En 1948 empezó la «guerra fría» y el general Franco, visceral anticomunista, fue readmitido en la comunidad internacional de la mano de Estados Unidos cuando, en 1952, firmó el tratado de cooperación y cedió suelo español para que los americanos instalaran sus bases militares. Terminado el bloqueo, se reanudaron los suministros de víveres y material extranjero, que España necesitaba angustiosamente, y desaparecieron las cartillas de racionamiento. Los americanos no nos incluyeron en el plan Marshall, pero nos socorrieron con las migajas de su mesa en forma de mantequilla, leche en polvo, queso Cheddar y otros productos de los que eran excedentarios. El que esto escribe recuerda aquellas grandes latas donde venía la mantequilla, con sus nítidos y prolijos membretes bilingües que las declaraban artículo no venal y proclamaban su calidad de ayuda del pueblo americano al pueblo español. También recuerda las grandes colas de menesterosos y pordioseros que se formaban cada viernes, truene o llueva, delante de las puertas de Cáritas Diocesana. En aquellos tiempos, ya superada la pertinaz sequía, llovía mucho y era cosa de ver la derrotada culebra de los que hacían cola, tan impertérritos bajo el aguacero que levantaba vahos malolientes de sus pobres paños y tocas. La mantequilla y el queso eran de tan buena calidad que casi todas las familias acomodadas tenían a un pobre en plantilla que les vendía su ración de mantequilla y queso o la cambiaba por garbanzos, azúcar o aceite.
Fue lo único que los pobres y ricos compartieron a lo largo de la historia de España. Por lo demás, el abismo entre la cocina rica y la cocina pobre se mantuvo y hasta se ensanchó. Los pobres continuaron haciendo maravillas con la casquería, con las tripas, las patas, los mondongos, los frangollos, las criadillas, las blanquillas, los bofes, los morros, los huesos, los chicharrones y con todo colgajo y desperdicio del animal, mientras los ricos se cebaban en el solomillo, el jamón, el entrecot y la falda. Cuando una chuleta o un bistec visitaba la mesa del pobre, es casi seguro que era de caballo, y, desde luego, la ocasión se convertía en un acontecimiento de tal magnitud que pasado el tiempo todavía se recordaba con añoranza aquel día que comimos chuletas. Por lo general el pobre sólo ha tenido acceso a la carne de baja calidad y en poca cantidad. Por eso la cocina popular abunda en preparaciones de carne picada que, al mezclarse con ralladura de pan, perejil, ajo y los otros mil ingredientes gustosos, se alarga y aumenta hasta representar el doble de su volumen en forma de albóndigas, de albondigón, de pelota de cocido, de croqueta. Y de embutidos baratos, otro procedimiento culinario para incorporar cada vez más partes desechables del animal, incluso los huesos (desde que las modernas trituradoras pueden reducirlos a pasta). Esas mortadelas, esos, así llamados, chopped, ¿de qué los harán? Mediados los cincuenta, la economía nacional comenzó a recuperarse, lo que repercutió inmediatamente en la dieta. Había más género en los mercados y de mejor calidad. El espectro del hambre fue alejándose de los menesterosos y las clases medias fueron soltándose el cinturón. Volvieron los gordos de antaño. La reforzada despensa daba para picar entre comidas. En los bares del Norte comenzaron a aparecer los pinchos acompañando a la bebida al principio simples encurtidos pinchados en un palillo, el taco de atún con pimiento o el Gilda (en homenaje a Rita Hayworth), combinación de guindilla verde, anchoa y aceituna. Después surgieron preparaciones más complicadas, incluso de alta cocina y hoy el pincho va camino de convertirse en la versión hispánica del fast food americano, la cocina en miniatura, la tapita, la cazuelita. En las tapas, mejor que en los grandes platos, el buen comer puede complementarse con el humor que debe acompañar al apetito.
En Zaragoza existe un establecimiento donde se puede degustar un «desengaño de novios» (salsa de tomate y zanahoria) o una «Semana Santa en Toledo», queso con taco de jamón. El pincho es un invento del Norte sin equivalente en el Sur porque en Andalucía ya existía, desde principios de siglo, la costumbre de acompañar la bebida con tapas y empapantes. No obstante, el origen más remoto de la tapa hay que buscarlo en los llamativos, que servían para excitar a beber en los mesones del siglo XVII.
La elevación del nivel de vida acarreó la desaparición de ciertos productos y la aparición de otros nuevos. Del mismo modo que los pobres dejaron de comer algarrobas, la clase media desertó de aquellos chocolates de ínfima calidad (pura harina) que solían ostentar nombres de vírgenes y santos (Virgen de la Cabeza, Virgen de los Reyes, Cristo de Villajos) y fue sustituyéndose por otros de mejor calidad, a veces fabricados por multinacionales suizas, que antes sólo se vendían en confiterías elegantes, casi con receta. Comenzó a comercializarse el yogur, una novedad para la inmensa mayoría de la población española, al principio sólo reservado a niños y enfermos. Después de una breve floración de refrescos nacionales (Citrania y otras marcas, que disputaron el mercado a la humilde gaseosa y al sifón) desembarcaron las bebidas de cola americanas y se abrieron rápidamente mercado entre los habitantes urbanos, siempre ávidos de novedades, y no tan rápidamente entre la gente de los pueblos, que durante mucho tiempo siguió encontrándoles sabor a medicina. Con todos estos cambios, y con la elevación del nivel de vida, con el turismo, el trabajo estacional, el pluriempleo y la emigración a Europa, la dieta de la clase obrera mejoró muy notablemente. Sin embargo, la clase media continuó comiendo casi tan mal como antes a cambio de renovar el mobiliario de la salita, de adquirir un utilitario o de darle carrera a los hijos, con esa característica capacidad suya de sacrificio que aplaza el bienestar para la generación siguiente. El caso es que la clase media tenía conciencia de lo mal que se alimentaba, por eso hacía de la comida un acto estrictamente íntimo, a salvo de miradas extrañas. Era frecuente que las amas de casa hicieran la compra en otro barrio o en un mercado alejado para cerciorarse de que ninguna persona conocida la sorprendería adquiriendo carne de ternera o queso de cabra (hablo, claro está, de cuando el queso de cabra era el más barato. Hoy, con la desaparición de las cabras, se ha convertido en un manjar, al igual que el bacalao, que también era entonces alimento de pobres).
La gran revolución de estos años vino con las nuevas hornillas. Durante milenios, el cocinero había guisado en una lumbre alimentada con palos o granzas. Más adelante, la civilización impuso las hornillas de carbón o madera, portátiles o fijas. En los años cincuenta se divulgó el infiernillo de petróleo. Luego vendrían el gas butano y las hornillas integradas de línea blanca, con varios fogones y compartimientos auxiliares, y finalmente la vitrocerámica y el microondas, ya con un pie en la era espacial.
Al tiempo que evolucionaba la hornilla, fue renovándose el mobiliario de cocina: del modesto vasal cerrado con una cortinilla a cuadros y un par de estantes de mampostería para las sartenes y las ollas, se pasó al armario de cocina, y de éste a la cocina modular, que reproduce el ambiente aséptico y ordenado de un laboratorio.
Del fregadero de piedra artificial o de loza se pasó al de acero inoxidable de doble seno y grifo monomando, ya simple complemento del lavavajillas electrónicamente programado. La cocina bonita, alicatada hasta el techo, se ha convertido en la más fiel representación del estatus social de la familia. A veces en los pueblos, donde sobra el espacio, incluso se construyen dos cocinas. La más lujosa y mejor equipada jamás se usa y queda destinada a exposición permanente o, si se usa, sólo sirve para preparar un café o un vaso de agua. No todos los cambios fueron para mejor. Hasta los años cincuenta, las cocinas eran tan espaciosas que la familia vivía prácticamente en ellas.
Debido a la hornilla casi perpetuamente encendida, constituían la habitación más calentita de la casa y, como todavía casi no había baños con agua caliente, el agua del baño de los niños se calentaba en una olla grande sobre el fogón y se vertía allí mismo, en un barreño de cinc. Las cocinas grandes, antes de que la irrupción de la televisión cambiara radicalmente nuestros hábitos, eran entrañables reboticas donde se anudaba tertulia y conversación, o donde se escuchaba la radionovela en atento silencio. Hoy, con las estrecheces de los pisos modernos, la cocina ha sufrido una drástica reducción que ha desplazado a la familia a la sala de estar. Ahora el ama de la casa se queda sola en la claustrofóbica cocina y, lógicamente, procura abandonarla lo antes posible.
En los años sesenta algunas multinacionales en expansión desembarcaron en España y, con la complicidad de funcionarios sobornables, orquestaron campañas difamatorias contra los productos españoles a cuyo mercado aspiraban. Fue así como el jamón de York le hizo la competencia al jamón serrano y como las margarinas y aceites de semillas, soja, girasol o colza desplazaron al aceite de oliva en muchas cocinas españolas. Veinte años tuvieron que transcurrir para que las aguas volvieran a su cauce y el aceite de oliva recuperara el terreno perdido gracias a que a finales de los ochenta el doctor Grande Covián divulgó con solvencia científica las excelencias del zumo de la aceituna. Ahora prestigiosos institutos médicos confirman científicamente las culinarias y terapéuticas virtudes del aceite de oliva, su carácter antiséptico, su valor como regulador de la tensión arterial y del funcionamiento del intestino, sus usos balsámicos y hasta (los griegos lo usaban para eso) su estupendo factor lubricante en los campos de Venus.
Ya en los años setenta la aparición de los electrodomésticos acarreó sustanciales cambios. Las batidoras eléctricas, primero de vaso y luego de brazo, libraron a la cocinera de la pesadez de fabricar la mayonesa a mano. Mientras tanto, la olla exprés hacía el cocido en menos de una hora.
Después casi todas las labores mecánicas se han automatizado gracias a los lavavajillas, las amasadoras para la pasta, las trituradoras, las licuadoras, los exprimidores y los robots multiuso. También han llegado las baterías apilables, los hornos eléctricos, las cocinas de vitrocerámica e inducción y el microondas. La culinaria ha adelantado sobremanera en tiempo y en trabajo pero, a cambio, ha perdido en sabor. El jamón y el chorizo de los mataderos industriales no saben igual que el jamón y el chorizo de cuando se mataba en casa; ni esa cosa espumosa, cocida con un lanzallamas, que nos venden por pan, sabe igual que el pan de la tahona que comprábamos cuando niños; tampoco sabe igual un ajo reducido a pulpa en la trituradora que un ajo majado en el almirez, ni el gazpacho ligado a mano tiene nada que ver con el realizado en batidora, y la freidora, tan aséptica y cómoda de usar, consigue que todos los fritos sepan lo mismo. «Desde que hay bidés y cuchillos eléctricos ni el coño sabe a coño, ni el jamón sabe a jamón», se queja Cela.