Fue inevitable que Madrid se erigiera en territorio común, centro y eje de tanta variedad regional y que sus fogones, sin renunciar al cocido y a los callos que constituían la médula de su propia tradición, incorporaran los platos más característicos de las variadas cocinas regionales que allí confluían, en especial la comida popular, la humilde, la que se guisaba en figones y tascas. Este trasiego de pucheros y paladares en la babilonia madrileña favoreció como un reflujo la divulgación de los principales platos regionales en todo el territorio de la nación. Debido a la creciente complejidad de la burocracia, cada vez más españoles tenían que acudir a Madrid a resolver sus asuntos y en el tiempo de demora se veían obligados, aunque quizá no tan en contra de su voluntad, a comer en figones y restaurantes en los que se aficionaban a platos cuyas recetas llevaban luego consigo a sus lugares de origen. Extremadura aportó la cocina del cerdo y el picante; Levante, sus guisos de arroz y la peculiar armonización de la carne y el pescado en el mismo plato; Galicia, lo rancio del pote, el pulpo y el pescado; Vascongadas su devoción por la cocina bien hecha y algunas recetas prodigiosas, como la del bacalao a la vizcaína, ese excelso plato nacido pobre. Tomando Madrid como ejemplo cabe distinguir varios niveles de alimentación que podrían hacerse extensivos al resto del país: el de los mendigos, el de los pobres, el de los menestrales con un buen trabajo, el de los funcionarios y visitantes con posibles y el de los rentistas ricos o altos cargos.