Siente un pobre a su mesa

Como en toda gran ciudad, había en Madrid una nube de mendigos que acudían a sus horas a la entrada de servicio de las casas principales, donde se les reservaba las sobras de las comidas que no aprovecharan los criados.

Otros, menos afortunados, se acogían a la caridad institucional de algún convento, la sopa boba o a la distribución de sobras de algún cuartel.

Por Nochebuena muchos ayuntamientos proveían una gran hoguera en algún lugar conveniente para que los pobres no pasaran a la intemperie fiesta tan señalada y se les repartía un sustancioso cocido de garbanzos con su acompañamiento de pan y vino. A cambio, los pobres favorecidos asistían, con profesional fervor, a la Misa del Gallo. También había familias que sentaban a un pobre a su mesa en la conmemoración del nacimiento de Cristo, generalmente uno de buenas costumbres y nada borracho designado por el director espiritual de la familia. Para tan señalada ocasión, el pobre comparecía decentemente vestido, quizá con un traje facilitado por el ropero parroquial y convenientemente aseado e incluso perfumado para evitar que oliera a pobre.

Al margen de esta domesticada miseria, existía otra más montaraz en los tenduchos, las chabolas y cuevas del extrarradio, una miseria más inconformista y resabiada que, aunque vivía de las basuras de la clase pudiente, no lo agradecía. Estos mendigos se organizaban en mafias, cuya institución básica era el rancho comunal en torno a un perol en el que cocían los restos de comida hallados en las basuras de las casas ricas y las piltrafas de carne y sebo que desechaban las carnicerías; es la más ínfima versión de la olla podrida, después de recorrer el milenio de agitada historia que la separa de su inspiración medieval, la celeste adafina judía. Por encima de los pobres sin oficio estaban los pobres que lo tenían, los empleos menestrales mal pagados que sólo daban para mal vivir, mal vestir y mal comer. Había muchas personas que se empleaban en casas pudientes a cambio de unos sueldos irrisorios, sólo por el alojamiento y la comida, que tampoco pasaba más allá de un humilde cocido con más tocino que otra cosa.

Algunas criadas compensaban la parquedad del estipendio sisando en la compra o la despensa.

Los artesanos y trabajadores por cuenta propia tampoco nadaban en la abundancia. Mesonero Romanos describe el menú de un madrileño modesto:

«Desayuna chocolate con un panecillo; a las once, otro bollo mojado en vino; a las tres, almuerza un cocido de garbanzos; a las seis, si es verano, limonada o batido de leche; a las diez, cena frugal y a la cama». La especialidad de Fortunata, el inolvidable personaje de Galdós, era el arroz con menudillos, es decir mollejas, higadillos, sangre y matrices de gallinas.

«La cocina popular madrileña —tiene sus platos favoritos en la sopa de ajo, el batallón, el aladroque (anchoa) y el escabeche en ensalada, las judías blancas estofadas, las lentejas, los garbanzos, las judías verdes con salchicha, las rajas de pescado y las calderetas». El batallón era un estofado modesto cuya castrense denominación denota la frecuencia con que figuraba en el rancho cuartelero y, por extensión, en el de las casas de huéspedes más modestas. Era lo que se servía en la Taberna del Boto, en la calle del Ave María, donde una ración de guisado valía un real y si era con pan y vino, treinta y cinco céntimos. Con media libra de carne, dos onzas de aceite, ajos y cebollas, pimentón y cuatro libras de patatas dan de comer a diez personas y todavía sobra para el aguador. Si es abstinencia, en lugar de carne se pone bacalao cercano a la raspa, el más barato vulgarmente llamado «de perro». Nótese que la patata hervida iba siendo el elemento sustentable de la cocina humilde. Exceptuando el fiel cocido, su pariente el potaje y las tajaditas de carne de ternera del batallón, en el menú del pueblo sólo quedaba espacio para la casquería y los despojos, con un recetario que, derrochando imaginación, conseguía a veces disimular la humildad de la materia prima. En este camuflaje ocupaba un lugar importante el pebre, una salsa hecha de pimienta, azafrán, clavo y otras hierbas. El humor madrileño ennobleció algunos de estos platos con denominaciones desorientadoras. Por ejemplo, las tripas fritas en sebo eran «gallinejas»; las patatas asadas «chuletas de la huerta»; los pimientos fritos «perdices de la huerta»; los trocitos de bacalao desalado «soldaditos de Pavía»; y, suprema inspiración, el guiso de sesos y lengua de vaca era «idiomas y talentos».

En esta humilde cocina no faltaban los sucedáneos de los productos de lujo que comían los señores: el chocolate de cacahuete tostado, el café realizado con achicoria, una caliza dulzona capaz de imitar al turrón y el pan de higo hecho con pasta de higos pasados que se vendía en tablas portátiles. El postre de los pobres se reducía a frutos secos, avellanas, nueces, castañas (especialmente el día de Difuntos, en que eran típicas) y más raramente fruta fresca, cuando la cosecha maduraba de golpe y caían los precios.

La cocina modesta admitía algunas variaciones regionales. «En el País Vasco —continúa Martínez de Velasco— abundan las sopas de sartén, los torreznos, la sopa de ajo, el chilindrón, el guiso de cordero con pentemonicos de cuerno de cabra, las magras con tomate, los roscos, la ensalada navarra y el abadejo en ajo arriero. En las fiestas populares navarras perdura el chocolate hecho a media noche». Los maestros de escuela del medio rural sobrevivían cultivando un huertecillo en horas no lectivas y gracias a los regalos en especie —un saco de patatas, un tasajo de tocino, una carga de leña con que los socorrían las familias de sus alumnos.