Cocina de trinchera

Finalmente las dos Españas machadianas, los dos bandos, los de las migas y las poleás y los de la carne y el arroz con leche, los que criaban el cerdo y los que se lo comían, llegaron a las manos, como en el entrañable lienzo de Goya en el que dos labriegos, enterrados hasta las rodillas, se tunden a palos. No es éste lugar para analizar las causas de la guerra; pero entre ellas, dado que nos interesa el tema alimenticio, seguramente debiera figurar el hecho de que hubiera tanta gente que no tenía nada que llevarse a la boca. En algunas regiones españolas había trabajadores que se deslomaban de sol a sol simplemente por la manutención. La guerra extendió el hambre a capas sociales que no la conocían, incluso para los ricos que quedaron en territorio republicano por los azares de la división territorial, amedrentados como gallinas en corral ajeno.

Para el pobre de solemnidad hubo cierta euforia al principio, cuando se le permitió asaltar y saquear almacenes y tiendas de alimentación, pero luego tres años de redoblada hambruna lo devolvieron a su consustancial escepticismo: «Mande Pedro o mande Juan, Perico no cata el pan».

En 1938 un cocinero y patriota, Ignacio Doménech, dio a la estampa un benemérito libro, Cocina de recursos, en el que ofrece ingeniosas recetas para tiempos de escasez, entre ellas calamares fritos sin calamares, cardillos borriqueros a la madrileña y, la más meritoria de todas, tortilla de patatas sin huevo y sin patatas.

Esta última receta es sencilla e ingeniosa. Las patatas se sustituyen por lascas de esa capa blanca y esponjosa que tienen las naranjas entre la cáscara y los gajos. Se arranca esta capa con cuidado y cuando se tiene un plato lleno se pone en remojo durante unas horas. Ésas serán las patatas.

Para conseguir el sucedáneo de huevos se ponen unas gotas de aceite, cuatro cucharadas de harina, diez de agua, una de bicarbonato, una pizca de pimienta molida, sal al gusto y una pizca de colorante artificial cuyo cometido es suministrar el tono a la yema. Se bate todo hasta convertirlo en una crema bastante líquida, similar a la de los huevos batidos. Ahora se le añaden las peladuras de naranja convenientemente escurridas, se mezcla y se hace en la sartén como una tortilla de patatas.

En la guerra civil y en la tremenda posguerra que la siguió, el desabastecimiento de productos básicos obligó a mucha gente a regresar a la cocina prehistórica, nunca olvidada del todo, a las poleás, las gachas, los guisos de castaña, la bellota molida, los potajes de trigo, los «hormigos» de la lozana andaluza, los altramuces, las chufas, las jerugas de las habas, las gachas negras de harina de algarroba, al pan aumentado con harina de maíz… pero ni siquiera de estos nada apetitosos había para todos.

En octubre de 1939 Auxilio Social, la organización fundada por el nuevo Estado para socorrer a los más desfavorecidos, atendía diariamente a más de un millón de personas. En los suburbios de las grandes ciudades no se dieron más casos de muerte por inanición porque algunas instituciones de caridad, singularmente las hermanitas de la Cruz, reintrodujeron la sopa boba y ofrecían a los hambrientos lo poco que tenían: unos guisos lavados (mera agua almidonada de hervir algunas patatas y una porción de tocino rancio que le daba color), o guisos de habas sin pan, o de arroz partido con algo de ajo rehogado y laurel, que fue prontamente bautizado por los comensales como «arroz de Franco» o «arroz por cojones» y las «patatas a lo pobre» (patatas, laurel, pimiento, tomate y colorante), que admitían una variante simplificada, las «patatas al Avión» cuando se trataba de patatas hervidas con laurel y la indispensable papelina de colorante marca «El Avión».

Tras el descalabro de Alemania e Italia, los aliados pasaron factura a Franco por su apoyo al Eje e intentaron aislarlo para provocar su caída.

Esta circunstancia prolongó durante unos años más las privaciones y los sufrimientos de la larga posguerra.

Las tiendas de alimentos estaban vacías y cuando recibían algún género se formaban largas colas hasta que se agotaba. Una oficina estatal, la Fiscalía de Tasas, controló prácticamente todo lo susceptible de ser comido, a excepción de las naranjas, cebollas y castañas. Se impusieron las cartillas de racionamiento, primero familiares, luego individuales, que durarían hasta 1952. Los productos racionados eran: carne, tocino, huevos, mantequilla, queso, bacalao, jureles, aceite, arroz, garbanzos, alubias, lentejas, patatas, boniatos, pasta para sopa, puré, azúcar, chocolate, turrón, café, galletas y pan.

Eran de venta libre: leche, pescado corriente, mariscos, fruta fresca, frutos secos, hortalizas, ensaladas, condimentos, malta y achicoria.

En 1940 la ración por persona y semana era de 300 gramos de azúcar, un cuarto de litro de aceite, 400 gramos de garbanzos y un huevo. A veces se añadían a la ración 100 gramos de carne; otras, dos huevos. La carestía aumentó hasta desembocar en franca hambruna. Las clases desfavorecidas acudían a las expendedurías de carne de caballo (denominación que encubría frecuentemente la de burros matalones y mulos desechados). Parte de esta carne, y no siempre los mejores bocados, alcanzaba al siguiente nivel de la escala social, el de las clases medias, que preferían no averiguar de qué estaba hecho el salchichón cuando algún vendedor ambulante se les acercaba en los alrededores del mercado y les susurraba: «Tengo embutidos recién llegados de la sierra, caballero; son de pueblo, señora: de toda confianza». La carne de caballo es un artículo bastante común en la dieta europea, especialmente en Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Italia, Polonia y Rusia, pero en España se ha mantenido el tabú medieval sobre su consumo, al menos entre las clases privilegiadas. En los medios campesinos de Salamanca y Extremadura los asnos jóvenes o «buches» se consideraron desde antiguo un bocado estimable.

Luego las migraciones estacionales obreras del siglo XIX introdujeron este consumo en ciertas regiones de Castilla, León y la Sierra Norte de Sevilla, recorridas por unos itinerarios muy precisos. El consumo se ha mantenido siempre en estos límites.

Por eso, a finales de los años cincuenta y especialmente en la década de los sesenta, cuando los motocarros jubilaron a los burros y los tractores a los mulos, el enorme excedente de ganado mular y asnal que fue a parar a los mataderos, algunos de ellos clandestinos, tuvo que transformarse en chacinas, entonces muy consumidas, especialmente la línea blanca que usa pimienta en lugar de pimentón. Hoy el que quiera comer burro debe reservar mesa en Casa Danín, parroquia de Valdesotos, Pola de Siero (Asturias), donde lo sirven desde hace unos años y la clientela va en aumento.

Otros animales consumidos entonces, y ahora, por una población campesina nada remilgada eran los galápagos, las culebras, los lagartos, los mochuelos y las aves en general, ya se sabe:

«Todo lo que vuela, cae en la cazuela». Mencionaremos aparte de los caracoles y las ranas, que de este heterogéneo grupo son los únicos que han merecido figurar, y no siempre, en la mesa de los señores. En el caso de las ranas, es posible que hayan llegado tan alto por sus virtudes afrodisíacas. Las ranas deben sazonarse con anís y romero, aceite de oliva y flor de harina y, para que hagan su efecto, conviene comer al menos docena y media y haber envuelto previamente el miembro desfallecido en una ubre de cabra seca. Cunqueiro dice que con este tratamiento, y postreando con un vasito de agua de anís, queda el paciente «tan activo y tan de continuo en la obra como el mazo de la herrería del arzobispo». Quizá sea cosa de probar. Volviendo a nuestros años del hambre, en los pueblos los pobres se arriesgaron a experimentar culinariamente con plantas que nunca antes habían comido las personas, alcachofas borriqueras, cardanchas, el llamado pan de pobre (un tallo incomible al que los menos pesimistas encontraban cierto sabor a rábano) y otras hierbas que a veces resultaron ser venenosas.

En la ciudad la situación de los más humildes empeoraba. Los recursos eran tan limitados que se veían obligados a hurgar en las basuras en busca de mondaduras de patata, de hojas mustias de lechuga, de pingajos de carne, de lo poquito que sobraba en un país sin sobras. Abnegadas cocineras idearon extrañas mezclas de ajo, laurel y tomillo para disimular los sabores extraños de las puntas de ortiga cocidas y otras hierbas que hacían pasar por espinacas. Ni siquiera había combustible. En algunos lugares se guisó con boñiga de vaca seca y compactada, como hacen los parias de la India.

La salud pública se resintió. Las almortas o guijas consumidas por los más pobres en el bajo Llobregat produjeron una extraña parálisis en las piernas, que primero obligaba a los afectados a caminar de puntillas y en su fase terminal les producía espasmódicos temblores. Incluso se registraron casos de la paraplejia denominada «latirismo mediterráneo» de la que casi se había perdido la memoria histórica en Europa. A los calambres musculares y a las afecciones hepáticas sucedieron fatalmente los niños con el vientre hinchado (como hoy en África), y las enfermedades contagiosas, tuberculosis, difteria, tifus. En algunas provincias especialmente deprimidas la mortalidad infantil alcanzó el 35% en 1942.

Como es natural, hubo un florecimiento del mercado negro y los acaparadores y estraperlistas hicieron su agosto. Florecieron los enchufes, los sobornos, las dobles contabilidades y toda la secuela de martingalas e inmoralidades características de los tiempos de escasez. El kilo de azúcar, cuyo precio de tasa no llagaba a dos pesetas, se pagaba en el mercado negro a veinte pesetas; el aceite, que no llegaba a cuatro pesetas el litro a precio de tasa, valía treinta en el mercado negro. A menudo el propio agente gubernativo que escoltaba cada camión de aceite a su lugar de destino para evitar que parte de la carga derivara hacia el mercado negro, aprovechaba la coyuntura para matutear en el vehículo un bidón de aceite extra que luego revendería él mismo en el mercado clandestino.

En los accesos de las ciudades se instalaron fielatos para reprimir el contrabando, pero los estraperlistas los burlaban con mil procedimientos ingeniosos: depósitos de hojalata adaptables al cuerpo de un flaco como una especie de chaleco, garrafas de aceite con una porción de vino en el gollete (por si la autoridad las inspeccionaba), solomillos atados alrededor de la cintura de una falsa preñada, ristras de chorizos colgando de un liguero improvisado entre unas piernas femeninas. Las adulteraciones estaban a la orden del día: los perros y gatos vagabundos desaparecieron de las ciudades para ser consumidos en forma de salchichón: los inspectores de Sanidad descubrieron que una carnicería sevillana llevaba expendidos más de dieciocho mil gatos por liebre y que cierta acreditada industria lechera santanderina añadía rutinariamente más de quinientos litros de agua diarios a la leche que servía a su distinguida clientela Peccata minuta comparado con lo que ocurría en Madrid, donde la leche y el vino eran abusivamente bautizados y rebautizados a lo largo de toda la escala de intermediarios entre el productor y el consumidor: cada día entraban doscientos mil litros de leche y sin embargo se consumían más de cuatrocientos mil, es decir la leche contenía un 50 por ciento de agua. Los exigentes que querían cerciorarse de beber leche sin bautizar podían adquirirla a un precio algo más caro del habitual en ciertas vaquerías en las que la ordeñaban a la vista del cliente. Un informe de la Dirección General de Sanidad sobre la alimentación de la población madrileña menos favorecida, en el período comprendido entre los años 1941 y 1943, divide a las familias investigadas en cuatro grupos. El primer grupo, con unos ingresos mensuales inferiores a 200 pesetas, sólo alcanzaba un 57% de las necesidades calóricas mínimas. El cuarto grupo, con unos ingresos que oscilaban entre 600 y 1000 pesetas, cubría el 80% de sus necesidades calóricas. No obstante, el informe precisa que las 850 pesetas mensuales «no las reúnen mensualmente las familias españolas… —y que— en el campo, aunque los ingresos sean menores, la facilidad para adquirir productos alimenticios es mucho mayor». Efectivamente en el campo se pasó menos hambre que en las ciudades, porque los hambrientos se comieron el paisaje y siempre les quedaba el recurso de robar un par de melones o unos puñados de espigas.

Un procedimiento para componer una comida mediana consistía en saltarse la otra, generalmente el almuerzo.

«Tomábamos el café por la mañana —dice un testigo— y ya nada hasta la noche, a la vuelta del trabajo, unas papas fritas con tomate, un arroz, un gazpacho, una ensalada, o una sardina arenque estrujada en el quicio de la puerta». «A veces sólo había un trocito de pan de maíz —recuerda el humorista José Luis Coll—, y lo mojabas en un huevo frito y en vez de comerlo lo chupabas, para que durase más».

En muchos pueblos reaparecieron molinos neolíticos como utillaje de cocina para moler el poco cereal disponible y hacer una harina basta que se hervía en forma de guiso o se panificaba. En la localidad jiennense de Fuerte del Rey un alcalde y jefe local del Movimiento que, al propio tiempo, era el único fabricante de harinas de la localidad, requisó todos los molinos particulares que hacían la competencia a su industria y pavimentó con ellos una céntrica calle. En vivo contraste con la cocina de subsistencia de los pobres, la clase acomodada y adicta al régimen pasó menos estrecheces y capeó el temporal con desayunos de café (pan tostado o frito migado hasta que la cuchara se clave en medio del tazón), y con almuerzos y cenas de potajes, pucheros, cocidos y papas guisadas, a menudo administrando juiciosamente lo poco que había e ingeniando aplicaciones culinarias para los residuos alimentarios más peregrinos: las tostadas del desayuno untadas con la pringue choricera del fondo de la orza, avaramente tasada para que se alargue y dure; el aceite de freír el pescado, tan lleno de pizcos, reutilizado como salsa de un plato de huevos revueltos aromatizados con un chorrito de vinagre; los mendrugos de pan convertidos en rebanadas que se tostaban y reservaban para hacer sopa. Los sueldos de las criadas eran tan bajos que casi todos los hogares de clase media podían costear servicio doméstico por cuatro perras pero, con tanta hambre suelta por el mundo, las señoras no se fiaban de sus domésticas y no vacilaron en volver a las lecheras con candado, a los chorizos guardados bajo llave en un arcón del dormitorio, a las alacenas con cerrojo y cerradura.

Muchos labradores acomodados mantuvieron un aceptable nivel de abastecimiento que los salvaba del hambre y les producía incluso plusvalías canjeables por favores burocráticos o profesionales con los parientes lejanos de la ciudad. El oportuno regalo de una docena de huevos, un pollo o una guirnalda de chorizo casero allanaba muchos tropiezos en la España burocratizada de la póliza por triplicado, el aval y el vuelva usted mañana. Y el soborno en especie alimenticia, con el pretexto de la Navidad, la fiesta de la patrona del Cuerpo o la onomástica, libraba de inspecciones y multas.

Si el común de la población pasaba hambre o al menos se las veía moradas para subsistir, una casa rica de los años cuarenta o cincuenta podía permitirse almorzar un primero de potaje o cocido; un segundo de carne, generalmente solomillo en salsa negra, y un tercero de huevos o friturillas y postre. Una minoría privilegiada, los verdaderamente ricos y los estraperlistas, comían estupendamente, manteniendo los niveles anteriores a la guerra e incluso superándolos. Es natural, porque tocaban a más langosta, más pollo de corral, más jamón, más dulces de postre y más «café-café».

Quizá este doblete cafetero requiera cierta aclaración. A falta de productos originales se idearon algunos sustitutos que fueron resignadamente aceptados e integrados en el idioma. El café de toda la vida, aquella planta arábiga que olvidaron los turcos en el segundo sitio de Viena, había pasado a llamarse «café del bueno» o «café-café», para diferenciarlo del sucedáneo elaborado con cebada o malta.

Los nuevos ricos se caracterizaban por su proclividad a los signos externos de riqueza, que eran especialmente tres: los coches americanos, que muchos adquirían solicitando simplemente «El coche más grande que “haiga” en la tienda» y que, por consiguiente, pasaron a denominarse haigas; los lujosos abrigos de pieles con que cubrían a sus mujeres y a sus queridas y el jamón serrano.

El jamón alcanzó tal prestigio que llegó a simbolizar el bienestar y el éxito y, para los pobres, el sueño inalcanzable. Los héroes españoles por excelencia, los detectives de tebeo Roberto Alcázar y Pedrín, comían estupendos bocadillos de jamón mientras que el antihéroe Carpanta, la propia personificación del hambre y el fracaso, poblaba sus sueños imposibles de jamones y pavos asados. No es casual que el pío país que veneraba el brazo incorrupto de santa Teresa y la momia de san Fernando erigiera dos momias comestibles en el altar de sus hambres y sus hartunas: el bacalao de los pobres, con su triste raspa acartonada, y el jamón serrano de los ricos. El prestigio del jamón era tal que llegó a ser considerado en medicina y algunos médicos, cuando veían francamente mal al enfermo, le recetaban caldito de jamón. «Cuando un pobre come jamón —observaba el pueblo, sentencioso—, o está malo el jamón o está malo el pobre». En los restaurantes no se sabía bien lo que se comía. Las albóndigas quedaron tan desprestigiadas que aún hoy mucha gente las evita sistemáticamente, recelando que se hacen con las sobras de la carne del día anterior.

Sin embargo, lo que son las cosas, esas mismas personas otorgan plena confianza a la hamburguesa, que no es más que una albóndiga aplastada y desprovista de la gracia y de las especias de la española (motivo por el cual, para que sepa a algo, hay que añadirle sendos churretazos de ketchup y mostaza americana).

Terminada la Segunda Guerra Mundial con la derrota de los fascismos, las democracias triunfantes decidieron boicotear al régimen de Franco. Pero el régimen, manipulando hábilmente la fibra patriótica, consiguió que una parte importante de la población reaccionara con orgullo hidalgo. El asolado país, haciendo de la necesidad una virtud, se encaramó en su sillón frailero, elevó la castaña a la categoría de plato nacional y se broqueló de desdén hacia lo extranjero, despreciando al mundo como la zorra a las uvas:

—¿Que no nos quieren?: ¡Menos los queremos nosotros! Que bloquean las importaciones de trigo y gasolina:

¡Ya nos apañaremos: pa poco pan, ninguno!

En las tribunas líderes falangistas bien comidos, muchos de ellos con doble papada y panza creciente, como el propio Caudillo, catequizaban al pueblo con la palabra autarquía, es decir, autoabastecimiento. Había que cerrar las puertas de la patria al corrompido mundo exterior, aun a costa de redoblar el hambre y el sufrimiento. Hasta el diccionario se expurgó de extranjerismos, el coñac se rebautizó jeriñac, la ensaladilla rusa se llamó «imperial» y la radio emitió con machacona constancia la inspirada loa de Pepe Blanco al plato autárquico nacional, al centralista e imperial cocido madrileño, vencedor, por fin, de la cocina gabacha con toda su cohorte de mistificaciones y camelos. Vean si no:

No me hable usted de los banquetes que hubo en Roma ni del menú del hotel Plaza en Nueva York, ni del faisán ni los fuagrases de paloma ni me hable usted de la langosta Termidor. Pues lo que a mí, sin discusión, me quita el sueño, y es mi alimento y mi placer, la gracia y sal que al cocidito madrileño le echa el amor de una mujer.

Cocidito madrileño,

repicando en la buhardilla,

que me sabe a hierbabuena

y a verbena en las Vistillas.

Cocidito madrileño

del ayer y del mañana

pesadumbre y alegría

de la madre y de la hermana:

a mirarte con ternura

yo aprendí desde pequeño

porque tú eres gloria pura

(bis) cocidito madrileño.

Dígame usted dónde hay un cuadro con más gracia

con el color que da la luz del mes de abril,

cuando son dos y están debajo de una acacia

y entre los dos un cocidito de albañil.

Cuando el querer de una mujer le dice al dueño

de su hermosura y su pasión:

«Toma, mi bien, tu cocido madrileño

que dentro va mi corazón».

Ya se ve que el cocidito de la copla, a falta de más sustancia, llevaba mucho amor femenino, de madre, de hermana, de esposa y algo de pesadumbre.

Carne, poca, si exceptuamos el corazón de la cocinera expresado en esta última estrofa. Por eso, como la vida da tantas vueltas, Pepe Blanco, humilde taxista logroñés de la primera posguerra, en cuanto se hizo un nombre y una cuenta corriente, se apartó de los garbanzos y se dio al bistec con patatas y al jamón de veta.

La copla patriótica confortaba mucho, sí, pero no aliviaba los estómagos vacíos en las frías noches invernales en torno al desmayado brasero.