Nuestros fogones

En 1906 un periodista francés de origen lusitano, Annick de Oliveira, fue enviado a Madrid para informar sobre la ejecución de Aldije y Lopera, los reos del famoso crimen del Huerto del Francés. Oliveira escribió varias cartas a la soprano de la Ópera de París Annina Fasciati, que era su amante: «Estoy sentado en un aguaducho del paseo de Recoletos —leemos en la primera de ellas—, bajo la sombra de un tilo, porque hace calor. En este establecimiento se sirven diversas bebidas que combaten el calor y están deliciosas: agua de cebada, limonada y horchata de chufa. La gente no se fía del agua de las fuentes porque contagia el tifus, según dicen. Contemplando a los paseantes me percato de que los españoles acomodados suelen ser gordos desde la infancia. Esto se debe a que consideran elegante la gordura porque demuestra que pertenecen a la clase superior. Los obreros, por el contrario, son delgados. Si estuvieras aquí, querida Annina, nadie admiraría tu belleza: les parecerías demasiado delgada». En otra carta, Annick de Oliveira observa: «Los españoles de cierta educación profesan gran admiración hacia la cocina francesa y no pierden ocasión de alardear de conocimientos gastronómicos citando, en detestable francés, guisos de alta cocina que yo desconozco. También se saben el nombre de algunos famosos restaurantes de París. Creo que son un poco palurdos, aunque bienintencionados. En Madrid existen algunos buenos restaurantes, que sirven cocina francesa. Sin embargo yo prefiero probar las comidas del país y suelo almorzar en figones o incluso en tabernas de obreros llamadas tascas, que hay en las proximidades de los mercados, donde sirven, sin ninguna ceremonia, comidas honradas y bastante contundentes: “callos, escabeches, potajes, pistos, manos de cerdo…”. También almuerzo en otros cafés frecuentados por periodistas y artistas: el de Fornos, el Pombo, el Suizo…». Nada dice el lusofrancés de la Bola, cuyo famoso cocido, que costaba 1,50 pesetas, no sabemos si llegó a probar.

El gran siglo de la cocina francesa duró hasta la Primera Guerra Mundial. Antes del cataclismo europeo, España, satélite de Francia en lo gastronómico como en tantas otras cosas, inauguró dos grandes hoteles internacionales en los que se servía cocina francesa: el Ritz (1910) y el Palace (1912). En el palacio real y en las mansiones de la aristocracia también había cocineros franceses. La reina Victoria Eugenia, entrevistada en el exilio, declaraba: «Nunca tuvimos cocina española. Únicamente había gazpacho todos los días de verano. A mí me encantaba».

«Tenía sed después de las audiencias y me abalanzaba sobre el gazpacho. Luego, una vez a la semana, cocido; pero disponíamos siempre de un cocinero francés». El prestigio de lo autóctono se había reducido prácticamente a la pastelería tradicional y a algunas derivaciones geniales como la ensaimada, la merienda favorita de las clases acomodadas. La dulcería ha sido, de siempre, el terreno pastueño donde se han reconciliado las izquierdas y las derechas. Delante de una buena ensaimada, a Millán Astray se le emocionaba el ojo cíclope y Juan Negrín era capaz de despachar dos de tamaño familiar en los postres. Indalecio Prieto, que también tenía un buen saque, se escandalizaba de la glotonería compulsiva de su correligionario, que era capaz de cenar tres veces seguidas, siempre con champán francés, y «por comer y beber sin tasa era capaz de vomitar como los antiguos romanos».

Mientras Negrín y los burgueses madrileños criaban opíparas panzas con delicatessen francesas, los campesinos de la España deprimida se mantenían fieles a la dieta milenaria de sus ancestros: sopas de ajo o de leche; cocido o potaje en el almuerzo o la cena. Y los que tenían suerte comían algo de carne, aunque poca, en las bodas y las fiestas del patrón.

«Antes de la guerra —confiesa una anciana manchega—, con siete u ocho hijos y el sueldo miserable, imagínese. Se comían potajes de arroz, si acaso con algo de bacalao. No se bebía leche, y nada más que garbanzos con un poco de aceite frito, y ahora pone una un cocido y le da asco a los hijos la pringue que echa».

Antes de la guerra, los viajeros de las sociedades geográficas exploran un país tan extraño al señorito de ciudad que todo se antoja territorio extranjero. Van en sus crónicas brotando nombres de guisos históricos plenamente vigentes por la varia geografía española, guisos a base de pan, ajo y manteca, o casquería y desperdicios de la carne comida por los señores y la gente de ciudad. La recia nomenclatura tiene algo de arcaico, en la dureza silícea de sus sílabas se adivina la intensidad de unos sabores elementales que van directamente al centro del hambre, sin adornos ni finezas: las migas en sus mil denominaciones (fariñes, farinatos, farrapes, fayueles, gachas, gofio, formigos, alcuzcuz); los hartatunos, los atascaburras, el ajoarriero, las gachas, los pijancos, los grañones, los zarangollos, los tojuntos, las lebradas, los patagorrillos, la chanfaina, las gallinejas, los andrajos, las ruleras, las gachamigas, los chicharrones, los papajotes, las madejas, los zarajos, los menudillos… platos confeccionados con intestinos gruesos y delgados, con estómagos, con bofes, con entretelas de dudosa denominación, con hilillos, tendones y desperdicios.

En las casas acomodadas del agro encuentran pucheros de garbanzos o potajes de alubias o lentejas de un día sí y otro también, o acaso la variante de un guiso de carne con patatas o con arroz. Como desde al menos el siglo XI, la comida fuerte del día sigue siendo la cena, al final de la jornada, cuando se pone el sol.

Un entusiasta gastronómada, Dionisio Pérez, recorre España levantando acta de las cocinas populares que encuentra: en Extremadura, la caldereta de pastor y el pollo relleno de migas; en Andalucía, el gazpacho, el menudo, los guisos marineros, el pescaíto frito, el ajoblanco con uvas, la tortilla a la granadina; en Levante, la paella y el turrón; en Cataluña, la escudella, la tortilla de judías, el bacalao con salsa romesco; en Aragón, los chilindrones y el conejo en salmorejo; en Navarra, los cochifritos, el bacalao al ajoarriero; en el País Vasco, el bacalao al pilpil y a la vizcaína, el besugo a la donostiarra, el marmitako, la purrusalda; en León, los botillos, las empanadas, las migas canas; en Asturias, la fabada, los frixuelos, las fayuelas; en Galicia, los mariscos, las empanadas, el lacón con grelos, los quesos; en Castilla la Vieja, el cordero asado, la sopa burgalesa, el arroz a la zamorana; en La Mancha, los morteruelos, el pisto, las gachas; en las Baleares, las sobrasadas, la caldereta de langosta; en Canarias, el gofio; en Madrid, finalmente, los garbanzos, los churros, los mazapanes. Dionisio Pérez, en su afán de resaltar la riqueza culinaria hispana, pasa por alto que muchos de los platos que enumera son simplemente procedimientos o familias del mismo plato que luego se repite con variaciones regionales o locales.

Dionisio Pérez es el paladín de la cocina española avasallada por la francesa, despreciada por sus propios hijos e ignorada por los extraños.

«Este pueblo —escribe—, al que se acusa de sobrio, de torpe guisador, de hampón alimentado de migajas, de burlador de hambres, de villano harto de ajos, fue el que enseñó a comer a toda Europa y echó los cimientos de la cocina moderna».

Se aprecian, pues, dos Españas radicalmente enfrentadas hasta en el terreno de la crítica gastronómica. A la generación de Dionisio Pérez pertenece Julio Camba, que descalifica la cocina española por «llena de ajo y preocupaciones religiosas. Aderezado con ajo, todo sabe a ajo (…). Acostumbrado a su sabor, el español encuentra insípidas todas las comidas que no lo contienen… —Y más adelante asesta el rejón de muerte—: Donde no hay buenos prados no hay buena cocina porque la gran base culinaria es, sencillamente, la hierba». Con lo que de un plumazo descalifica casi todas las cocinas regionales (hoy autonómicas) y sólo se salvan, quizá, las cantábricas (él era gallego, claro).

Incluso arremete contra el aceite, «allí donde la aceituna es buena, la carne suele ser abominable», y atribuye la corta estatura de los españoles al hecho de que no consumamos más mantequilla. En esto, el tiempo se ha encargado de demostrar cuán errado andaba: entre 1970 y 1990 la estatura media de los españoles ha crecido siete centímetros, hasta superar la media de los ingleses, tan admirados por Camba, a los que siempre hemos tenido por gente alta y bien criada. Sin embargo, estos años en que el pueblo español ha dado el estirón (que sigue), han coincidido precisamente con nuestra reconciliación nacional con el aceite de oliva al que una política consumista delincuente había expulsado de muchas cocinas. Es evidente que crecemos más porque globalmente nos alimentamos mejor, especialmente de productos lácteos, yogures, quesos, leche (incluso descremada) y de carne, sin por ello descartar el valor nutritivo de los potitos y otros piensos compuestos propios de la primera infancia, tan superiores nutricionalmente a las gachas de harina tostada con que antiguamente se criaba a los niños.

Otras afirmaciones de Julio Camba parecen menos discutibles. Dice, por ejemplo: «Madrid, que odia el mar, constituye a la vez una mala capital política y una pésima capital gastronómica». Ya se ve que Camba no sentía gran aprecio por la cocina española, pero desde luego tampoco se rendía incondicionalmente a la francesa: la encuentra «excesivamente literaria (…); los manjares pierden su gusto en las salsas, donde lo accesorio usurpa el puesto de lo principal y donde todo, en fin, es preparación». A Camba le gustaba la cocina inglesa (que la hay, aunque la gente la desconozca): el lomo de carnero, el queso Cheddar, el Stilton, el joint de buena carne de buey asado en su punto. La única pega que le veía es que en Inglaterra sólo comen unos cuantos.

En las ciudades muchas señoras comenzaron a entrar en la cocina. En el recetario Ramillete del ama de casa, edición 1927, leemos: «Es evidente que si se quiere comer a gusto, condimentando sabrosamente los platos y procurando una conveniente variación (…) o se impone el gasto exagerado que lleva consigo utilizar una cocinera, que cobra sus servicios a muy buen precio —con todos los inconvenientes de dejar la cocina a su disposición—, o hay necesidad de que las señoras, verdaderas amas de su casa, tomen a su cargo, por modo singular y con la ayuda de sirvientas más modestas y menos exigentes, cuanto se relaciona con el sostenimiento material de la familia, la cual, de esta manera, comerá bien y en su caso, sin mayores dispendios».

La gente pudiente comía en abundancia. Veamos dos menús de la época: Para el almuerzo entremeses, tortilla de espárragos, bistec con patatas y trucha en salsa, solomillo de cerdo relleno, soufflé, quesos y frutas, vino, café y licores. Para la cena: entremeses, puré de lentejas, langostinos con salsa tártara, paella, espárragos al natural, rosbif deshuesado, quesos helados, pudín de manzana, fruta, vino, café y licores. Un almuerzo que Alfonso XIII ofrece en 1923 a las autoridades catalanas, en el Ritz de Barcelona, consta de caviar blinis, consomé de ave, hojaldres, huevos a la florentina; filetes de lenguado fritos, pulardas a la cazuela, legumbres de invierno, ensaladas, pastel Chantilly, frutas y café.

Los vinos, franceses, de las mejores añadas.

Que la gente pudiente comía demasiado se echa de ver en las fotografías de la época: todo grandes panzas y grandes papadas en acusado contraste con la delgadez menestral y obrera. El dictador Primo de Rivera, en su empeño paternalista por atajar los males de la Patria, se hizo eco de estos excesos en una nota de prensa aparecida en diciembre de 1929: «En España se come mucho y se trabaja poco —leemos—. Un diez por ciento actuando en menos sobre lo primero y en más sobre lo segundo bastaría para nivelar la economía nacional. El plan de vida en España de la clase media y o pudiente es disparatado. La comida o almuerzo, que no se sabe bien lo que es ni cómo llamarlo, de las dos y media a las tres de la tarde, la comida o cena de las nueve y media a las diez de la noche, son de un absurdo y un derroche y una esclavitud para la servidumbre doméstica, obligada a trabajar hasta casi las doce de la noche. Bastaría sólo una comida formal, familiar, a mantel, entre cinco y siete de la tarde, y después, los no trasnochadores, nada; los que lo sean, un refrigerio, y antes un pequeño almuerzo o desayuno de tenedor a las diez y media y once de la mañana, y los madrugadores podrían anticipar, de siete y media a ocho, una taza de café. Tal sistema es mucho mejor para la salud y, además de combatir la obesidad, ahorraría luz, carbón y lavado de mantelería».