Lo que principalmente constituye el mérito de los italianos es la introducción del precio fijo, la regla económica de servir buen número de platos por el módico estipendio de doce reales, pues con tal sistema acomodaban su industria a la pobreza nacional, y establecían relaciones seguras con un público casi totalmente compuesto de empleados y militares de mezquino sueldo, de calaveras sin peculio, o de familias que empezaban a gustar la vanidad de comer fuera de casa en días señalados o conmemorativos.
A finales del siglo XVIII lo castizo había estado de moda entre la aristocracia, recordemos a Cayetana de Alba vistiendo de manola; cuarenta años después, lo fino era renegar de lo castizo y comportarse, vestir y hablar a la francesa. También comer, por supuesto. La cocina francesa había desplazado a la italiana en la estimación de las clases altas, especialmente desde que muchos intelectuales y elegantes viajaban a París, que ya comenzaba a ser la ciudad de la luz. «Para un joven estudioso que llegaba a Madrid del fondo de su provincia —escribe Valera—, cada paso que daba era una revelación corruptora, ¿qué efecto no produciría en su ánimo, por mediano paladar que tuviese, un simple Chateaubriand con trufas que comiera en casa de Lhardy, cuando hasta entonces no había gustado sino de vaca estofada y ropa vieja? Los nombres exóticos de guisos transpirenaicos se agolparían en montón a su memoria para hacerle desdeñar la alboronía, el puchero, el salmorejo y la pepitoria, que habían sido siempre su mayor regalo. Hoy —hacia 1870— ya no es menester que el joven venga a Madrid. Algo, aunque poco, de la cultura culinaria se infiltra y penetra hasta en los lugares». Uno de los nuevos conversos a lo francés era el escritor Mariano José de Larra quien, después de comprobar cómo se comía en Francia, encontraba el panorama hispánico especialmente desolador. «No se encuentra ni un camarero adecuado, ni un servicio de lujo, ni un helado, ni una chimenea, ni una sartén en invierno, ni tampoco agua fría en verano, ni burdeos, ni champán (…). ¿Quiere usted que le diga lo que nos darán en cualquier fonda a la que vayamos? —leemos en La fonda Nueva—. Nos darán, en primer lugar, mantel y servilletas puercas, platos puercos y mozos puercos; sacarán las cucharas del bolsillo donde están las puntas de los cigarros; nos darán luego una sopa que llaman de hierbas y que no podría acertar a tener nombre más alusivo; estofado de vaca a la italiana que es cosa nueva; ternera mechada, que es cosa de todos los días; vino de la fuente; aceitunas magulladas; fritos de sesos y manos de carneros, hechos aquéllos y éstos a fuerza de pan; una polla que se dejaron otros ayer y unos postres que nos dejaremos nosotros mañana. Y también nos llevarán poco dinero, que aquí se come barato».
¿Exagera Larra cuando lamenta la escasa higiene que se observa en las casas de comidas españolas? Seguramente no, pero en cualquier caso hay que tener en cuenta que en lo tocante a la higiene la gente era entonces mucho menos exigente que ahora. Por ejemplo, mucha gente, incluso de clase acomodada, moría de tifus por beber agua contaminada por filtraciones de fosas sépticas. La primera mujer de Alfonso XII, María de las Mercedes, pereció por esta causa así como sus hermanos, ya que el agua que se bebía en la casa familiar, el palacio de San Telmo en Sevilla, estaba contaminada. Como en todas partes cuecen habas, también el príncipe Alberto, esposo de la mujer más poderosa del mundo, la reina Victoria de Inglaterra, murió de tifus contraído al beber agua contaminada por filtraciones de las tuberías del castillo de Windsor.
Nuestros clérigos jiennenses, don Próculo Zampada y don Zambudio Restrepo, llegaron por fin a la Villa y Corte y se hospedaron en la casa del sobrino del segundo, que tenía sinecura en el Ministerio de Fomento. El mismo día de su llegada, el sobrino los agasajó como merecían llevándolos a cenar a la Fonda Española de Perote y Lopresti, un restaurante de estilo francés recientemente inaugurado. El espléndido banquete incluyó chuletas a la papillote, y bistéques con guarnición de patatas «sopladas», asados un poquito crudos (comme il faut) y pavas de Périgueux, pasteles de Périgord, timbales de macarrón y hasta deliciosas croquetas a la manera de Genieys. De postre no faltaron los flanes y los bizcochos borrachos con nata y fruta escarchada.
Todo ello generosamente regado con vino de Burdeos y seguido de un café negro sotana, espeso y amargo, nada de chocolate.
A la hora de la cuenta don Zambudio se alarmó de que ascendiera a unos cuatro duros.
—La buena cocina es cocina cara —observó su sobrino con una sonrisa suficiente, mientras decapitaba el veguero de la sobremesa—, pero por lo menos en este establecimiento tenemos la seguridad de que no nos están dando un guisote incomible a precio abusivo. Antes nos veíamos obligados a comer en bodegones y hosterías de ésas en que llega el mozo con un mandil cochambroso y una servilleta al hombro llena de lamparones y te recita una letanía de diez o doce platos, sin darte tiempo a pensar cuál te parecerá menos malo, y al final no salías de lo mismo que comías en casa, sólo que peor guisado.
—Pero ¿quién puede permitirse este gasto a diario? —objetó todavía don Zambudio.
—A diario hay que ser de subsecretario para arriba. Para los covachuelistas sigue habiendo mesonazos que por seis u ocho reales te sirvan un almuerzo de huevos fritos y uno o dos platos y de postre, pasas y almendras.
Aquí tenemos, por ejemplo, el bodegón de La Criolla en la calle Fuencarral, donde ponen muy buen besugo y después del postre sirven café; o el Café del Turco, donde por dos reales se pueden almorzar un par de huevos fritos con manteca, jamón dulce y su pan y vino correspondientes, vino de Valdemoro, claro, de alta graduación, que admite frecuentes bautizos, y un café con leche o sin ella, en taza o vaso, con servicio de plata y cristal tallado. A Larra, que era ilustrado a la francesa, el rusticismo hispano de las casas de comidas lo sacaba de quicio:
«Aquel engrudo llamado crema de no se sabe qué (…), aquella execrable mostaza hecha a fuerza de vinagre; aquel cocido insípido y asqueroso y, lo que es peor, aquel sacar el mozo los cubiertos del bolsillo (…) confundidos con las puntas de los cigarros».
—Mañana almorzaremos en el Lhardy, que es el restaurante que disputa de fama y favor a la Fonda Española o, si acaso en la pastelería de Ceferino, donde se comen merluzas y doradas más frescas que en San Sebastián.
Don Zambudio, escandalizado por los precios de las comidas a la francesa, expresó su deseo de degustar cocido madrileño esperando que el subsecretario lo mandaría hacer a su cocinera, pero su anfitrión estaba por agradar y al día siguiente llevó a sus huéspedes al Lhardy donde aquella misma mañana, al pasar por la carrera de San Jerónimo, camino de su ministerio, había dejado encargada una mesa con cocido para tres.
—Este Lhardy —explicó mientras vaciaba la médula de un hueso sobre una tostada— es un suizo que da de comer con pulcritud, puntualidad y esmero. Es un verdadero artista del fogón, que ha traído de Burdeos y París toda la distinción y la modernidad de Francia y le ha puesto corbata blanca a los bollos de tahona. Figúrense que inauguró su establecimiento hace apenas un año y ya hace el mejor cocido de Madrid.
—Rico de verdad, con la grasa justa y los avíos tiernísimos —aprobaba don Próculo, dando cuenta de su segundo plato.
—Pues esto no es nada comparado con lo que viene ahora —dijo el secretario de Fomento.
—Ah, pero ¿aún viene más? —se alarmó don Zambudio.
Venía más. Venían un surtido de patés de la casa, a cuál más exquisito, un plato de caza y algunas selectas golosinas de importación. Además de los postres, brioches y confituras.
—Si algún día aciertan a pasar a la hora de la merienda —recomendó el secretario de Fomento—, no dejen de entrar y prueben los exquisitos sandwiches de lechuga.
—¿San… qué? —inquirió don Zambudio.
—Sandwich —aclaró el sobrino—; es un bocado exquisito que se hace poniendo una vianda entre dos rebanadas de pan sin corteza. Un lord llamado Sandwich las ideó para continuar jugando a las cartas mientras comía.
—Me parece una gran abominación, muy propia de luteranos, esa combinación de dos vicios, la gula y el juego —sancionó don Zambudio—. Aparte de que esa invención de la carne entre dos rebanadas es más antigua y, quizá, española, porque algo así se menciona también en El lazarillo de Tormes.
No sólo se comía a la francesa en los restaurantes. También los fogones particulares con pretensión de elegantes, los de los aristócratas y funcionarios más viajados, se convirtieron en entusiastas divulgadores de la cocina gala. La burguesía adinerada, en su consuetudinario esfuerzo por perder el pelo de la dehesa, no tardó en imitarlos. Los esnobs aprendieron a llamar tripes á la mode de Caen a los callos de toda la vida y croûtons a los picatostes, un exceso del papanatismo hispánico que después de siglo y medio todavía perdura en determinados ambientes. Comer fuera se convirtió en uno de los entretenimientos favoritos de la nueva clase pudiente, y hasta la clase media, dentro de sus modestas posibilidades, hizo del restaurante el templo de la nueva religión hedonista. «Van —leemos en Larra— en grandes coches de alquiler en los que las jóvenes viajan sentadas sobre los convidados, alborotan en tal disposición que desde media legua se conoce el coche que lleva a la fonda una familia de enhorabuena».
Larra ridiculiza las pretensiones de estas gentes «que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de las conveniencias sociales y de la manera de organizar una comida decente». En su artículo «El castellano viejo», lo invitan a celebrar un cumpleaños en una casa donde están acostumbrados al cocido diario sin manteles ni modales. Para tan señalada ocasión, los cotidianos garbanzos se complementan con otros platos exquisitos, a la francesa.
«Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de ese engorrosísimo aunque buen plato; cruza por aquí la carne y por allá la verdura; acá los garbanzos, allá el jamón; la gallina por derecha, por medio el tocino; por la izquierda los embuchados de Extremadura (…). Seguía a éste un plato de ternera mechada que Dios maldiga, y a éste otro, y otros y otros, mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos de hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad, y por el ama de casa que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y, por consiguiente, no suele estar en nada.
—Este plato hay que disimularle —decía ésta de unos pichones—, están un poco quemados.
—Pero, mujer…
—Hombre, me aparté un momento y ya sabes lo que son las criadas.
—¡Qué lastima que este pavo no haya estado media hora más en el fuego! Se puso algo tarde.
—¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?
—¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.
—¡Oh, está excelente! —exclamábamos todos dejándonoslo en el plato.
—¡Excelente!
—Este pescado está pasado…
—Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababa de llegar; ¡el criado es tan bruto!
—¿De dónde se ha traído este vino?
—En eso no tienes razón porque es…
—¡Es malísimo! Se produjo, como era de esperar, una reacción castiza contra la invasión de la cocina francesa, incluso dentro de los círculos aristocráticos más apegados a la tradición.
—Pero vamos a la comida hermana —se queja un personaje en Elia, novela de Fernán Caballero—: No había olla. Clara, le dije a la condesa que estaba cerca de mí, ¿no se le olvida a su cocinero el cocido?
—No, tía —exclamó Clara riéndose—, sino que no lo como nunca.
Vio entonces a Narciso, que se volvió al del violín, y le dijo:
—«¡País de rutina, mon cher, país de rutina! Desde que el primer español puso la olla, ninguno ha sabido comer otra cosa».
Sin embargo, en La desheredada de Galdós, la señora partidaria de la cocina francesa presenta una opinión algo más matizada: «La moda quiere que el arte francés con sus invenciones, en que entran el gusto y la forma, prevalezca sobre nuestra cocina nacional, no te dejes vencer por el patriotismo, tratando de establecer usos culinarios que están ya vencidos. Adopta la cocina francesa, toma un buen jefe y provéete de cuanto la moda y la especulación traen de remotos países. Pero has de saber que es de buen gusto el no condenar en absoluto nuestras sabrosas comidas, y así, no hay cosa de más chispa que sorprender un día a tus invitados con un plato de salmorejo manchego bien cargado de pimienta, o con un estofado de la tierra bien espeso y oloroso. Esto hecho a tiempo, y tras una exhibición hábil de fruslerías francesas, no sólo será vituperado, sino que te valdrá grandes aleluyas». Con todo, la cocina francesa nunca venció por completo, especialmente entre aquéllos que en su infancia no habían conocido otra cosa que los guisos autóctonos. A éstos, incluso las horas de comer a la francesa les parecían inaceptables: «Me convidó y tuvo el atrevimiento de hacerme esperar hasta las cinco y cuarto —leemos en el Seminario Pintoresco, de abril de 1845—. Luego nos sentamos a la mesa y ¿qué me dio? En vez de una buena cazuela de arroz, un calducho con hierbas, con zanahorias, perejil y rábanos, y nada de cocido ni cosa semejante; bistec, fricandó;… más te hubiera agradecido un buen puchero, un lechoncillo asado, que es mi plato favorito, y una buena ensalada de lechuga». Nuestros héroes don Próculo y don Zambudio, en los días que siguieron, aprendieron mucho acerca de la oferta gastronómica de la Villa y Corte, donde había exquisiteces de las que en las provincias ni se sospechaba que existieran. Había por ejemplo panaderías especializadas en un pan de lujo, candeal, de flor de harina, que es el que consumían los altos cargos del Estado y la administración. Luego había panes inferiores en escala decreciente, hasta acabar en el de munición, oscuro y correoso, que se daba a los soldados en los cuarteles. En cuanto a los quesos supieron que, además del manchego de toda la vida, existían muchas clases de quesos: el de Villalón, el gallego, el mallorquín, el de Burgos, el Cabrales, imitación del Roquefort «y aún superior en opinión de gastrónomos que son de gran autoridad en la materia».
Y los requesones de Miraflores de la Sierra. Acompañando al subsecretario de Fomento visitaron un par de prestigiosas tiendas de ultramarinos proveedores de la real Casa y especializadas en productos de importación: salsas inglesas, mortadelas italianas, incluso latas de pescado y carne. Todos manjares inalcanzables, excepto para una escogida minoría de gourmets.