Mediada la centuria, mientras en otros países de Europa la industrialización repercutía en la mejora de la dieta, España, con sus quince millones de habitantes (en su mayoría analfabetos), mal comunicada, atrasada y pobre, se resignaba a su condición agrícola y continuaba aferrada al arado romano, a la cabra depredadora y la higuera en la linde. Lo malo era que ni siquiera producía comida para alimentar decentemente a sus hijos, porque la población aumentaba a mayor ritmo que la producción de alimentos y el hambre amenazaba a los pobres. Todavía entre 1884 y 1885 las hambrunas provocadas por las malas cosechas forzaban a emigrar a muchos campesinos del interior, y en la década siguiente, ya a las puertas del siglo XX, la situación no mejoró. En las fotografías de la época vemos que entre los obreros abundan los hombres entecos, como el alambre, prematuramente envejecidos por el trabajo y las privaciones. En las zonas más deprimidas eran frecuentes los niños raquíticos o redrojos, que no habían alcanzado la mínima cantidad de calorías necesarias para su normal desarrollo. La mortalidad infantil, por esta causa, era espantosa. Incluso en la clase media de las ciudades se acusaba la desnutrición de los jóvenes. «Las comidas —leemos en Tormento de Galdós— eran, por lo general, de una escasez calagurritana, por cuyo motivo estaban los chicos tan pálidos y desmedrados».
La miseria de los campesinos era tal que miles de muchachas humildes escapaban a las ciudades para emplearse como amas de cría. La meta soñada por las aspirantes era Madrid, donde había una gran demanda de amas para atender a los hijos de la aristocracia cortesana, gubernativa o funcional.
En la Montaña de Santander y en Asturias era frecuente que las mozas pobres pero de aspecto saludable se dejaran preñar y, en cuanto parían, dejaban el retoño al cuidado de un familiar y marchaban a Madrid a buscar trabajo. Para las que preferían tener el hijo fuera y cortar todo vínculo con la aldea de origen no faltaban agencias que se encargaban de buscarles alojamiento. En los bares de la Puerta del Sol tenía su oficina un tal Paco el Seguro, entre cuyas habilidades figuraba la de preñar profesionalmente a las candidatas a amas de cría. El ama de cría era envidiada por las amigas feúchas y desmedradas que dejaba atrás. Había escapado de la miseria para alcanzar el paraíso: vivir en una casa rica, con cuarto propio, y rodeada de comodidades, estar limpia y bien vestida, sin nada que hacer más que evitar los contratiempos que crían mala leche y alimentarse para producir leche de excelente calidad. El ama de cría, como la prostituta (el otro oficio «fácil» de las chicas huidas del campo a la ciudad), tenía una vida profesional corta.
Llegada a la treintena, la consideraban remamada o exhausta por el prolongado ejercicio de su profesión y tenía que buscarse otro medio de vida.
Paradójicamente, el hambre de muchas familias se basaba en una razón puramente mercantilista: la competencia del trigo importado mantenía los jornales muy bajos y, sin embargo, los productos básicos seguían siendo comparativamente caros. Muchas familias obreras se mantenían precariamente de un dudoso sopicaldo sobrenadado con tres garbanzos huérfanos y sin más color ni sabor que el que acertara a darle un grumo de manteca rancia o un hueso, pero, incluso por debajo de esta versión paupérrima del cocido, existían otros condumios más miserables aún. En el Norte era frecuente derretir tocino en una sartén y mojar borona; en la Meseta y en el Sur abundaban más las migas de pan o harina de trigo con ajo y aceite o tocino y, de tarde en tarde, una sardina o arenque. En las zonas calurosas el gazpacho permitía un mayor equilibrio dietético, aunque sólo fuera en verano: agua, sal, aceite, vinagre, pan y alguna legumbre.
El hambre generalizada condicionaba el folklore. Incluso para gentes de mediano pasar, cualquier celebración era pretexto para una comilona: las fiestas del patrón del pueblo, el comienzo o remate de la recolección de la cosecha e incluso, en algunos lugares, los entierros. La cultura del hambre tenía su versión urbana de la comilona ritual campesina en el banquete, también celebrado con cualquier pretexto, político, familiar o religioso, especialmente si se combinaban dos de ellos en forma de boda. La boda suministraba una estupenda ocasión para tirar la casa por la ventana, porque las familias de los contrayentes hacían punto de honor superar, o cuando menos emular, el gasto de la última boda celebrada en su mismo entorno social. A veces un día entero bastaba para despachar todo el alimento acumulado y había que habilitar una prórroga para el día siguiente, la llamada «tornaboda». La otra gran ocasión de la comilona era la cena de Nochebuena. «Una familia podría morirse entera —se asombra Galdós de la nueva moda—; pero dejar de celebrar la Nochebuena con cualquier comistrajo, no. Para comprar un pavo, las familias más refractarias al ahorro consagran, desde noviembre, algunos cuartos a la hucha».
En otro pasaje glosa la Nochebuena de 1865: «Días fatales de turrones, pavos, aguinaldos, tambores, pitos y nacimientos (…). Es preciso que tengamos apetito y hagamos prodigios de voracidad (…). Comer, comer a mandíbula batiente. Reunámonos en concurso gastronómico y rindamos culto al más espiritual de los pescados, el besugo; a la más simpática de las aves domésticas, el pavo; a la más ingeniosa de las argamasas azucaradas, el turrón». Estos atracones conmemorativos, aparte de dejar arruinada a más de una familia, causaban algunas bajas entre personas de ordinario acostumbradas a comer poco, pero todo se daba por bien empleado: «Muera Blas y muera harto». En Asturias desarrollaron una radical medicina para los entripados, consistente en enterrarlos en estiércol durante uno o más días para que el calor desprendido por la fermentación de la bosta los ayudara a tramitar la laboriosa digestión. Les dejaban la cabeza fuera para que pudieran respirar y lamentarse. Estos esporádicos excesos sólo ratificaban la escasez cotidiana, como también ocurre en las sociedades primitivas. La penuria no amenazaba solamente a los obreros. También los pequeños propietarios agrícolas estaban sujetos a ella, debido a las oscilaciones incontroladas de una agricultura progresivamente sometida a una azarosa economía de mercado que fácilmente arruinaba a los labradores modestos. La distribución interior, aparentemente absurda, de ciertas viviendas campesinas refleja la necesidad psicológica de administrar avaramente los víveres disponibles para alejar la amenaza del hambre. La cosecha de cereales, la matanza, el aceite, las hortalizas y los víveres en general, se almacenan penosamente en el piso alto, cerca del dormitorio del amo, bajo llave, y cada mañana la criada de confianza saca, bajo la atenta supervisión del ama, los garbanzos y el tocino necesarios para las comidas del día, todo tasado, todo perfectamente controlado. La comida de los humildes era pobre y monótona, prácticamente basada en el pan y la grasa de cerdo. La sobriedad es una especie de culto nacional —observa Almirall—. En el campo es donde ese culto se manifiesta en todo su esplendor. Los habitantes de las pequeñas ciudades y de los pueblos apenas comen; casi nunca prueban la carne y el vino, incluso en las regiones vinícolas, es una bebida de lujo.
La comida habitual de nuestros campesinos es pan, más o menos negro, y las legumbres sazonadas con un poco de aceite.
La carestía del vino, que mantenía el alcoholismo en unos niveles razonables, no contaba para los menestrales, dotados de un mediano pasar, los cuales se confesaban devotos de la «horchata de cepas» y jamás probaban más agua que la que contuviera la sopa del cocido. La clase acomodada bebía vino de calidad, incluso jerez y oporto a sus horas, a usanza inglesa, y los francamente ricos, especialmente en Madrid, Bilbao y Cataluña, no se privaban de champán francés. El rey Alfonso XII era igualmente aficionado al burdeos y al Valdepeñas, donde se ve que el Borbón compaginaba lo chic francés con lo castizo español.
En cualquier caso, el panorama vitivinícola se enturbió un tanto después de que la epidemia de filoxera arrasara el viñedo francés. (Se repobló con cepas argelinas y californianas y todo volvió a ser como antes, que la virtud está en la tierra y en el cielo y no en la cepa propiamente dicha o, al menos, eso dijeron).
El refresco elegante era el agraz, es decir, zumo de uva verde aclarado con agua y endulzado con azúcar. Algunos preferían la horchata; otros, la cerveza rebajada con limonada fría. La bebida popular, de la que solían instalarse puestos de venta en todos los paseos, era agua con azucarillo, es decir, agua azucarada. No hay que confundirla con la zarzuelera, «agua, azucarillos y aguardiente», combinación madrileña de la época cuyo azucarillo es un dulce de merengue que alivia el paladar de la contundencia rasposa del aguardiente. El culto al pan, el don nutricio que libra del hambre, se manifiesta frecuentemente en la literatura de la época. ¡Cuántos nombres tiene entre nosotros el pan! —escribe Pérez Galdós, que era muy panero—. Hogaza, sea o no de dos libras; mollete, amasado con harina de flor; bodigo, doblado, que es un aragonesismo; telera; oblada. La oblada es, no sé si me equivoco, un panecito que se ofrenda en la iglesia. En el Madrid de principios de siglo existían muchas clases de pan.
El llamado «panecillo» francés que solía tomarse en el desayuno; la molleta, los rajados, los largos, las roscas… Con el pan de flama, llamado de Viena, se hacían las barritas y las alcachofas.
La situación era mala, pero hubiera sido incluso peor si, por razones de mera proximidad geográfica, no hubieran llegado las migajas que se desprendían de Europa. Mediado el siglo las inversiones extranjeras reactivaron la economía y favorecieron la creación de modernas fábricas textiles en Cataluña y de acerías en el País Vasco, así como la modernización de las explotaciones mineras y el tendido de algunas líneas férreas. Estos cambios, unidos al hambre, que es el más poderoso acicate para hacer las maletas, estimularon una considerable emigración interior: gallegos, portugueses y castellanos bajaban a segar los trigos andaluces o a la vendimia de Jerez; braceros extremeños encontraban trabajo en Huelva, los castellanos subían a las provincias vascas; los levantinos se empleaban en la industria catalana. El despegue económico de algunas regiones ahondó aún más el abismo que separaba la cocina de los pobres de la de los ricos. En Sevilla, mediando la centuria, había unos tres mil ricos y unos ciento diez mil pobres, y entre unos y otros no existía una burguesía capaz de desarrollar una cocina regional estimable, como ocurría en el País Vasco o en Cataluña. En otras regiones, Extremadura, Castilla y Galicia, donde las diferencias sociales eran tan evidentes como en Sevilla, la evolución fue igualmente lenta.
Los pobres pasaban hambre y se alimentaban de gachas, migas, poleás y legumbres del campo. En la vecindad del hambre y quizá faltos de otros entretenimientos, los labradores y comerciantes acomodados se atiborraban como habían hecho sus padres y sus abuelos, aquellos cuyo desaforado apetito asombró a Alejandro Dumas. La clase pudiente desdeñaba los alimentos baratos, considerados escasamente nutritivos, y se hartaba de carne, embutidos, dulces, fuentes de arroz con leche (postre favorito de Isabel II), en menús de cinco platos y otros tantos postres. Es obvio que obraban con el candor propio de quien no entiende de proteínas, ni vitaminas, ni colesterol. «Fuera de unas pocas casas, hasta las familias más ricas no saben salir del cocido indigesto, y de los estofados, pepitorias y fritangas —dice el O’Donnell de Pérez Galdós—. Y en la manera de comer guardan la tradición: se atracan y no comen realmente; no saben lo que es la variedad, la composición artística de las viandas para producir sabores especiales y excitantes; no han llegado a penetrar en la filosofía del condimento (…). En el beber tragan líquidos sin apreciar el rico bouquet de cada uno, sin distinguir los innumerables acentos que forman el lenguaje de los vinos». «En esta tierra de bendición —dice paladeando un vino, el cura don José María en Prim, nuevamente Galdós, año 1863— el que se muere es porque quiere (…). Empezaban a hacer por la vida a las siete de la mañana, con el rico soconusco de la tierra que labraba en casa el mejor chocolatero de la villa, y lo acompañaban con unos bollos. A las nueve se servía la sopita de ajo con chorizo, infalible tentempié en aquella hora, y ya estaban todos como un reloj hasta las doce en punto, en que se servía la comida con todo el ceremonial de rúbrica. Rompía plaza la sopa dorada, de pan, bastante a matar el hambre de los menos favorecidos por la fortuna, y luego entraba el cocido… ¡Compadre, vaya un cocido! La carne de cebón y los aditamentos cerdosos dábanle poder para resucitar a un muerto; tras él llegaba la verdura exquisita, con su indispensable oreja, y ainda mais morcilla. De principio entraban los pollos asados bien doraditos, tiernos, o los barbos de río, o la enroscada anguila, y de postre el dulce de cabello (también hecho en casa o mandado por las monjas), el mostillo, las nueces, el queso (también de casa), la miel, el sinfín de trufas espléndidas que recreaban el gusto, la vista y el tacto (…) y, por último, la indispensable copita de anís. A las cuatro sentíanse ya desfallecidos, y por la vía de sostén tomaban otra vez chocolate con sus correspondientes bollitos. Gracias a eso, podían tirar hasta la cena, a las ocho en punto, empezando por la ensalada cruda, como aperitivo, siguiendo por las sopas de ajo con chorizo, los huevos pasados; luego la chuletilla de cordero, la trucha frita, el plato de guisantes, judías verdes o tirabeques y, por fin, la compota (…), ésta no podía faltar, como tampoco un plato de leche, sin contar la interminable tanda de golosinas (…) y otra vez la copita de anís, que tan bien ayuda a la digestión…». Hasta Madrid, en su calidad de ombligo y sumidero de Corte y dentro de diversas Españas, comenzaron a llegar oleadas de emigrantes de todas las regiones y de todas las clases sociales, especialmente durante la Restauración, cuando los caciques provinciales al servicio del partido en el poder dieron en pagar favores políticos con empleos públicos, lo que llenó la ciudad de serenos, carteros, cocheros, porteros y otros oficios del sector servicios. También la llenó de cesantes impecunes porque, cuando cambiaba el gobierno, todos estos empleados quedaban en la calle, desde el portero al ministro, desplazados por el funcionario entrante.
En sus múltiples formulaciones sociales y regionales el cocido de garbanzos mantuvo su prestigio como plato esencial y casi único de la cocina nacional. «El propio cocido, que parece ser el lazo de unión constitucional entre los antiguos reinos —escribe el doctor Thebussem (seudónimo del gaditano Mariano Pardo de Figueroa) en La Mesa Moderna, 1886—, carece aún hoy día de una fórmula concreta y que obligue a todos. La olla podrida de Extremadura no es el puchero de Andalucía; ni una ni otro son el cocido de Castilla, ni en Cataluña, Galicia y las Vascongadas pueden comerlo los transeúntes con la tranquilidad y el gusto de su misma tierra, que es a lo que aspira el nacional en su Patria».
El otro producto que mantuvo su vigencia durante el siglo XIX, aunque siempre amenazado por los avances del café, fue el chocolate. «El chocolate es la bebida nacional —escribe Martínez de Velasco en 1870—: Tomado por la tarde a la salida de los teatros, en las casas, salones, reuniones y ministerios, acá los políticos sabrán degustarlo servido en marcelina (es decir, “mencerina”, lujosa fuente de plata con un canastillo en el centro para sujetar la jícara), mientras los empleadillos ministeriales preferían el económico, ofrecido por la Chocolatería Catalana».
El chocolate era la bebida tradicional del estamento eclesiástico. En las ciudades levíticas de la España provinciana la Iglesia conservaba intacta su fuerza como rectora de la sociedad, especialmente si había catedral con sus canónigos o algún convento prestigioso escapado de la desamortización. Las casas principales recibían por las tardes (de cinco en adelante) y solían invitar un día por semana, al director espiritual de la familia. En estas reuniones era obligado beber chocolate aromatizado con canela y comer picatostes o dulces caseros. Como los compromisos del eclesiástico eran tantos y había que cumplir con todas las familias de postín, las repetidas invitaciones le acarreaban una excesiva ingesta de calorías que quizá explique la sobreabundancia de curas cebados que en los turbulentos años del hambre obrera lucían grasas cervices y enormes papadas, lo que se apresuraron a reflejar las caricaturas anticlericales de la época; sólo contemplando las insobornables fotografías se advierte que no exageraban.