La comida basura

La ventaja de las nuevas generaciones que se han criado merendando donuts y con la cocina llena de chismes eléctricos es que, como nunca conocieron los antiguos sabores, tampoco los echan de menos y viven tan felices en la creencia de que la masa pastelera de emborrizar y el desodorante son sabores naturales e intercambiables.

Los cambios sociales que se desarrollaron en las pasadas tres décadas han amenazado gravemente la continuidad de la cocina popular española.

Por una parte, muchas mujeres consiguieron un trabajo fuera de casa y descuidaron la cocina por falta de tiempo y ánimos, sobre todo de tiempo.

Por otra parte, está la incorporación al mundo del estudio, con proyectos de futuro ajenos al matrimonio, que ha llevado a muchas muchachas a desdeñar la cocina a la que tantas ingratas horas han visto dedicar a sus abuelas y a sus madres. El resultado ha sido que, en pocos años, toda una tradición centenaria parece en trance de liquidación.

Así anda de turbio el panorama, pero aún hay espacio para la esperanza. En los años setenta se produjo una reacción en favor de la cocina de calidad, especialmente en Cataluña y en el País Vasco donde, por tratarse de regiones industriales que al propio tiempo producen buenos productos alimenticios, nunca se ha perdido la tradición culinaria. Esta reacción coincidió con la floración de un plantel de excelentes gastrósofos y escritores que predicaron la buena nueva al resto del país: Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro, Joan Perucho, Xavier Domingo y Manuel Vázquez Montalbán, entre otros. Por doquier, y especialmente en el País Vasco, surgieron jóvenes cocineros (Arzak, Pildain, Subijana, Irízar…) comprometidos en continuar la cocina de su tierra sin dejar de aprender lo que la llamada nouvelle cuisine hace al otro lado de los Pirineos.

La elevación del nivel de vida en los años sesenta y setenta ha alejado la amenaza del hambre del conjunto del pueblo español, quizá por vez primera en su azarosa historia. No obstante, como el español lleva indeleblemente inscrita en su código genético la memoria de pasadas hambrunas, propende a la acumulación de alimentos y resuelve comiendo cualquier fiesta o acto de relevancia social: bautizo, comunión, boda, jubilación, despedida, onomástica, traslado, ascenso, Nochebuena, Navidad, día del patrón… El resultado es que come más de lo que sería menester o saludable y cada vez hay más gordos. Para colmo, con la progresiva secularización de la sociedad, hemos trocado la antigua misa dominical por el nuevo sacramento consumista de la visita al hipermercado el viernes por la tarde y el ayuno cuaresmal lo hemos sustituido por la dieta preveraniega.

El panorama actual es bastante confuso, aunque pueden señalarse algunas tendencias que parecen delimitar los futuros caminos que seguirá la cocina española. La moderna tecnología nos ofrece indudables ventajas, pero también entraña no pocos inconvenientes. Entre las primeras cabe consignar que los invernaderos y los congeladores han terminado con la comida estacional. El transporte frigorífico y la distribución permiten consumir cualquier producto en cualquier lugar con plenas garantías de salubridad. Hoy día si uno quiere un jamón de Guijuelo (Salamanca), o de Trevélez (Granada), o de Aracena (Huelva), puede pedirlo por teléfono y a las doce horas se lo sirven en casa por una agencia de transportes. Incluso si a uno no le apetece cocinar, puede recibir telecomida italiana, china o española en la comodidad del hogar. Otra gran ventaja es que hoy nos llegan materias primas que antes eran impensables: el fletán y otros peces sabrosos y remotos se pescan y ultracongelan en alta mar, pudiendo llegar a nuestra mesa en óptimas condiciones. La oferta se amplía si sumamos los productos exóticos distribuidos por el comercio internacional, el kiwi, el aguacate, la chirimoya, aunque también es cierto que la oferta frutera nacional ha ido reduciéndose progresivamente; antes había en España hasta cuarenta tipos de manzano, y ahora sólo sobrevive media docena o poco más. Finalmente la agricultura ecológica y la ingeniería transgénica, con sus alimentos modificados genéticamente y sus posibilidades de clonar especies, parece augurar un brillante futuro en materia no sólo de nuevos sabores y preparaciones, sino en la recuperación de los antiguos.

El daño está en que a estas ventajas se enfrenta un nutrido capítulo de desventajas: la industria alimentaria atiborra de productos químicos potencialmente peligrosos a la comida preparada. El escándalo de las vacas locas británicas hace sospechar que muchas enfermedades degenerativas pueden estar relacionadas con la comida que ingerimos. No es sólo que los plaguicidas organofosforados y otros productos tóxicos empleados para curar o proteger las plantaciones pasen directamente al cuerpo humano. Además existen más de cuatro mil aditivos distintos, colorantes para los yogures; emulgentes, colorantes y espesantes para los helados; antioxidantes y estabilizadores de espuma para la cerveza; conservantes y antifermentadores para las bebidas refrescantes; antioxidantes en el atún en lata; colorantes y almidón modificado en la mayonesa. El amaranto, que en Estados Unidos se prohíbe porque puede ser cancerígeno, sigue empleándose libremente en Europa.

A pesar de las normas de higiene, a pesar de la esmerada presentación de muchos productos, a pesar de los envases asépticos y las atractivas envolturas, es razonable sospechar que nunca se ha timado tanto al consumidor y nunca se ha desnaturalizado tanto el alimento: agua a precio de carne en las hamburguesas, almidón y aditivos a punta de pala; reses engordadas con clembuterol y antibióticos; pescado descongelado y vuelto a congelar; panes cocidos con lanzallamas que a las pocas horas se petrifican; patatas prefritas vaya usted a saber con qué grasa; croquetas de jamón que no han visto el jamón; jamones de raza ibérica procedentes de cerdos de los países del Este; zumos de laboratorio; cola de toro que resulta ser cola de canguro; langostinos congelados que saben a yeso, sucedáneos navideños de caviar o marisco y carne de cordero zelandés con sabor a estopa… El mayor exponente de la decadencia del sabor ha sido el pollo. El pollo criado en corral, en libertad, picoteando maíz y bichejos, mierdas y margaritas, era un animal bucólico y sabroso, ornato de las más altas mesas. Por aquel entonces, comerse un pollo era sinónimo de lujo, de plenitud, y muchas familias lo reservaban para los días de fiesta grande. Y si el pollo era capón, no digamos. Cuando llegaba el tiempo de los capones, Cunqueiro no se apartaba de Mondoñedo nada más que para ir a Villalba, a refrescar amistades.

Néstor Luján me refería, con lágrimas en los ojos y una laminilla veteada de Jabugo temblándole en los dedos, su emoción, puntualmente renovada cada año, cuando recibía el par de capones que le enviaba su amigo Álvaro desde las brumosas cocinas gallegas, munus amici. Hubo incluso un obispo gourmand en cierta provincia olivarera del Sur que hacía coincidir sus visitas pastorales a la diócesis con las épocas de mayor lustre de los gallineros. Con los rollizos dedos cruzados sobre la panza, el prelado daba gracias al Señor porque había permitido que su vientre fuera un cementerio de pollos. ¿Qué estará diciendo el buen pastor cuando se asome por el agujerito del cielo y vea en qué terminó la sublime raza volátil? ¿Qué pensará, a la derecha de Dios padre, cuando advierta que en estos turbios tiempos posconciliares su golosina se ha convertido en lo más tirado, en esa cosa hormonada, esa carne blanca insípida que los buenos cocineros desdeñan y algunas resignadas amas de casa se esfuerzan por cocinar con las más extrañas salsas esperando el milagro de que sepa a algo? El adocenamiento y la prisa que imponen la vida moderna unidos a la escasa preparación de los ciudadanos en materia alimentaria y su indiferencia por saber lo que realmente comen tiene mucho que ver con esto. Cada vez son más los españoles que toman café a toda prisa por la mañana, después un bocadillo a media mañana o un sandwich a mediodía, pican unas pocas aceitunas o cacahuetes por la tarde y llegan a casa tan cansados, que despachan la cena con cualquier congelado de microondas o un trozo de pizza delante de la tele. Un creciente número de establecimientos que se limitan a servir comida precocinada o enlatada están imponiendo una peligrosa homogeneización de gustos. Se pierden los sabores y los matices. Nos acostumbran a unas macedonias de frutas en las que el fuerte sabor del kiwi y un exceso de azúcar aniquilan el resto de los sabores; nos sirven compuestos hojaldrados que sólo saben al aceite o mantequilla del hojaldre, patatas fritas que sólo saben a la grasa vegetal de la freidora, pimientos de piquillo rellenos que dejan de saber a pimiento y sólo saben a ketchup o a la mayonesa que contienen.

Hace veinticinco años comíamos pan, garbanzos, arroz, verduras, patatas, y bebíamos vino y gaseosa. Hoy tomamos más carne y más grasa, más salsas preparadas, alimentos congelados, conservas, salchichas, precocinados, bebidas gaseosas de complicada formulación y más cerveza. Antes, una familia numerosa producía una cantidad mínima de desperdicios de cocina; hoy, una familia de tres o cuatro miembros llena varios cubos de basura solamente con cartones y envoltorios, envases de cristal no retornables y bandejas de poliuretano. Hemos dado la espalda a los productos de huerta y consumimos cantidades crecientes de productos de origen animal, muy grasientos. Muchas jóvenes madres no saben ni quieren aprender a cocinar. Pertenecen a la nueva generación que nunca se inició en el arte del puchero, tienen a sus niños escasos de cuchara y sobrados de dulce. En lugar de ponerles un desayuno como Dios manda, un plato de leche migada en el que se pueda clavar la cuchara o una tostada de pan sentado con su aceite de oliva y su ajo si al caso viniere, los despachan con veinte duros y un beso para que se compren un par de roscos industriales en la panadería de la esquina y se los vayan comiendo camino del colegio.

Unas horas después regresa el rapaz cargado con el carterón de libros y le ponen cuatro pastillas de pescado ultracongelado y ultrafrito en la freidora junto con un puñado de patatas igualmente ultracongeladas que, como no saben a nada, hay que adobar con un churretazo de su ketchup favorito y otro de mayonesa (¡horror, ya los venden juntos en el mismo tubo!). A la hora de la merienda la oferta no mejora porque el tradicional bocadillo preparado con esmero y pan de miga dura se sustituye con el segundo par de roscos industriales o unas cuantas tostadas de pan de molde untadas con paté de lata. Para cenar, cuatro salchichas de bote con los inevitables ketchup y mostaza o un bocadillo de chopped despachados delante del televisor. En muchas familias ni eso; simplemente les tienen el frigorífico surtido de los sucedáneos de comida que les gustan a los niños: mucha bollería industrial, patatas fritas, cortezas, hamburguesas u otras comidas grasientas y que ellos se sirvan cuando tengan hambre.

Los escolares que almuerzan en el colegio no siempre encuentran allí mejor comida que en casa, especialmente cuando el centro contrata a una empresa de catering que, para no complicarse la vida, procura adaptarse al tipo de menú preferido por los jóvenes. El resultado es que las nuevas generaciones no conocen lo que es un potaje de alubias ni una sopa de fideos o una buena ensalada de lechuga.

Están tomando demasiadas grasas saturadas, poca fruta y casi nada de verduras o legumbres. Muchos sufren carencia de hierro, de calcio y de vitaminas, y muestran una preocupante tendencia a la obesidad, al colesterol alto y a la hipertensión. Sólo los salva que toman muchos productos lácteos batidos, yogures, quesos y éste es un complemento ideal de su dieta. Estos jóvenes deficientemente alimentados en casa se convierten, cuando alcanzan un mínimo poder adquisitivo, en clientes de los establecimientos de comida basura que tanto proliferan últimamente en España. Son los compulsivos devoradores de hamburguesas con patatas fritas, de pollo deshuesado y frito con patatas fritas, de perritos calientes con patatas fritas y todo ello con su salsa de tomate y su mostaza. Esta clase de comida, que era el alimento que trasegaban los camioneros americanos en bares de carretera mientras les llenaban el depósito («se hace en un minuto y se come en cinco», aseguraba el primer eslogan), gana adeptos en todo el mundo y allá adonde ha ido ha sido mensajera del imperio. Recordemos las largas colas de clientes delante del primer comedero de MacDonald’s que se abrió en Moscú, a los pocos días del cataclismo comunista y el inicio de la perestroika.

Hay que reconocer que saben vender su comida rápida: servicio joven, ambiente agradable, celeridad, cortesía, atractivos envases de corcho sintético, estilo futurista, aséptico y limpio. Es revelador que, mientras en España crece el consumo de esta clase de comida, en otros países más desarrollados está convirtiéndose en la dieta de los pobres, algo así como los sopicaldos y los sospechosos pasteles de carne que servían los bodegones de puntapié en nuestro Siglo de Oro.

En el mismo capítulo de la comida rápida y barata se inscribe la mayoría de restaurantes étnicos, particularmente chinos, que reclutan su clientela entre los más jóvenes, los que, bajo la mirada indiferente del camarero venido de Pekín, se esfuerzan en hacer juegos de manos con palillos atacando el arroz tres delicias, el cerdo agridulce al glutamato y los tallarines con gambas, o dentellean lateralmente, como los tiburones, la bolsita panificada que contiene las limaduras de carne de oveja en los locales kebab de los grandes centros comerciales. No se trata, como podría sospecharse, de una versión más cómoda del gastronomadeo, en que la comida viene al gourmand para ahorrarle el viaje.

Antes bien lo que se ofrece es una especie de híbrido extraño, que se adapta al paladar del cliente y excluye gran parte de las preparaciones y los alimentos de la cocina presuntamente reproducida, en el caso de la cocina oriental las serpientes, los escorpiones, los perros, los gatos y las ratas. Por ahora, la extravagancia consumista al servicio de dudosas aventuras culinarias llega a su máxima expresión en los llamados restaurantes exóticos, en los que el mal gusto suplementa el desconocimiento culinario.

Uno de estos establecimientos, el madrileño Ñaca-Ñaca, está decorado con tejidos que recuerdan la lencería femenina y ofrece en su carta creaciones tan inspiradas como «el pollón», un solomillo de cerdo con salsa de naranja; «los muslos eróticos»; «los labios de la virgen»; «la sirena cachonda»; «el revolcón en el pajar» y, ya en los postres, «tres en la cama» y «chochitos de café y fresa». Por supuesto, la pieza de pan que sirven a los clientes femeninos tiene forma de pene y la que sirven a los masculinos remeda unos pechos generosos. En el extremo opuesto de estos comedores de marranadas están los esnobs que creen entender de cocina y también comen marranadas que, además, pagan a peso de oro. Desde que la gastronomía se ha convertido en un dominio de pelmas y cargantes eruditos a la violeta, nadie está libre, especialmente si se mueve en ambientes de diseño y alta política, de topar con uno de esos neogourmets, que ha pasado del vinazo tetrabrick de la taberna obrera en su época progre y maoísta a la tarjeta Visa Oro a cargo del cargo y se ha aprendido, en cuatro revistas de gastronomía, las añadas de los mejores caldos, el vino tinto para carne, el blanco para pescado, la temperatura, el descorche, el buquet que si afrutado, el paladeo lingual, el olisqueo introduciendo la nariz en el vaso y todas las demás demostraciones periciales con el preocupante resultado de que por donde ellos pasan todo se encarece. Para desesperación de los restaurantes, que en ellos tienen su máximo negocio, hoy ya no se encuentra una cocinera con la paciencia necesaria para pintarle dos ojitos a cada fideo de una cazuela negra, que luego, rehogados en ésta con la canónica guindilla, saben al neogourmet exactamente igual que las angulas. Para estos boquitas de pitiminí crean los nuevos y avispados cocineros sus pamplinas de menús cromáticos hipocalóricos, de bocaditos compuestos con churretazo de salsa rara y dos ramitas de hierba en medio de la desolación de un plato vacío con una brizna de pescado o una nuececita de carne, ikebana de lo inexistente, puro diseño, camelo camelado. En esa onda navegan tantos menús largos y estrechos de la restauración posmoderna, con gilipolleces como (copio literalmente de la sección gastronómica de cierta revista) «la infusión de tomate y crema montada de patata con jamón de Huelva»; o «el montante de cabeza de ternera con crujiente mango y mandarina con guarnición de trompeta de los muertos» (no se me asusten: la trompeta de los muertos es una seta comestible).

Si la cocina tradicional ha decaído en las ciudades, quizá debido a la gran cantidad de mujeres que trabajan fuera del hogar; en los pueblos, donde casi todas las mujeres permanecen en casa, las perspectivas no son mucho mejores. Cunde la venta a domicilio, puerta a puerta, de productos precocinados congelados que furgonetas y camiones frigoríficos llevan a los más apartados rincones de la geografía patria. El ama de casa, que antes compraba en el mercado o criaba en su propio huerto las patatas, calabacines o las alcachofas, encuentra mucho más cómodo comprar una bolsa de patatas congeladas ya cortadas, o los calabacines ya emborrizados o los corazones de alcachofa ya cocidos. En lugar de pelar y freír a fuego lento el tomate, el pimiento y la cebolla, abre una lata de tomate frito; en lugar de pasar la mañana pelando, cortando e hirviendo los ingredientes de la ensaladilla rusa, descongela un paquete donde ya vienen preparados sólo para añadir la mayonesa, de bote naturalmente. Esto explica que, si hasta hace treinta años la madre de familia española pasaba unas seis horas diarias en la cocina, hoy sólo dedique a este menester una hora y media diaria, o incluso menos. Cada vez se ciñe más a comidas que puedan confeccionarse con alimentos preparados convencida, además, de que este tipo de cocina es lo moderno y nutritivo. Ha dado definitivamente la espalda a los antiguos guisos que requerían una preparación laboriosa y lenta, especialmente la casquería y las vísceras que, por otra parte, le parecen comida de pobres y le recuerdan pasadas épocas de necesidad.

El caso es que la actitud hacia esta cocina popular y pobre, la única que tenemos, es ambivalente, ya que por otra parte, se echa de menos, como todo lo relacionado con la infancia, y ello explica que muchos buenos restaurantes vuelvan a recoger en sus cartas ancestrales platos populares de pobre, aunque a menudo ennobleciéndolos con ingredientes caros. El plato básico de la cocina marinera, la caldereta, que en la cornisa cantábrica se llama sucesivamente caldeirada, caldereta y marmitako y aguas abajo del Ebro se llama suquet, ha sido tradicionalmente un manjar de hambrientos, para el que se usaban los peces que no podían venderse por míseros, espinosos o incomibles: el escamón, el borracho, el tiñoso, el escacho, el rubiel, el escorpión, el lubrigante, la cabra, la maragota, una cuadrilla de indeseables que, al hervir en la marmita, infundían su sinfonía de mezclados sabores a la patata y al caldo. No había fórmula para la caldereta, se le echaba cualquier morralla que hubiera a mano con la única excepción de sardinas y pescados azules. Ahora no hay restaurante costero que no presente mayestáticas calderetas en las que los mariscos y peces suntuosos hacen el oficio de la antigua morralla.

Si, como decía Camba, la antigua cocina estaba llena de preocupaciones religiosas, ahora la dietética, la medicina preventiva y la obsesión por la salud se han convertido en una nueva religión que admite múltiples confesiones y sectas: vegetarianos, crudívoros, frugívoros, hipocalóricos. La gente vive obsesionada por el colesterol, ignorante de que el 85% del colesterol contenido en la sangre lo produce el hígado y sólo un 15% proviene de la dieta; no es tan malo como las grasas saturadas que ingieren alegremente en los preparados de comida rápida y precocinada.

En tiempos de nuestros abuelos, estar gordo era saludable e indicio de bienestar social, de buen carácter, de solvencia bancaria. Esas grasas superfluas que almacenaba en torno a la cintura eran como una abultada cuenta corriente en el banco de la vida, eran una despensa ambulante que aseguraba la supervivencia del portador si los tiempos venían mal dados y acaecían catástrofes naturales y hambrunas. Se decía «dadme gordura y os daré hermosura» y las mujeres hasta fingían las redondeces que les negaba la naturaleza colocándose rellenos y postizos en los lugares que lo habían menester.

Ahora el gordo es un apestado; somos gordos tristes, gordos con complejo de culpa, gordos compulsivos en un mundo hecho para delgados, gordos que no cabemos en los asientos de los aviones, gordos que no podemos salir a la calle porque los escaparates y los espejos lo invaden todo para recordarnos continuamente nuestra condición de gordos, gordos que no podemos vestir decentemente porque se nos escapa el harapo de la camisa del faldón corto (es añoranza de aquéllas que llegaban hasta medio muslo).

El culto al cuerpo y el canon estético de la delgadez esquelética, imposible para el común de las personas porque la osamenta no puede reducirse, obliga a inhumanos sacrificios. Pienso en esos cuarentones sudorosos y jadeantes que practican el jogging por las carreteras polvorientas de las afueras, hasta que un infarto los deja tirados en el arcén; en esas pobres chicas que pinchan tres hojitas de lechuga y un gajito de cebolla y se dejan el suculento solomillo, tan pringoso y rico. La obsesión por la delgadez no sólo nos deja en las guías sino que hasta nos vuelve maleducados.

Ya casi nadie dice «Que aproveche» cuando ve al prójimo comiendo. En los anuncios de hace treinta años todo eran loas al valor nutritivo de los alimentos; hoy, el reclamo publicitario es que no engordan. Incluso tienen el impudor de presentar un pan como adelgazante o «de régimen». El resultado de este desnortamiento es que hemos conjurado la amenaza del hambre, pero nuevamente pasamos hambre, aunque esta vez por motivos estéticos y nos sometemos a dietas inhumanas para perder unos kilos: la del arroz, la de los astronautas, la del pomelo, la disociativa, la de Rafaela Carrá, la de Demis Roussos (que ha vuelto a engordar y que cuando viene a España solicita atascaburras, callos ajoarriero y otros saludables y reparadores platos carpetovetónicos, gracias a los cuales ya sonríe de nuevo).

La obsesión por la salud y la fecha de caducidad en los alimentos acarrea un grave quebranto para algunos manjares tradicionales, hasta el punto de que muchos tienen amenazada su supervivencia. ¿Cómo explicar a un inspector de Sanidad leptosomático con cara de catavinagres que ciertos quesos norteños deben su punto a que son enterrados en estiércol durante el proceso de curación? ¿Cómo se va a entender que en el faisandaje de cierta caza, es decir en su putrefacción, es donde está el secreto del insuperable sabor? Puede argumentarse que en ocasiones se pasa el punto y muere un consumidor, de acuerdo, pero se trata de un sacrificio necesario para que redoblen su placer los que quedan vivos. Es el tributo que se le paga a la naturaleza al subvertir sus leyes para que la mera nutrición se convierta en cultura.

Esa obsesión de las autoridades sanitarias por el control de la caducidad de los alimentos puede, incluso, entrar en conflicto con las creencias de muchos ciudadanos. En los días invernales en que redacto estas líneas cunde el malestar en la jerarquía católica porque, según la normativa europea (ley 283 que regula la venta y consumo de productos alimenticios), las hostias deben ir etiquetadas con el consabido rótulo «consumir preferentemente antes de…» y su fecha de caducidad. Aduce la Iglesia, con magisterio y teología, que la hostia, una vez consagrada, deja de ser pan, aunque siga pareciéndolo, para convertirse en la carne y la sangre de un Enviado que vivió en tiempos del Imperio romano, hace dos mil años, carne y sangre verdadera, nada metafórica («cuerpo de Cristo»), pero este argumento teológicamente irreprochable no es cabalmente entendido por los funcionarios comunitarios, gentes que, aunque educadas en la tradición cristiana, da la impresión de que son bastante descreídos.