocabas tan bien —me dijo cuando terminó la pieza.
—Ni bien ni mal —le dije—. Lo suficiente para ganarme la vida.
—No, tocas muy bien. Me gusta.
No dijo si le gustaba que tocara o que tocara bien o si le gustaba yo tocando bien. ¿Sería una beata musical? ¿O de la perfección? ¿Hice alguna seña o indicación delatora?
—En serio —me dijo—. Ya quisiera tocar yo como tú.
—No te hace falta.
Movió la cabeza. ¿Era una beata? Pronto lo sabría.
—A las niñas del Yacht no les hace falta tocar el bongó.
—Yo no soy una niña del Yat —dijo y se fue y no supe dónde le dolía. Pero seguí tocando.
Seguía tocando y tocando vi a Arsenio Cué llamar al camarero y pedir la cuenta tocando y tocando despertar a Silvestre y vi al prieto escritor levantarse y empezar a salir con Vivian y Sibila cogidas de los brazos y tocando Cué estaba pagando él solo bastante y tocando regresó el camarero y Cué le dio una propina tocando que pareció buena por la cara del camarero satisfecha tocando y lo vi irse a él también y reunirse todos en la puerta y el botones abrir las cortinas y tocando salieron por la sala de juego roja y verde y bien alumbrada y la cortina cayó sobre, detrás de ellos tocando. No me dijeron ni hasta luego. Pero no me importó porque estaba tocando y seguía tocando y todavía iba a seguir tocando un buen rato.
IV
Antes de esta noche del Sierra vi muy poco a Vivian, pero vi bastante a Arsenio Cué y a mi amigo Silvestre. No sé por qué pero los vi. Un día yo salía de un ensayo (creo que era un sábado por la tarde) y me encontré con Cué solo que venía por la calle 21, asombrosamente a pie. Hacía mucho calor esa tarde y aunque estaba nublado hacia el sur no parecía que fuera a llover, pero Cué tenía puesta una capa de agua (para él, su imper) y venía fumando en boquilla y caminando con su difícil paso zambo y echando humo por la nariz, por las dos, que era una doble columna gris que le salía ostentosa sobre el labio. Me acordé del dragón chiflado. Un dragón no tan chiflado que siempre llevaba espejuelos negros y un cuidado bigote.
—No se puede aguantar este sol —me dijo como saludo.
—Te debes estar ahogando —le dije y le señalé la capa.
—Con la capa y sin la capa, con ropa o sin ropa, no hay quien aguante este clima.
Éste era su tema musical. Con él iniciaba sus diatribas sonoras contra el país, la gente, la música, los negros, las mujeres, el subdesarrollo. Todo.
Se despedía con el mismo tema en su voz resonante de actor. Ese día me dijo que Cuba (no Venegas, la otra) era solamente habitable para las plantas y los insectos y los hongos, para la vida vegetal o miserable. La prueba era la pobre vida animal, que encontró Colón al desembarcar. Quedaban los pájaros y los peces y los turistas. Todos ellos podrían salir de aquí cuando quisieran. Al terminar me dijo, sin transición: —¿Quieres venir conmigo al Focsa?— ¿Hacer qué?
—Nada. Dar una vuelta por la piscina.
No sabía si ir o no. Estaba cansado y me dolían los dedos por sobre el esparadrapo protector y hacía calor y no es nada cómodo ir vestido a una picina a pararse en el borde, cuidando de no mojarse la ropa y desde allí mirar a la gente como si fueran peces en el acuario. No tenía ganas aunque hubiera sirenas. Le dije que no.
—Va a estar Vivian —me dijo.
La picina del Focsa estaba llena, sobre todo de niños. Vimos a Vivían, que nos saludó desde el agua. No se veía más que su cabeza sin gorro, con el pelo pegado al craneo y a la cara y al cuello. Parecía una niña. Pero cuando salió no era una niña. Estaba un poco tostada por el sol y tenía un brillo tenso sobre los hombros y en los muslos que se veía muy diferente de la blancura lechosa que salía de su traje negro la noche que la conocí. Tenía el pelo más ru bio, también. Me pidió un cigarro, mientras me respondía, sin rencor, todo, creo, echado en el alcohol del olvido:
—Estoy aquí metida todo el día, mañana y tarde. De niñera —dijo y con un brazo señaló a la picina con más fiñes que agua. Cuando le di candela, me cogió la mano y la llevó al cigarro. Tenía una mano larga y huesuda y ahora arrugada, desteñida por el agua. Era una mano que me gustaba y más me gustaba todavía que cogiera toda mi mano mientras encendía el cigarro y la acercaba a sus labios gordos, largos.
—Hay mucho aire —me dijo.
Cué se había ido al otro lado de la picina a hablar con un grupo de niñas que lo reconocieron. ¿Le pedirían un autógrafo? Ellas estaban sentadas en el borde, con los pies chapoteando en el agua y los muslos mojados, brillantes. Nada más que charlaban. Vivian y yo caminamos hasta un banco de cemento y nos sentamos en una mesa de concreto debajo de una sombrilla de metal. Mis pies estaban en un cuadrado de mosaicos verdes que simulaban ser el césped. Me quitaba los esparadrapos de los dedos y los echaba al bolsillo. Vivian me miraba hacerlo y ahora yo la miré.
—Cué vino a verte y se fue.
Miró a la picina, hacia Cué y su harén de húmedas fanáticas. No hizo falta que señalara, pero tampoco lo hubiera hecho de hacer falta.
—No, él no vino a verme a mí. Vino a que lo vieran. —¿Tú estás enamorada de él?
No se sorprendió de la pregunta, sino que se rió a carcajadas. —¿De Arsen? —se rió más todavía—. ¿Tú le has visto bien la cara?
—No es feo.
—No, feo no es. Algunas muchachas lo consideran lindo. Aunque no tan lindo como él se cree. Pero ¿tú lo has visto sin espejuelos?
—La noche que te conocí —¿me delataba?— que los conocí a ustedes.
—Yo digo de día.
—No recuerdo.
Era verdad. Creo que una o dos veces lo vi trabajando en televisión.
Pero no me fijé en sus ojos. Se lo dije a Vivian.
—No digo en televisión. Allí está actuando y es otro. Digo en la calle.
Míralo bien la próxima vez que se quite los espejuelos.
Sorbió el cigarro como si hiciera una inhalación medicinal y soltó una nube de humo por la boca y la nariz. Interrumpí su aerosol de nicotina y alquitrán.
—Es un actor famoso.
Se quitó para hablar una lombriz de picadura de los labios y de pronto me di cuenta que en Cuba los hombres escupen la basura que se pega a la boca, mientras las mujeres se la llevan con la uña crecida.
—Jamás me enamoraría de un hombre con esos ojos. Mucho menos de un actor.
No dije nada pero me sentí incómodo. ¿Era yo un actor? Me pregunté también cómo me vería ella los ojos. Antes de responderme, Cué regresaba.
Venía preocupado o satisfecho o las dos cosas a un tiempo.
—Vámonos tú —era conmigo. Le dijo a Vivian—: Parece que Sibila no viene hoy.
—No sé —dijo ella y noté o quise notar una presión extra cuando apagaba el cigarro sobre el cemento de la mesa y luego lo tiraba a un rincón.
Se fue hacia la picina. —Hasta luego— nos dijo y mirándome a los ojos me dijo:
—Gracias. —¿Por qué?
—Por el cigarro y el fósforo y —añadió, creo que sin malicia pero dejando un espacio antes— la conversación.
Miré a Cué que se alejaba y no vi más que su espalda encapotada.
Salíamos del patio cuando alguien llamó a gritos.
—Nos llaman —le dije. Era un muchacho que nos hacía señas desde el agua. Se las hacía a Cué porque yo no lo conocía. Cué se volvió—. Es a ti —le dije.
El muchacho hacía movimientos extraños con los brazos y la cabeza y gritaba Arsenio Cuacuacuá. Ahora comprendí. Quería imitar un pato. No sé si Cué entendió la alusión. Creo que sí.
—Ven —me dijo. Volvíamos a la picina—. Es el hermanito de Sibila.
Caminamos hasta el borde y Cué llamó al muchacho, diciéndole Tony.
Nadó hasta nosotros.
—¿Qué?
Era tan joven como Vivian y Sibila. Se agarró al borde de la picina y vi que en uno de los brazos llevaba una manilla de identificación en oro.
Cué habló con lentitud y cuidado.
—El pato eres tú que nadas —había entendido. Me reí. Cué también se rió. El único que no reía era Tony que miraba a Cué aterrado, con una mueca de dolor en su cara. No comprendí porqué y ahora lo supe. Cué le aplastaba los dedos de una mano con el zapato y dejaba caer todo el peso de su cuerpo sobre ellos. Tony gritó, haciendo palanca con las piernas contra la pared de la picina. Cué lo soltó y Tony salió disparado hacia atrás, tragando agua, tratando de nadar con los pies, llevándose la mano a la boca, casi llorando. Arsenio Cué reía, sonreía ahora en el borde. Me sorprendió más que la escena su contento, su satisfacción en la venganza. Pero cuando salía sudaba y se quitó los espejuelos y se secó el sudor que corría por su cara.
Como concesión al calor y a la tarde y al clima llevó la capa en el brazo. —¿Viste?— me dijo.
—Sí —le dije y mientras lo decía traté de verle los ojos.
V
Dije que este cuento no tenía nada que ver con Cuba y ahora tengo que desmentirme porque no hay nada en mi vida que no tenga que ver con Cuba, Venegas. Esta noche de que estoy hablando yo había ido al Sierra con el pretexto de oír a Beny Moré, que es un pretexto muy bueno, porque el Beny es muy bueno, pero en realidad yo había ido a ver a Cuba y Cuba («la prieta más fermosa que ojos humanos vieron», dijo Floren Cassalis) es para los ojos lo que es Beny para el oído: cuando se va a verla hay que verla.
—Pasa pasa —me dijo Cuba hablando a través del espejo del camerino. Se estaba maquillando y tenía puesta una bata por encima de su ropa de escena. Estaba más linda que nunca con los labios botados llenos de rojo húmedo y la sombra azul por encima de los ojos que los hacía más grandes y más negros y más brillantes, y el peinado un poco así a lo Verónica Lake mulata y la pierna cruzada, que salía por entre la bata hasta más arriba de la rodilla, tirante y prieta y suave, casi comestible—. ¿Qué dice Verónica Charquito? —le dije. Se rió, más para enseñar sus grandes, redondos dientes blancos que parecían postizos encima de la encía rosada, de tan parejos que eran.
—Lista para la fiesta —me dijo mientras se alargaba el rabo del ojo con un lápiz negro—. ¿Qué te pasa?
—A mí nada.
Fui y la cogí por los hombros, sin besarla ni nada, pero muy elegante ella, se paró y se quitó la bata y con la bata se quitó mis manos: no me quitó las manos, sino que se desvistió de mí.
—¿Salimos después del show?
—No puedo —me dijo—. Estoy mala.
—Es nada más que ir a Las Vegas.
—Es que me siento con fiebre.
Llegué hasta la puerta y sostuve el vacío que entraba por ella con las manos agarradas al marco. Me impulsé con los brazos para salir, cuando oí que me llamaba.
—Lo siento amor.
Hice alguna señal con la cabeza.
Sic transit Gloria Pérez.
Me fui a encontrar a Vivian tres horas más tarde al Focsa. Cuando entré el portero ya venía hacia mí, pero oí la voz de Vivian que me llamaba.
Estaba sentada en la oscuridad del vestíbulo, quiero decir que estaba sentada en un sofá en la oscuridad.
—¿Qué pasó?
—Que Balbina, la muchacha, estaba despierta cuando subí y bajé a decirte que me esperaras. —¿De qué te ríes?
—De que Balbina no estaba despierta, sino que la desperté yo porque tumbé una lámpara en la oscuridad. Evitando que se despertara, la desvelé por completo y no solo eso, sino que rompí la lámpara que Mami quería mucho.
—El material está ahí… —… lo que ha perdido es la forma. ¿Tú, con esas vulgaridades?
—No te olvides que soy un bongosero.
—Tú eres un artista.
—Del parche entre las piernas.
—Eso es cochino. Parece cosa de Balbina.
—La muchacha —dije yo—. ¿Está mal eso? Peor que dijera la criada.
—No, no lo digo por ella, sino por mí. ¿Es negra?
—Lo que se te ocurre. —¿Es negra o no es negra?
—Sí vaya.
No dije nada.
—No, no es negra. Es gallega.
—Cuando no es una cosa es la otra.
—Tú no eres ni una cosa ni la otra.
—Tú no lo sabes bien, belleza.
—Dime, ¿vamos afuera a tirarnos unos golpes?
Lo dijo en broma claro y entonces vi que por encima del traje de noche, no era más que una niña y recordé el día que fui por el Focsa a ver si la veía (por la tarde, a las cuatro, con el pretexto de merendar en la confitería) y la vi llegar con el uniforme del colegio, de un colegio para niñas ricas, y nadie hubiera pensado que tenía más de trece o catorce años, y cómo ella trató de proteger su cuerpo, su niñez, lo joven que era con los libros del colegio que se puso delante del pecho, encogiendo el cuerpo por la cintura doblada. —¿Tú no sabes que a mí me dicen Bilis the Kid?— le dije y me reí.
Ella se rió un poco falsa no porque no le diera risa, sino porque no estaba acostumbrada a reírse alto y a la vez que quería dejar ver que comprendía el chiste y lo apreciaba y era popular, encontraba vulgar su risa porque alguien le decía que la gente bien no se ríe alto. Si esto luce complicado es porque es complicado para mí.
Ensayé otro chiste:
—O Billy el bilioso.
—Bueno, está bueno ya. Que empiezas y no tienes para cuando acabar. —¿Salimos o no?
—Sí salimos. Pero me alegro de haber bajado, porque el portero no te hubiera dejado entrar. —¿Cómo hacemos?
—Espérame en la esquina del Club 21. Enseguida voy.
Lo cierto es que ya no tenía ganas de salir con ella. No recuerdo si fue porque pensé en el portero o si porque estaba seguro de que no llegaríamos a nada. Entre Vivian y yo había más de una calle que atravesar. Dejé la calle metafórica, crucé la calle de la realidad y pensé en la calle del recuerdo, en esta misma calle la noche que conocí a Vivian, que me encontré a Silvestre y a Cué que regresaban de dejar a Vivian y a Sibila en sus casas.
—¿Qué dice el Gounod del pobre? —me dijo Cué haciendo alarde de su cultura musical, de música europea—. ¿Tú no sabías que Gounod, sí el mismo del Ave María, fue timbalero?
—No, no lo sabía.
—Pero tú sabías quién era Gunó no —me dijo Silvestre. Estaba borracho, cayéndose—. ¿Gunonó? —le dije—. No. ¿Quién era Gunonó?
—No, yo no digo Gunonó, digo Gunó.
Arsenio Cué se rió.
—Te están bonchando, mon vieux. Voy cien pesos contra un cabo de tabaco a que éste sí sabe quién fue Gounod. Él es un timbalero curto —así dijo, a propósito. —Como Gounod, alias Gunó.
No había dicho nada. Todavía. Pero lo diría, Cué, mon vieux.
—Arsenio —le dije y ya iba a decir Silvestre cuando sentí un eructo a mi espalda y era Silvestre que casi se cae detrás de él— y Silvestre, el dúo. ¿Se rieron? ¿Se rió el dúo? Podía partirlos con una carcajada, hasta con una sonrisa o con una mirada. Los dúos son así. Lo sé porque soy músico. Siempre hay un primo y un segundo y aun al unísono son frágiles.
—Silvestre, ¿tú sabes que Cué acaba de meter la pata?
—¿No me digas? —dijo Silvestre casi saliendo de su borrachera—. Cuenta tú cuenta.
—Voy a contar.
Cué me miró. Parecía divertido.
—Arsenio Monvieux tengo algo muy triste que decirte. Gounod no fue nunca timbalero. El timbalero con quien lo confundes, lo fundes fue Héctor Berlioz, el autor del Viaje de Sigfrido por el Sena.
Me pareció que por un momento Cué quiso estar tan borracho como Silvestre y Silvestre estar tan sobrio como Cué. O viceversa, como dirían los dos o uno cualquiera de los dos. Si era así sé por qué. Una vez Arsenio Cué venía en una máquina de alquiler y el chofer estaba oyendo música y Silvestre y él se pusieron a discutir en el taxi si lo que se oía por el radio (porque era música clásica) era Haydn o Handel, y el chofer que los deja hablar y luego dice:
—Caballeros, ni Jaidén ni Jándel. Es Mósar.
La sorpresa en la cara de Cué debió ser o parecer la misma que ahora. —¿Y cómo usted lo sabe?— preguntó Cué.
—Porque lo dijo el locutor.
Arsenio Cué no se podía quedar callado.
—¿Y a usted, un chofer, le interesa esa música?
El chofer, sin embargo, tuvo la última palabra.
—¿Y a usté, un pasaje, le interesa?
Cué no sabía que yo lo sabía mucho antes de saber quién era él.
Silvestre sí. Él me lo contó hace tiempo y ahora debía estarlo recordando, riéndose, cayéndose con la doble borrachera del espíritu y del cuerpo. Pero Cué sí sabía cómo salir del paso. Era un actor, ¿no? Ahora hacía la parodia de un personaje popular.
—Coño, mon vieux, me partiste por el eje musical. Es el trago, viejo.
—Saíba trigue —dijo Silvestre por decir Saliva de tigre. El alcohol lo convertía en un verdadero discípulo de Bustrófedon y en vez de lengua tenía trabalengua.
Vi que Cué me miraba de una manera curiosa, ex profeso. Habló con su partner. Una pareja de teatro bufo. Qué miseria de la filosofía.
—Silvestre, voy mi sueldo contra un fósforo apagado a que sé lo que acá, Vincent, me quiere preguntar.
Salté. No por lo de Vincent, que pudo haberlo oído.
—¿A que sé lo que quieres saber?
No dije nada. Solamente lo miré. —¿Lo sabe?— dijo Silvestre.
Sabía que lo sabía. Es un cabrón. Lo vi desde que me lo presentaron.
De todas maneras, hay que admirarlo.
—Sí lou sei —dijo Cué. Me pareció que tenía acento americano y Silvestre se sonrió o se rió antes de preguntar bobamente:
—Qué qué qué.
—Entonces guárdatelo —le dije a Cué.
—Pero qué cosa qué cosa —dijo Silvestre—. ¿Por qué? No soy un juramentado. Ni siquiera un tambor ñáñigo.
—Qué caballeros qué —dijo Silvestre.
—Nada —le dije, no sé si en mala forma.
—Al contrario —dijo Cué.
—Al contrario qué —dijo Silvestre.
—Mucho —dijo Cué.
—Mucho qué —dijo Silvestre.
No dije nada.
—Silvestre —dijo Cué—, éste —y señaló para quiere saber si es verdad o no es verdad.
Era el juego del ratón y el gato. De los dos ratones y el gato.
—Es verdad qué —dijo Silvestre. Seguí sin decir nada. Me crucé de brazos física y mentalmente.
—Si es verdad que Vivian se acuesta. O no se acuesta.
—No me interesa.
—Se acuesta se acuesta —dijo Silvestre, golpeando con el puño una mesa de aire.
—No se acuesta no se acuesta —dijo Cué haciéndole burla.
—Sí coño sí —dijo Silvestre.
—No me interesa —me oí decir, torpe.
—Sí te interesa. Y te voy a decir más. Te vas a enredar con Vivian y eso no es una mujer…
—Es una niña —dije yo.
—¿Y eso qué tiene de malo? —preguntó Silvestre, casi coherente.
—No, no es ninguna niña —dijo Cué que hablaba solamente conmigo ahora—. Dije eso no ella. Eso es una máquina de escribir. Hasta tiene nombre de máquina de escribir.
—Cómo cómo —dijo Silvestre que olvidaba a uno de sus muchos maestros por el trago—. Esplica tú esplica.
Arsenio Cué, siempre un actor, miró a Silvestre y me miró a mí, condescendiente, y después dijo:
—¿Tú has visto una máquina de escribir enamorada? Silvestre pareció pensarlo y dijo, No no nunca. No dije nada.
—Vivian Smith-Corona es una máquina de escribir. ¿Qué hay en un nombre? En ése está todo. Una exacta máquina de escribir. Pero de exhibición, de las que se ven en la vidriera con un letrero al lado que dice no tocar. No se vende, nadie las compra, nadie las usa. Son para bonito. A veces no se sabe sin son de verdad o pura imitación. De similor, como diría acá Silvestre si pudiera pronunciar esa palabra.
—Puedo puedo —dijo Silvestre.
—Dilo entonces.
—Una máquina de escribir de simular.
Cué se rió.
—Eso está mucho mejor.
Silvestre se sonrió satisfecho.
—¿Quién se enamora de una máquina de escribir?
—Yo yo —dijo Silvestre.
—No solamente tú, que se comprende —dijo Cué y me miró.
Silvestre soltó una carcajada escandalosa y luego rota. No dije nada.
No hice más que apretar la boca y mirar a Arsenio Cué de frente. Creo que dio un paso atrás o que al menos quitó el pie. Me había pisado los dedos pero sabía que yo no era Tony. Silvestre fue el que habló, de mediador.
—Bueno que nos vamos. ¿Tú quieres venir?
Cué repitió la pregunta. Era mejor así. Decidí también ser civilizado, como diría Silvestre. —¿A dónde?— pregunté.
—Aquí, al Saint Michel. A mirar las locas un rato.
Pero no tan civilizado.
—No me interesa.
Silvestre me haló por un brazo.
—Ven no seas bobo tú. A lo mejor nos encontramos con gente conocida.
—Es posible —dijo Cué—. Hay de todo en la noche.
—De acuerdo —dije con alguna intención todavía—. Pero no me atrae ver la mariconería en acción.
—Éstos son lánguidos —dijo Cué—. Del satiagraha. Están por la resistencia y la convivencia y la coexistencia pacífica.
—No me interesan. Ni pasivos ni activos ni pacíficos ni agresivos.
—Ni dantes ni virgilios —dijo Cué.
—Ni en la tierra ni en el mar —dije yo.
—¿En el aire sí? —dijo Cué.
—Están en su elemento —dijo Silvestre, con malicia, creo.
—Gracias no.
—Tú te lo pierdes —dijo Silvestre.
—Éste también entra en eso —dijo Cué, riéndose, vengativo.
—No yo no coño mierda —dijo Silvestre—. Yo voy a verlos bailar y eso.
—Se aburre de que Gene Kelly baile siempre con Cyd Charisse —dijo Cué—. Tú qué vas a hacer.
—Voy al Nacional a ver una gente.
—Siempre tan misterioso —dijo Silvestre.
Se rieron. Se despidieron. Se fueron. Silvestre iba cantando, cayéndosele la voz, una parodia: El misterioso nos quiere gobernar / Y yo le sigo le sigo la corriente / Porque no quiero que diga la gente / Que el misterioso nos quiere gobernar.
—Ñico Saquito —gritó Arsenio Cué—. Son-lata en síii bemol, opúsculo Kultur 1958.
VI
No fui a ningún lado aquella noche, sino que me quedé parado en la esquina bajo el farol como ahora. Podía haber ido a buscar una corista al terminar el segundo show del Casino Parisién. Pero eso hubiera significado ir de allí a un club, tomar algo y luego ir a una posada y finalmente despertarme por la mañana con la lengua como una lápida viscosa, en una cama extraña, con una mujer a la que apenas reconocería porque habría dejado todo el maquillaje en las sábanas y en mi cuerpo y en mi boca, con un toque en la puerta y una voz anónima que dice que ya es la hora y teniendo que ir solo a la ducha y bañarme y quitarme el olor a cama y a sexo y a sueño, y luego despertar aquella desconocida, que me diría como si lleváramos diez años de casados, con la misma voz, con la monotonía de la seguridad, Chino me quieres, preguntándome a mí, cuando lo que debiera era preguntarme el nombre, mi nombre, que no sabrá y porque yo tampoco sabré el suyo le diría, Mucho china.
Allí estaba ahora pensando que tocar el bongó o la tumba o la paila (o la batería, los timbales, como decía Cué señalando que era culto y a la vez brillante, sexual, popularmente ingenioso) era estar solo, pero no estar solo, como volar, digo yo, que no he viajado en avión más que a Isla de Pinos, como pasajero, como volar digo como piloto, en un avión, viendo el paisaje aplastado, en una sola dimensión abajo, pero sabiendo que las dimensiones lo envuelven a uno y que el aparato, el avión, los tambores, son la relación, lo que permite volar bajo y ver las casas y la gente o volar alto y ver las nubes y estar entre el cielo y la tierra, suspendido, sin dimensión, pero en todas las dimensiones, y yo allí picando, repicando, tumbando, haciendo contracanto, llevando con el pie el compás, midiendo mentalmente el ritmo, vigilando esa clave interior que todavía suena, que suena a madera musical aunque ya no está en la orquesta, contando el silencio, mi silencio, mientras oigo el sonido de la orquesta, haciendo piruetas, clavados, giros, rizos, con el tambor de la izquierda, luego con el de la derecha, con los dos, imitando un accidente, una picada, engañando al del cencerro o al trompeta o al bajo, atravesándome sin decir que es un contratiempo, haciendo como que me atravieso, regresando al tiempo, cuadrando, enderezando el aparato y por último aterrizando: jugando con la música tocando sacando música de aquel cuero de chivo doble clavado a un dado a un cubo de madera chivo inmortalizado su berrido hecho música entre las piernas como los testículos de la música yendo con la orquesta estando con ella y sin embargo tan fuera de la soledad y de la compañía y del mundo: en la música. Volando.
Allí estaba todavía parado desde la noche que dejé a Cué y a Silvestre caminando a la exhibición de pájaros en la jaula musical del Saint Michel, cuando pasó rápido un convertible y me pareció ver en él a Cuba, atrás, con un hombre que podía ser o no mi amigo Códac y delante otra pareja, muy junticos todos. La máquina siguió y se metió en los jardines del Nacional y pensé que no era ella, que no podía ser ella porque Cuba debía estar en su casa, durmiendo ya. Cuba tenía que descansar, se sentía enferma, «mala» me dijo: en eso pensaba cuando oí que un motor, un auto, subía por la calle N y era el mismo convertible que se paró a media cuadra, en la oscuridad junto al parqueo elevado y oí los pasos subir la acera y venir hacia la esquina y pasar por detrás de mí y me volví y era Cuba que venía con un hombre que yo no conocía, y me alegré que no fuera Códac. Ella me vio, claro. Todos entraron en el 21. No hice nada, ni siquiera me moví.
Al poco rato salió Cuba y vino adonde yo estaba. No le dije nada. No me dijo nada. Me puso una mano en el hombro. Quité el hombro y ella me quitó la mano. Se quedó quieta, sin decir nada. No la miré, miré para la calle y, cosa curiosa, pensé entonces que Vivian debía estar al llegar y quise que Cuba se fuera y creo que fingí un dolor en el alma tan fuerte como un dolor de muela. ¿O fue que lo sentí? Cuba se alejó despacio, se viró y me dijo tan bajito que casi no la oí:
—Aprende a perdonarme.
Parecía el título de un bolero, pero no se lo dije. —¿Me esperaste mucho?— me preguntó Vivian y me pareció que fue Cuba quien habló, porque había llegado casi encima de la ida de ella y me pregunté si nos habría visto.
—No. —¿No te aburriste?
—De veras que no.
—Yo tenía miedo de que te hubieras ido. Tuve que esperar a que Balbina se durmiera.
No había visto nada.
—No, no me aburrí. Fumaba y pensaba. —¿En mí?
—Sí en ti.
Mentira. Pensaba en un arreglo difícil que ensayamos por la tarde, cuando pasó Cuba.
—Mentira.
Parecía halagada. Se había cambiado el vestido que tenía en el cabaré por el que traía el día que la conocí. Se veía mucho más mujer, pero no estaba nada blanca fantasmal como la primera vez. Traía el pelo recogido en un moño alto y se había maquillado fresca. Estaba casi bella. Se lo dije, claro que suprimí el casi.
—Gracias —me dijo—. ¿Qué hacemos? No nos vamos a quedar aquí toda la noche. —¿Adónde quieres ir?
—No sé. Di tú. ¿A dónde llevarla? Eran más de las tres. Estaban abiertos muchos sitios, ¿cuál era el apropiado para esta niña rica? ¿Uno miserable, pero sofisticado como El Chori? La playa estaba muy lejos y me iba a gastar mi sueldo en taxi. ¿Un restaurant de medianoche, como el Club 21?
Ella estaría cansada de comer en estos lugares. Además ahí estaría Cuba. ¿Un cabaré, un nite-Club, un bar?
—¿Qué te parece el Saint Michel?
Me acordé de Cué y Silvestre, los jimaguas. Pero pensé que a esa hora habría terminado la velada enloquecida y febril de las niñas del sí y de los negros espirituales y nada más que quedarían unas pocas parejas, quizás heterosexuales.
—Me parece bien. Está cerca.
—Eso es un eufemismo —le dije y le señalé el club—. Cerca está la luna.
Apenas había nadie en el Saint Michel y el largo pasillo que era un túnel de sodomía temprano por la noche, estaba vacío. Solamente había una pareja —hombre y mujer— junto a la victrola y dos locas tímidas y bien llevadas en un rincón oscuro. No podía contar al cantinero —que era también el camarero— porque nunca supe si era maricón o lo fingía para un mejor negocio. —¿Quévana tomar?
Le pregunté a Vivian. Un daiquirí para ella. Bueno, otro para mí.
Tomamos tres seguidos, antes de que entrara un grupo de gente haciendo ruido y Vivian dijera bajito: «¡Ay mi madre!».
—¿Qué pasa?
—Gente del Bilmor.
Eran amigos de ella de su club o del club de su madre o de su padrastro y claro que la reconocieron y claro que vinieron a la mesa y claro que hubo presentaciones y todo lo demás. Con todo lo demás quiero decir miradas de entendimiento y sonrisas y dos de ellas que se levantaron con el permiso de todo el mundo occidental para ir al baño y el dalequedale de la conversadera. Me entretuve completando los círculos de agua de las copas y haciendo círculos nuevos con el sudor que hacía bajar por el pie de la copa con el dedo. Alguien puso un disco misericordioso. Era La Estrella, que cantaba Déjame sola. Pensé que aquella mulata enorme, descomunal, heroica, que tenía el micrófono portátil, redondo y oscuro, en su mano como un sexto dedo, cantando en el Saint John (ahora todos los nite-clubs de La Habana tenían nombre de santos exóticos: ¿era cisma o snobismo?) a tres cuadras apenas de donde estábamos, cantando subida en un pedestal sobre el bar como una monstruosa diosa nueva, como si el caballo fuera adorado en Troya, rodeada de fanáticos, cantando sin música, desdeñosa y triunfal, los habitués revoloteando a su alrededor, como las alevillas en la luz, ciegos a su cara, mirando nada más que su voz luminosa porque de su boca profesional salía el canto de las sirenas y nosotros, cada uno de su público, éramos Ulises amarrado al mástil de la barra, arrebatados con esta voz que no se comerán los gusanos porque está ahí en el disco sonando ahora, en un facsímil perfecto y ectoplasmático y sin dimensión como un espectro, como el vuelo de un avión, como el sonido de la tumba: ésa es la voz original y a unas cuadras está solamente su réplica, porque La Estrella es su voz y su voz yo oía y hacia ella me dirigía, y a ciegas guiado por el sonido que fulguraba en la noche y oyendo su voz, viéndola en la oscuridad súbita dije,
«La Estrella, condúceme a puerto, llévame seguro, sé el norte de mi brújula verdadera. Mi Stella Polaris» y debí decirlo en alta voz, porque oí unas risas en las mesas que nos rodeaban y alguien dijo, una muchacha, creo, «Vivian te cambian el nombre», y yo dije con su permiso y me levanté y fui al baño y oriné cantando Méame sola, parodia que lleva el copyright de este humilde servidor.
VII
Cuando regresé, Vivian estaba sola y bebía su daiquirí y a mí me esperaba el mío en mi puesto, casi sólido. Lo bebí todo sin hablar y como ella se había tomado el suyo, pedí otros dos y no dijimos una sola palabra de la gente que ya no sabía si habían estado aquí o la había soñado o la imaginé. Pero habían estado, porque tocaban de nuevo, por la tercera vez Déjame sola y vi las marcas de los vasos sobre el vinil negro de las mesas.
Recuerdo que encima de nosotros había un farol de fantasía que alumbraba la cabeza rubia de Vivian cuando empecé a quitarle los ganchos del moño, sin hablar. Ella me miraba los ojos y estaba tan cerca que bizqueaba. La besé o me besó, creo que me besó, porque me pregunté por entre la borrachera dónde aquella niñita que no tendría todavía diecisiete años cumplidos había aprendido a besar. Volví a besarla y mientras con una mano le acariciaba la espalda, con la otra acababa de soltarle el pelo. Le abrí el zipper de la espalda y metí la mano más abajo de la cintura y ella se revolvió, pero no incómoda, creo. No tenía ajustadores y ésa fue mi primera sorpresa. Seguíamos besándonos en el mismo beso y ella me mordía muy fuerte los labios y a la vez me decía algo. Metí la mano por el hueco de la espalda hasta el frente y sentí finalmente sus senos, pequeños, teticas que parecían estarse formando, creciendo, haciendo su pezón bajo mi mano. No crean, aun borracho y bongosero y todo yo puedo ser poético. No moví la mano, sino que la dejé allí. Ella hablaba dentro de mi boca y sentí algo salado y pensé que me había roto el labio. Era que lloraba.
Se separó de mí y echó hacia atrás la cabeza, y la luz le dio en la cara.
La tenía mojada por completo. Algo era saliva, pero el esto eran lágrimas.
—Cuídame —me dijo.
Entonces lloró más y no supe qué hacer. Las mujeres que lloran siempre me confunden, aunque esté borracho que es cuando más confundido estoy: todavía me pueden confundir más que el próximo trago.
—Soy tan desgraciada —me dijo.
Creí que estaba enamorada de mí y que sabía —ella lo sabía— lo mío y de Toda Cuba (otro apodo de doña Venegas) y no supe qué decir. Las mujeres que están enamoradas de mí, me confunden más que las mujeres que lloran y que el otro trago. Ahora, para colmo, ésta lloraba y venía el camarero con dos copas más que nadie pidió. Creo que quería terminar el clinche. Pero ella habló con el referí delante y todo.
—Quisiera morirme.
—Pero ¿por qué? —dije yo—. Se está muy bien aquí. Me miraba a los ojos y seguía llorando. Toda el agua del daiquirí se le salía por los ojos.
—Por favor, es terrible. —¿Qué es terrible?
—La vida es terrible.
Otro título para un bolero.
—¿Por qué?
—Porquesí. —¿Por qué es terrible?
—Ay, es tan terrible.
Dejó de llorar de pronto.
—Préstame un pañuelo.
Se lo presté y se limpió las lágrimas y la saliva y hasta se sonó con él.
Mi único pañuelo. Quiero decir, de la noche: tengo más en mi casa. No me lo devolvió. Quiero decir, que no me lo devolvió nunca: todavía debe tenerlo en la casa o en la cartera. Tomó el daiquirí de un viaje.
—Perdóname. Soy una boba.
—No eres una boba —dije y traté de besarla. No me dejó. Lo que hizo fue subirse el zipper y arreglarse el pelo—. Quiero contarte algo.
—Dímelo, por favor —dije yo, tratando de ser tan atento y tan comprensivo y tan desinteresado que parecía el actor más malo del mundo tratando de parecer desinteresado y comprensivo y atento y a la vez hablando a un público que no lo oía. Otro Arsenio Cué.
—Quiero contarte una cosa. Nadie más la sabe.
—Nadie más la sabrá.
—Quiero que me jures que no se lo vas a decir a nadie.
—A nadie.
—Sobre todo no se lo digas a Arsen.
—A nadie —mi voz sonaba ahora a borracho.
—Júramelo.
—Te lo juro.
—Es muy difícil, pero lo mejor es decírtelo de una vez. Ya no soy señorita.
Debí poner la cara de Cué cuando los episodios con Gounod, Mozart Cía., productores de música embarazosa al por mayor.
—De veras —me dijo, sin que yo dijera nada.
—No lo sabía.
—Nadie lo sabe. Tú y esa persona y yo somos los únicos que lo sabemos. Él no se lo va a decir a nadie, pero yo tenía que contarlo o reventaba. Tenía que decírselo a alguien y Sibila es mi única amiga, pero la última persona que quiero que se entere en el mundo es ella.
—No se lo diré a nadie.
Me pidió un cigarro. Se lo di, pero no cogí ninguno para mí. Cuando le ofrecí candela apenas rozó mi mano, a no ser las veces que el temblor de su mano se trasmitía a la mía por los dedos agarrotados y húmedos del sudor. También le temblaban los labios.
—Gracias —me dijo y soltó humo y sin hacer pausa dijo—: Él es un muchacho muy confundido, muy joven, muy perdido y yo quise darle un sentido a su vida. Pero, me equivoqué.
No sabía qué decir: la entrega de la virginidad como un acto de altruismo me dejaba completamente desarmado. ¿Pero quién era yo para discutir las formas posibles de la salvación? Después de todo, yo no era más que un bongosero.
—Ay Vivian Smith —dijo ella, que nunca usaba su Corona y me acordé de Lorca que siempre se presentaba como Federico García. No fue un lamento en su voz ni un reproche, creo que quería asegurarse de que estaba allí conmigo, y yo no se lo echaba en cara porque para mí también era un sueño. Solamente que no era mi sueño soñado.
—¿Lo conozco? —le pregunté, tratando de no parecer curioso ni con celos.
No me respondió en seguida. La miré bien y aunque parecía que había menos luces en el bar, no lloraba. Pero vi que tenía los ojos aguados.
Respondió dos años después.
—Tú no lo conoces. —¿Seguro?
La miré bien, de frente.
—Bueno, sí. Lo conoces. Estaba en la piscina el día que fuiste.
No quería, no podía creerlo.
—¿Arsenio Cué?
Ella se rió o trató de reírse o una mezcla de las dos cosas.
—¡Por favor! ¿Tú crees que Arsen haya estado confundido un solo día de su vida?
—Entonces no lo conozco.
—Es el hermano de Sibila, Tony.
Claro que lo conocía. Pero no me preocupó saber que aquel tipo medio bizco, anfibio de mierda, de cadena al cuello y pulso de identidad en la muñeca: el ciudadano de Miami, ése era el Muchacho Confundido de Vivian. Lo que me preocupó es que dijo es. Si hubiera dicho fue, habría sido algo pasajero o accidental o forzado. Eso quería decir una sola cosa y era que estaba enamorada. Veo a Tony de nuevo: con otros ojos. ¿Qué vería ella en ellos?
—Ah sí —dije—. Sé quién es.
Me alegré de que Cué lo pisoteara. No, desié que él, como yo, tuviera el alma en los dedos.
—Por favor, por lo que más quieras, no lo digas nunca a nadie nunca.
Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Gracias —dijo y me cogió una mano y la acarició ni mecánica ni dulce ni interesadamente. Era otra sabiduría de su mano, como acercarla a su cara para encender un cigarro—. Lo siento —me dijo, pero no me dijo por qué lo sentía—. Lo siento de verdad.
Era la noche en que todo el mundo lo sentía conmigo.
—No tiene la menor importancia.
Creo que mi voz sonó un poco a Arturo de Córdova pero también un poco a mi voz.
—Lo siento y me pesa —me dijo, pero tampoco me dijo qué le pesaba. Tal vez fuera el contármelo—. Pídeme otro trago.
Llamé al camarero con los dedos y para esto hay que cazar a los camareros: no es tan fácil como se cree: Frank Buck no podría traer a un camarero vivo. Cuando volví a mirarla estaba llorando de nuevo. Habló comiéndose las lágrimas.
—¿De veras que no vas a contarlo?
—No, de veras. A nadie.
—Por favor, a nadie, pero a nadie a nadie a nadie. – Seré una tumba.
Enterrador te suplico, que por mi bien cantes mucho/sobre su tumba un requiém/y que el diablo le haga bien./No la llores, enterrador, no la llores (se repite).