Mesa con tres grandes ollas

En 1845 el cabildo de la catedral de Jaén decidió renovar los flautados, mixturas dulzainas y trompetas bastardas del órgano de su nave mayor y comisionó a dos de sus miembros para que se desplazaran a Madrid y examinaran ciertos órganos italianos y alemanes recientemente instalados en iglesias y conventos de aquella ciudad. Como recuerdo de aquel viaje, los canónigos designados, el maestro de coro don Próculo Zampada y el administrador diocesano don Zambudio Restrepo, nos han dejado un interesante daguerrotipo (con versallesco jardín pintado al fondo) y unos ilustrativos apuntes de viaje en los que la letra procesal de don Zambudio va anotando puntualmente los gastos, especialmente los de manutención a los que era particularmente sensible, con expresión de la minuta de cada comida que hacían, lo que constituye un documento inapreciable para conocer el estado de cibaria en los años turbios que precedieron a la Gloriosa Revolución.

El dietario de don Zambudio, un cuaderno de contable tamaño octavo encuadernado en pasta dura, que hoy se custodia bajo una vitrina de la exposición permanente del archivo de la catedral jiennense, resulta doblemente valioso para nuestro propósito porque el clérigo acompañante, don Próculo, se tomó la licencia de hacer algunas anotaciones al margen comentando la bondad de las comidas. Quizá se trata de la primera crítica gastronómica que se haya hecho en España.

Contemplando el daguerrotipo se ve que los dos clérigos formaban una yunta de lo más dispar. El músico era un gordo sanguíneo y alegre y por lo que sabemos de él, dueño de una cultura enciclopédica que abarcaba por igual motetes, cantatas, o el dorremí de adobos, pepitorias y pastelería de sartén. El contable, por el contrario, parece un faquir. Es un hombrecillo amojamado y nervioso, mínimo y ratonil, que mira a la cámara con gesto huraño, seguramente pensando en lo que tendrán que pagar por la foto.

Además del cuaderno de marras, don Zambudio dejó media docena de sermones de Semana Santa, en los que se muestra tan grandísimo enemigo de la gula como ferviente partidario de reestablecer ayunos y abstinencias en el rigor de los padres antiguos. Don Zambudio y don Próculo se embarcaron el 14 de noviembre de 1845 en la galera acelerada que hacía el viaje hasta Madrid, y que invertía en ello una semana en tiempo bueno y poco más si se embarraban los caminos. El acontecimiento fue oportunamente recogido por la prensa local con parabienes y deseos de feliz viaje.

Hemos de advertir que en las levíticas ciudades de España los canónigos y los beneficiados constituían una clase prestigiosa y pudiente que había desarrollado una cocina sustanciosa basada en la disponibilidad de carne, harina candeal, fruta de la mejor calidad, de leche cremosa y de especias de importación, es decir, en la disponibilidad de todo. Ya lo dice el refrán: «Con harina, cualquiera amasa».

Y, por el contrario: «Sin harina, todo es mohína». La gran cocina eclesial, aquélla que arranca del Císter y sus aledaños y desciende potente con el río de la historia en las canonjías de las catedrales y en los refectorios de los monasterios, sólo conocería sus esplendores crepusculares ya entrado el siglo XIX, pero aun en los estertores del antiguo régimen vivió un memorable canto del cisne. Luego la desamortización privó al colectivo eclesiástico de las sustanciosas rentas que apuntalaban aquella cocina y ya nada volvería a ser como antes. «El clero de Sevilla, antes rico —leemos en Richard Ford—, se reunía, como jóvenes pelícanos, bajo el ala de la Iglesia madre. Las mejores casas estaban cerca de la catedral en la calle de los Abades. Esta calle era el lugar donde los dignatarios eclesiásticos, sus vientres bien forrados de buenos capones, almorzaban, comían y cenaban (…). La calle de los abades debiera ser visitada aunque ya no huela tanto a ricas ollas». Los monasterios dotados de pingües rentas no quedaban a la zaga del clero catedralicio. De hecho, una de las más refinadas recetas de la gran cocina francesa, el famoso faisán a la manera de Alcántara, procedía de un recetario del convento del mismo nombre, que se llevaron los franceses en 1807 y fue a parar a la esposa del mariscal Junot, la duquesa de Abrantes. El faisán, convenientemente vaciado y deshuesado, se rellena de hermosos hígados de ganso y trozos de trufas previamente cocidos en vino de Oporto. Luego se deja macerar en vino tres días y se cuece. Otra receta del monasterio de Alcántara que hizo carrera en Francia fue la del caldo derivado de la sopa de cocido que los frailes llamaban «consumado» o «consumo», aludiendo a su reducción por ebullición lenta. En francés dio el consommé y en español, consomé.

Los franceses, que tienen la suprema virtud de convertir en suyo todo lo bueno que encuentran en sus vecinos, han reconocido algunas veces su deuda. El Dictionnaire de la Cuisine Française editado en París en 1866 señala: «Debemos a España no sólo las ollas podridas, convertidas en nuestros pot-au-feu, sino las dos mejores entradas de la cocina francesa: las anguilas a la real y las perdices al estilo de Medinaceli, que llegaron a Francia con el séquito de la reina Ana de Austria; así como debemos a España el hipocrás al vino de Alicante y las zanahorias a la andaluza, cuya receta perdura en la cocina francesa». Los nietos de aquel famoso diccionario son menos generosos con nosotros. La más reciente edición del Larousse gastronómico despacha nuestra cocina con un par de generalidades:

«España es el reino de la fritura con aceite de oliva, del pimiento y de las especias»; los quesos tienen «sabor áspero».

Volviendo a nuestra cocina clerical (la crecida a la sombra de campanarios y sacristías, la acunada con gregorianos y preces), hay que lamentar que fuera tan minoritaria y aislada y que no hallara continuidad en el seno de una burguesía emprendedora ni una aristocracia culta capaz de incorporarse al renacimiento culinario de Europa. Antes bien, es muy posible que la cocina española sufriera un coyuntural retroceso por causa de las guerras napoleónicas. No sólo porque la propia guerra causó la muerte por inanición de muchas personas o porque muchas otras se envenenaran al comer yerbajos, sino porque la reacción patriótica contra todo lo que viniera de Francia, bueno o malo, alentó injustificados prejuicios contra una estupenda cocina que nunca se había metido en política y que, por otra parte, no tenía culpa alguna de ser francesa ni de que los gabachos invasores la portaran en la mochila al lado del Código Civil. De hecho, como veremos enseguida, todo el siglo XIX es una constante diatriba entre los partidarios de la cocina a la francesa y los empecinados patriotas que defienden cerrilmente una bastísima y limitada culinaria española, levantando como emblema de su facción el intemporal cocido de garbanzos. Muchos personajes de Galdós pertenecen a la facción militante contra la comida francesa que representaba su propio creador, no en balde apodado don Benito el Garbancero. Torquemada, por ejemplo, arremete contra las «salsas pasteleras que más parecen de botica que de mesa»; el caso es que no le falta razón. Esto dicho, es de justicia señalar que, en opinión de Villabela Guardiola, Napoleón invadió España sólo para apoderarse de las fresas de Aranjuez y los fresones de Cándamo, que le habían dicho que no hay cosa comparable si además están regados con nata líquida de vacas gallegas. Era el emperador muy aficionado a la nata y algunos autores aseveran que en víspera de las batallas aún soñaba con los besos de nata agria de la alegre Josefina; otros, que con el olor ligeramente faisandé de su sexo prieto y mulato. Tanto da. A don Próculo Zampada, engolosinado como estaba en la mesa regalada de su excelente cocinera, se le hicieron grave penitencia el hospedaje y la comida de las ventas y fondas donde la galera y su pasaje iban recalando. Lo que más echó de menos fue el chocolate, la vieja bebida pagana que don Zambudio, en uno de sus sermones, tenía por «la tiranía más pesada de todas las tiranías, que es la del paladar, ayudado del estómago». Don Próculo no podía pasar sin desayunar un par de jícaras de chocolate bien espeso, en el que mojaba con delectación molletes calientes en los que previamente se había derretido un unto dorado de mantequilla salada irlandesa.

Luego, a media mañana, de regreso del coro, don Próculo solía tomar otra jícara de chocolate aclarado con crema de leche (por aplacar la garganta barítona, decía), y finalmente, a media tarde, terminaba su chocolate del día merendando una cuarta jícara con bizcochos o galletas de las monjas de Santa Inés o con picatostes de pan sentado que le freía el ama. Hemos de suponer que el chocolate que el maestro cantor recordaba con lágrimas en los ojos procedía de la prestigiosa fábrica de Matías López, en El Escorial, que producía diez mil libras diarias. También podría ser que fuera de la Compañía Colonial, o de las reputadas marcas de Vázquez y López o Monleón. Lo que es seguro es que no admitía comparación con el horrible sucedáneo que servían en las ventas, sin impreso alguno en el papel de estraza del envoltorio, un chocolate fabricado «de alpiste, de piñón de almagre, de todo menos de cacao». (Galdós), que vertido en la humeante jícara resultaba en una pócima oscura y oleosa verdaderamente vomitiva.

Si hubiera sido más previsor, don Próculo quizá habría seguido el consejo de cierto manual de viajero, Los curiosos impertinentes, en que se impartían sabios consejos sobre la manera de viajar por España:

«Es preciso llevar consigo provisiones y camastro, y aun con eso será preciso resistir bien la fatiga, acostarse vestido, comer huevos, cebollas y queso. Es aconsejable proveerse de lenguas de cecina, huevos duros, pero no jamón, porque no se conserva (…). Alguna sopa que viaja, té, azúcar y bebidas espirituosas; sin olvidar la sal y pimienta. Y cuando se tope con buen pan, aves o vino, comprarlo siempre, se necesiten o no, porque no se sabe lo que puede traernos el nuevo día. Cuchara, tenedor y cuchillo son absolutamente necesarios porque no los hay en ningún sitio».

Es posible que el manual exagere un poco. De las descripciones de muchos viajeros se deduce que bastantes ventas disponían de comida, aunque nunca de gran calidad ni demasiado bien cocinada.

Lo del chocolate no fue todo. Don Próculo, en lugar de los capones cebados y los dulces de sartén y yemitas conventuales que comía en casa, al salir al camino, que es metáfora de la vida, se dio de bruces con los recios condumios que testimonia la literatura viajera del siglo XIX: «Un ave frita en aceite y servida en una postura similar a la de una rana aquejada de repentinos calambres —leemos en Robert Southneym—; una tortilla de huevos al ajo, hecha con el mismo execrable aceite y (…) un vino muy mediocre».

Casi medio siglo después muchas fondas ferroviarias habían sustituido a las antiguas ventas camineras, pero el pollo hostelero conservaba su legendaria dureza. «Más duro que la pata de un santo», lo define Galdós, que era muy aficionado a viajar en tren. En algunas ventas la oferta culinaria anticipaba el buffet. Debrovski encontró en una de ellas «una mesa con tres grandes ollas, una de gazpacho, otra de arroz a la valenciana, con azafrán, y la tercera de carne de cerdo, garbanzos y pimientos colorados a la parrilla, con aceite». Quizá la comida dejara algo que desear, pero por el lado del utillaje iba notándose el progreso. En muchas ventas el viajero podía encontrar porrón y vasos, cucharas de palo y hasta tenedores de hierro (aunque sujetos a la mesa con una cadenilla).

Don Próculo se hubiera acomodado a la comida mala y mal condimentada de las ventas si, por lo menos, hubiera sido abundante, pero las raciones eran más bien escasas y él, que era persona de mucho comer, se levantaba de la mesa de los viajeros finos con el apetito casi intacto y se le iban los ojos a las sartenadas de migas de los arrieros, a los cabritos asados y adobados de pebres olorosos de los cabreros o a las fritangas espesas de los tratantes; también, aunque no era muy bebedor, a las jarras de vinazo raspante, con sabor a pez, que unos y otros trasegaban menudamente para arrancar del paladar el dedo agrio del aceite y la grasa.

En las fondas de las ciudades, la comida resultaba algo más variada, dependiendo de las posibilidades del mercado local. Entre los apuntes de nuestros comisionados aparecen, con cierta frecuencia, costillas asadas, huevos con salsa de tomate, caldereta de cordero, lomo de orza, conejo con ajos y hierbas, porciones de truchas fluviales con tocino y pollo frito al aceite.