En la escala más baja de la clase media, haciendo desesperados esfuerzos por recoger los faldones, que les caían en la jurisdicción de la clase obrera, estaban los funcionarios de nivel inferior, los covachuelistas, frecuentemente cesantes al cambio de gobierno. Eran la versión postindustrial de aquellos hidalgos pobres que tenían que fingir que comían y alardear de unos posibles de los que carecían. Muchas veces se trataba de familias que ascendían por la cucaña social a base de aparentar algo más de lo que eran, siempre a expensas del sufrido estómago. «Muchas familias en mala situación —escribe Almirall— se alimentan de forma muy deficiente y de puertas adentro se reducen a lo estrictamente necesario, y en ocasiones ni aun a eso; pero al salir a la calle no les falta nada —nada, sobre todo, de lo que salta a la vista— y se presentan bien peinadas, perfumadas, adornadas con joyas y elegantemente vestidas. El tipo de hidalgo castellano que bajo capa vistosa ocultaba la falta de camisa y el estómago vacío, es más común entre nosotros de lo que pudiera imaginarse. En nuestras excursiones por España se nos ha ocurrido casi siempre pasar hambre en casas puestas con todo lujo, cuyo dueño tenía a gala poseer un coche particular para presentarse dignamente en el paseo. El orgullo hidalgo de las regiones centrales y meridionales de España, haciendo de la necesidad una virtud, ha elevado la sobriedad al rango de religión nacional y, querámoslo o no, se nos obliga a ser sobrios. Para apreciar mejor esto que digo bastará mirar los boletines del matadero de nuestras grandes ciudades. La cantidad de carne que se consume es muy inferior a la de cualquier otra ciudad de la misma importancia de la Europa central».
La época dorada de la gran cocina europea, que es la francesa y sus satélites, abarcó el último tercio del siglo XIX, cuando los grandes cocineros galos crearon platos complicados y exquisitos que hoy, con el encarecimiento de la mano de obra y la degeneración de las materias primas, sólo podríamos reproducir a unos precios prohibitivos. En París surgieron grandes restaurantes de renombre internacional que se convirtieron en La Meca adonde muchos neogastrónomos europeos tenían que peregrinar por lo menos una vez en la vida. La belle époque, más bella para unos que para otros, entregaba su perfume a los elegidos, aquellos que, como el gastrónomo Verón, podían jactarse de padecer una falta absoluta de privaciones.
Esta gran cocina tuvo también su reflejo en España. Por encima de las hambrunas medievales y los hartazgos de cocido y fritanga que mantenían a la mayoría de la población, una exigua minoría de privilegiados acataba fielmente el magisterio gastronómico de París. Este grupo estaba constituido por la declinante aristocracia viajera y por sus imitadores, los prestamistas promocionados a banqueros, los grandes industriales y altos funcionarios. Galdós, en Lo prohibido, retrata a uno de estos conversos a la gastronomía francesa: «De su mesa había desterrado paulatinamente los asados de cazuela, los salmorejos, las paellas y otros platos castizos y, por fin, introdujo en la casa, con carácter de temporero, mas con idea de que fuese de plantilla, a uno de los mejores mozos de comedor que había en Madrid (…), las buenas comidas y los platos selectos de la mesa de mi hermano llegaron a empalagarme y como transcurrían semanas enteras sin que pudiera librarme de comer allá, concluí por echar de menos mi habitual mesa humilde y el manjar preferente de ella, los garbanzos, que para mí, como he dicho antes, no tienen sustitución posible (…). Siempre que pasaba por la Corredera de San Pablo y por la tienda de que soy parroquiano titulado “la Aduana en comestibles”, se me iban los ojos al gran saco de garbanzos colocado en la puerta». Los grandes banquetes se convirtieron en el acontecimiento social por excelencia y el más evidente símbolo de estatus (como en el ocaso de la Edad Media y el del mundo barroco). Además, la elegancia exigía rodearlos de un sentido artístico, que se manifestaba no sólo en la presentación de la mesa, con centros florales y lujosas cuberterías y vajillas, sino incluso en detalles tan aparentemente secundarios como la redacción e impresión de tarjetones de menú que eran ya, en ellos mismos, obras de arte buscadas por coleccionistas. En las revistas de la clase alta surgieron secciones gastronómicas en las que gourmets, entre pedantes y advenedizos, pontificaban sobre viandas, manjares, recetas y vinos. Se puso de moda el pan de Viena, «que no se aceda como el pan común, siendo por esto muy digestivo y recomendado por los facultativos para los convalecientes». Los consumidores comenzaron a interesarse por la procedencia de los alimentos que comían, especialmente las frutas y verduras, que se vendían mejor si se les atribuían determinados orígenes. Las mejores frutas venían de la Vera de Plasencia, de Piedrahíta, de Murcia, de Villaviciosa o de la ribera del Jarama; los, albaricoques de Toledo; los higos y brevas, de Levante; las peras y melocotones, de Aragón, León, Valencia y de la ribera del Tajuña, fruta de pobre en temporada; la uva de albillo, de Toro y Zamora; las naranjas y las granadas, de Valencia; la piña, la chirimoya, el mango y el aguacate, de Cuba…
Brotaba con fuerza la gastronomía del viejo y reseco tronco de la teología (así se lo tengo oído a Vázquez Montalbán; con la salvedad de que los gastrónomos suelen ser gente bien humorada, bastante alejada de la seriedad asnal del teólogo). En Granada hubo, por ejemplo, una tertulia literario gastronómica que tenía por nombre el Pellejo y se reunía con periodicidad mensual en el carmen del Caidero.
Sus actas terminaban invariablemente: «Luego se cenó. Y no habiendo más que comer, la reunión se fue a roncar, de lo que certifico».
Al amparo de este interés por la gastronomía, surgió una literatura culinaria que era seguida con interés incluso por adeptos al cocido de garbanzos que, por falta de medios, no podían razonablemente aspirar a comer a la francesa. Las cartas intercambiadas entre el mencionado doctor Thebussem y J. M. de Castro y Serrano, que firmaba «El cocinero de su Majestad», gozaron de merecida fama entre los aficionados.
La réplica española de los grandes restaurantes franceses la dieron algunos establecimientos de Madrid, Barcelona y otras grandes capitales. En Madrid los comedores elegantes estaban en Farruggia y Lhardy, donde se comía a la europea. «Las sopas caldudas y grasas pasaron a la historia —catequiza Farruggia en Galdós—. Ya que usted se propone enseñar a los españoles a comer, trate de propagar, de popularizar los consommés finos, tan sustanciosos como transparentes». No había término medio. Por debajo de estos restaurantes caros la oferta descendía a lo populachero. Se puede almorzar en un buen restaurant o en cafés finos —se lamenta doña Emilia Pardo Bazán en Insolación; pero eso es echar un pregón para que te vean. Se puede ir a un colmado de los barrios o a una pastelería decente y escondida, pero no hay cuartos aparte:
«Tendrás que almorzar en pública subasta, a la vera de alguna chulapa o de algún torero. Fondas, ya supondrás que no quedan sino en Las Ventas o el Puente de Vallecas». En lo que la cocina autóctona mantuvo cierta independencia fue en la dulcería que, refinada al contacto con lo italiano y lo francés, alcanza en estos años sus mayores cotas. En competencia con los mojicones, bizcochos, tocinillos de cielo, jaleas y otras empalagosas delicadezas, tradicionales en los obradores de los conventos de monjas, los obradores laicos de la Restauración producían enormes tartas o ramilletes de bizcocho guirlache, huevo hilado, dulces y bombones que había que transportar entre dos hombres. A los mazapanes de Toledo (desde el año sesenta y tres presentados en forma de culebra enroscada) les hacían gran competencia las torres de mazapán que preparaban las confiterías madrileñas. El otro producto famoso eran los sorbetes y helados. Llegando los meses de calor, no había ciudad o lugarejo de España donde no se estableciera un puesto de helados que los arrieros surtían de hielo obtenido de los pozos y las simas de la sierra más próxima, a veces no tan próxima. En Jaén el gran depósito de hielo era la sierra Mágina, donde había nieves perpetuas. A mediados de siglo, un nevero de mi pueblo, Arjona, se comprometió bajo contrato a tener la nevería abierta desde el día de San Antonio hasta el 16 de septiembre, «sin que falte nieve es terrón que venderá a tres cuartos de libra». Los refrescos eran de mantecado, huevomol, espumas y sorbetes a veinticuatro cuartos el cuartillo; y de almendra tostada, limón, naranja y demás helados sencillos, a doce cuartos el cuartillo.
Para los partidarios del buen comer sustancioso y tradicional aún quedaban lugares igualmente afamados, pastelerías, figones y establecimientos como la Tienda de los Pájaros o el colmado de Rueda, en la calle Sevilla, o el Matilla, calle de Santo Domingo, donde un almuerzo con menú del día, a las once, valía diez reales y una cena, a las siete, doce reales, haciéndose descuentos si se adquiría un abono por meses. En la pastelería del hotel Clínico, al final de Atocha, los estudiantes de medicina de la vecina facultad saciaban el hambre por un real: huevo frito y medio bollo; otros preferían una magdalena y una copa de tinto o media de Chinchón.