La dieta mediterránea

La otra panacea posmoderna predicada desde los púlpitos mediáticos es la dieta mediterránea. Se trata de un mito elaborado por nutricionistas americanos, una dieta imaginaria que integra armónicamente los principales productos del ecosistema mediterráneo, es decir, aceite de oliva, trigo, vino, verduras y frutas. Si a esta combinación le añadimos jamón de pata negra, ya entramos en el olimpo de la alimentación, coma, néctar, manjar de dioses. Ahora bien, no debemos pensar que nuestros ancestros siguieron la dieta mediterránea sólo porque habitaban en las proximidades del Mare Nostrum. En realidad, la cocina del pobre, y casi todos lo eran, se ha basado más en la manteca de cerdo que en el aceite de oliva; aparte de que el pan de trigo ha sido casi siempre escaso y el vino muy malo, tirando a pésimo. En época medieval y aun posterior, el cereal del pobre ha sido el centeno, el sorgo y el alforfón, lo que, desde el punto de vista nutricional, fue estupendo porque todos son sanísimos, reconstituyentes y regenerativos. En cuanto a las verduras es cierto que durante siglos han servido para compensar las ollas pobres y han aparecido en guisos, sopas, potajes y, más raramente, esparragadas, pero las cocían en exceso y esto malograba sus ricos nutrientes.

En el brumoso fin de milenio los españoles han escapado del hambre por vez primera en su azarosa historia.

Prueba de ello es que el porcentaje de ingresos gastado en comida cae en picado: hace treinta años era el 50%; en 1994 sólo el 25%; en 1995 el 10%; y la tendencia es a la baja. Esta notable mejora sólo ha sido posible gracias a una revolución en la industria del alimento, más preocupada por la cantidad que por la calidad. Sabores elementales de cocina rápida e internacional catequizan hoy los paladares de las clases modestas en las salsas de bote, en los platos precocinados, los congelados que van directamente a la freidora, en la lata al baño maría, en las bandejas preparadas para el microondas, en la pizza que se pide por teléfono con el vale descuento recogido en el buzón, en los previsibles rollitos de primavera que sirven en el chino de la esquina antes del rutinario cerdo agridulce. Y pare usted de contar. De nuestra cocina muchos españoles sólo conocen lo que piden en comedores turísticos: paella, sangría, tortilla de patata, chorizo, jamón curado, calamares fritos o lo que sea, y pollo con patatas y mayonesa.

La inmensa mayoría de la población no sabe comer, es cierto, pero es porque no ha tenido acceso a preparados de índole superior. No hace mucho, cuando la boda de la infanta doña Cristina con el estudiante y jugador de balonmano Urdangarín, las sobras del festín real (elaborado para halagar los paladares más exquisitos de la realeza y la aristocracia europea) fueron generosamente donadas a diversos comedores de caridad de la Ciudad Condal. Pues bien, los sociólogos asistentes al evento anotaron que los mendigos quizá no acertaran a manejar debidamente la pala del pescado, pero así y todo dieron muestras de apreciar la excelencia del lomo de lubina, de las sorpresas de quinoa y del soufflé de langostinos, porque se atracaron con todo ello y al final se chupaban los dedos hasta el extremo de los mitones. Un confortador espectáculo que a mi buen amigo el escritor Gómez Marín le recordó la cena de Viridiana.

Brillat-Savarin estableció que sólo el hombre culto sabe comer. Le faltó añadir que sólo el hombre culto y con posibles puede comer decentemente. Pero el pueblo-pueblo, aunque ya haya escapado del hambre, todavía no ha llegado a la cultura y va a ser difícil que se sustraiga del pesebre en que la internacional alimentaria le despacha su pienso industrial. En el extremo opuesto del rancho colectivo está la cocina de autor, la del restaurante de muchos tenedores, la de la complicadísima receta que muchas veces suena a camelo para sangrar bolsillos posmodernos. Luego hay un angosto espacio central, equidistante entre la bazofia y la creación de firma, donde todavía perdura una minoría sensata, una clase media con inquietudes gastronómicas que, además de adquirir libros de cocina superventas, viaja en pos del único condumio decente que ha producido España: la cocina popular. Lo malo es que no va siendo fácil encontrarla porque sólo perdura en escasos islotes. La cocina popular española, que en realidad son dos cocinas, la campesina y la marinera, admite ciertas variedades regionales que dependen más del ecosistema que de la tradición y, dentro de esto, es evidente que consigue grandes platos de pescado y se maneja mejor con los despojos que con la carne pulpa, es capaz de hacer platos deliciosos con el bacalao acartonado y con las manos de cerdo, sin que se le dé mal asar el cordero y el cochinillo, pero ante un buey como dios manda se achanta y no acierta por falta de costumbre.

Sobre la distribución y los platos de las versiones regionales de esa cocina sigue habiendo poco acuerdo.

Luis Antonio de Vega dibuja sobre el mapa nacional tres grandes bandas gastronómicas: una superior, que va de Burdeos a Finisterre pasando por León y Portugal, cuya excelencia son las salsas; otra banda central de estupendos asados, que abarca las dos Castillas, y un tercera banda meridional de fritos que domina Andalucía y Levante. Carlos Pascual, por su parte, apunta que la única alta cocina razonable ha sido la de los curas y obispos y los monasterios y luego, en el nivel popular, señala algunas cocinas regionales: gallega, asturiana, leonesa, santanderina vasca, navarra, riojana, aragonesa, catalana, levantina, andaluza, extremeña, manchega, del centro, castellana, balear y canaria.

Parece un mapa autonómico, lo sé, pero quizá convenga advertir que los límites no tienen que coincidir necesariamente con las comunidades políticas. La cocina vasca, por ejemplo, puede llegar hasta Burdeos y la catalana puede exceder hasta Toulouse, siempre que no se les pida opinión a los franceses.

En fin, hablar de cocina es abrir el cuento de nunca acabar. A la postre cada cual, como hijo de su tiempo, tiene la obligación de adaptarse a él, qué remedio. Pero el inquieto lector se verá recompensado si se esfuerza en buscar lo poco auténtico que va quedando. Si da con ello, enhorabuena, y envíeme una postal diciendo dónde está, que se lo agradeceré. Que aproveche.