Los adelantos en la cibaria posibilitaron el nacimiento del gourmet, o persona que, sin ser necesariamente cocinero, entiende de comidas y vinos.
No hay que confundirlo con el gourmand, persona comilona y aficionada a los buenos manjares, que siempre había existido, aunque con menos reconocimiento de causa que a partir del siglo XVIII cuando muchos gourmands se convierten en gourmets. En realidad, también existieron los gourmets en Roma o los que por tal se tenían, no sólo el cretino de Apicio, sino toda aquella turba de elegantes que se jactaban, dice Juvenal, «de ser capaces de distinguir al primer bocado la ostra de Circeo, de las de la roca de Lucrina, o de los fondos de Rutupia, y eran capaces de dictaminar, al primer golpe de vista, en qué orilla había sido capturado el erizo».
El gourmet moderno, que nace en el siglo XVIII, es sociológicamente un subproducto de la cultura burguesa que la ilustración francesa difunde por Europa. En realidad la cocina burguesa arranca de la popular, aunque ennobleciendo las materias primas. Esto ha sido una constante desde Roma: casi todos los platos fundamenta les admiten dos versiones, una para ricos, que es la mejorada, y otra para pobres, que es la antigua. Recordemos que en Roma la humilde polenta terminó haciéndose un plato prohibido en manos de los nuevos ricos. Es natural, por lo tanto, que la cocina burguesa esté, desde sus mismos inicios, estrechamente emparentada con el esnob (persona que acoge las novedades con admiración necia o para darse tono); pero también, si recurrimos nuevamente a la etimología, al site nobilitate, al que carece de nobleza, al individuo que asciende por la cucaña social gracias a su talento personal o a la riqueza recientemente adquirida. En cualquier caso va ligado a personas especialmente dotadas para apreciar una buena comida porque en su juventud, cuando el apetito acompaña mejor, no han tenido acceso a ella. Esta clase de gourmet voluntarista abunda mucho entre las personas que tienen mando, políticos, militares, ejecutivos de grandes compañías y gente así.
Son los mismos que si no aprecian el sabor de la lata en los espárragos los rechazan por insípidos y que lo mismo paladean un vino repuntadillo, creyendo que ese escozor es el afrutado, que rechazan, con gesto suficiente, una botella de vino correcto para dárselas de entendidos. No siempre saben lo que comen y más de una vez les dan cagarruta por trufa. Cuando hacía la mili, conocí a un cocinero vasco, soldado como yo, que estaba al servicio de cierto general gourmet. El vasco se tenía ganada la voluntad del amo con los platos exquisitos, de cocina internacional, que le preparaba. Una de sus creaciones más aplaudidas era una variedad de la salsa española que incorporaba un chorro de limpia metales, una nuez de grasa de caballo de la de lustrar botas y dos boñigas, todo bien pasado por la batidora y hervido con la zanahoria, la cebolla, el clavo, la pimienta, el perejil y los otros ingredientes tradicionales.
Quizá el lector se anime a reproducirla. En tal caso, debe saber que aunque el principal cometido de las boñigas es actuar como espesante de la salsa, lo suyo es que además aporten un delicado contrapunto amoniacal, que va muy bien al caldo de vacuno y neutraliza la acidez del limpia metales.
Por eso conviene que sean del día anterior, ni muy secas ni muy húmedas. El vasco, que para estas cosas era de lo más exigente, la escogía personalmente en las cuadras del cuartel mientras yo le vigilaba la puerta.
El gourmet por excelencia fue A. Brillat-Savarin que en su Fisiología del gusto (1825) estableció las bases teóricas de la cocina, «la más antigua de las artes», y la gastronomía. Brillat-Savarin era un típico producto de la ilustración, un burgués ancient régime grandón y desaliñado que llegó a diputado y supo nadar y guardar la ropa en la cambiante escena política de la Revolución. Como buen enciclopedista, entendía de muchas cosas y sentía un interés por lo humano casi universal: era químico, fisiólogo, anatomista, arqueólogo, astrónomo, compositor y poeta. El caso es que Brillat-Savarin fue más gourmand que gourmet, es decir que atendía más a la cantidad que a la calidad de lo que comía, aunque naturalmente no le hacía ascos a la calidad. En su obra, cuya lectura recomendamos, el lector encontrará párrafos como éste:
«He cazado en el centro de Francia y en lo más alejado de las provincias; he visto llegar, a la hora del descanso, preciosas mujeres, jóvenes radiantes y lozanas, unas en cabriolés, otras en simples carros, o a lomos de un modesto asno. Las he visto reírse, ellas las primeras, de las incomodidades del transporte; las he visto colocar sobre la hierba el pavo en gelatina transparente; el pastel casero; la ensalada a falta sólo de ser aliñada; las he visto danzar ágilmente en torno a la hoguera encendida para el caso; he tomado parte en los juegos y en las diabluras que acompañaban a la comida campestre; y estoy convencido de que no por menos lujo se halla menos encanto, menos alegría ni menos placer».
«¡Ah! ¿Por qué, al separarse, no cambian unos besos con el cazador más afortunado, por ser desventurado; y con todos los demás, para que no haya envidias? Hay despedida; lo autoriza la costumbre, está permitido y hasta indicado aprovecharse de ello».
Paralelamente a la buena cocina fueron surgiendo los buenos vinos, sus compañeros inseparables. El hecho fundamental del siglo XVIII, quizá comparable al descubrimiento de la penicilina en nuestros días, es el hallazgo por Dom Pérignon, monje de Hautvilliers, de un procedimiento para encerrar las burbujas del vino espumoso, embotellando vino rústico sin fermentar. Un siglo después (1872), un fabricante de vino catalán, arrastrado a Barcelona por la guerra carlista, Josep Raventós et San Sadurní, reprodujo con éxito el mismo procedimiento. La Revolución acabó con la aristocracia y dejó sin empleo a varios cientos de excelentes cocineros. Pero la subversión del orden establecido no podía afectar a los fogones. Los mismos revolucionarios que habían abolido los privilegios de la nobleza emplearon a muchos maestros de cocina de los aristócratas guillotinados. Los restantes cocineros desempleados aprovecharon la reciente moda de los restaurantes y abrieron sus propios negocios. Estos establecimientos exclusivamente dedicados a dar comidas, y por lo tanto distintos de las tabernas, los mesones y las posadas, alcanzaron enorme éxito entre la naciente burguesía. El nuevo burgués acomodado necesitaba mostrar públicamente su estatus social ingresando en la minoría que consumía manjares caros, pero por otra parte, no disponía en su casa de la infraestructura material (cocinas, hornos, bandejas, tarteras y utillaje) que esta clase de cocina requería.
Además, dado su sentido del ahorro, no estaba dispuesto a mantener a sus expensas a los inevitables parásitos, los entrañables pícaros de cocina, que bajo la capa de pinches, mandaderos y pela pollos continuaban siendo la plaga de las casas nobles.