Reyes de la hornilla

Los primeros cocineros franceses llegaron a España en el séquito de princesas de aquel país que venían a bodas. Carlos II, el último de los Austrias, comía a la española; su esposa, María Luisa de Orleans, lo hacía a la francesa, cada uno encastillado en su cocina nacional. Carlos II murió sin herederos y el trono español fue a parar a manos de la dinastía francesa, los Borbones. El primer Borbón, Felipe V, llegó a Madrid rodeado de una nube de funcionarios franceses experimentados: «Como al rey don Felipe no le gustaban los guisos españoles —escribe el duque de Noailles—, le proporcionaron un cocinero italiano que guisaba bien al es tilo de su país. El caso es que, poco a poco, don Felipe fue acostumbrándose al guiso español y en 1728 comía ya todo con aceite». Hay que entender que tomaba comida francesa cocinada con buen aceite de oliva, donde se manifiesta que el Borbón supo apreciar lo mejor de cada país. Sin embargo, los españoles más ilustrados vivían entregados a la exclusiva admiración de todo lo francés. El todopoderoso ministro conde de Aranda, por ejemplo, no tenía amantes de otra nacionalidad y pasó de Lolotte a la mademoiselle Morine, cambiando de bella pero no de cocinero, ya que siempre mantuvo el de Lolotte, muy duro en aperitivos reconstituyentes. Por el contrario, el duque de Medinaceli, más elemental e iletrado, se atuvo siempre al género nacional y no había quien lo sacara de La Pinocha, una actricilla a la que protegía, y del jigote de carnero con salsa de almendras.

La cocina francesa, ya en plena expansión, influía también decisivamente sobre la corte imperial vienesa y sobre las de los principados alemanes.

El número de platos no bajaba de seis en la mesa de la aristocracia o la burguesía acomodada, y llegaba a sobrepasar los cuarenta en los banquetes reales.

La nueva valoración del cocinero repercutió también en la rica cocina eclesiástica. Los jesuitas produjeron un interesante recetario para el uso interno de las casas de compañía intitulado Común modo de guisar que observaban en las casas de los regulares de la Compañía de Jesús, editado en Sevilla en 1818, del cual copiaremos algunas notas sobre las virtudes que deben adornar al cocinero.

«Note primero el cocinero, que ha de ser de todos notado, y así ha de ser extremado en su limpieza, no sólo en el vestido, sí también, y más principalmente, en lo que guisa: limpieza exterior en indicio de limpieza interior, y por la exterior señala el aseo que tiene en sus guisados, y así conviene al cocinero tenga limpia su cocina, barriéndola con frecuencia, y sacando la basura de la oficina, y para eso no sea perezoso; y es de advertir cuanto agrada a todos ver un cocinero aseado, y esto mismo hace que ninguno, por delicado que sea, se desdeñe de comer sus guisados (…). Advierta el cocinero aseado que cuando tiene las manos puercas, llenas de tizne, o manteca u otra cosa, no se limpie en el paño sin lavarse muy bien, porque el paño que se pone allí no es para quitar porquería, sí para enjugarse las manos después de lavadas. Tres cosas ha de tener el buen cocinero, limpieza, gusto y prontitud, y sin éstas no podrás desempeñarte en tu función: y toma el tiempo que necesitas para preparar la carne para la olla o guisado; no aguardes a la hora de ponerla al fuego, que andarás de prisa y no es mucho que no le des el punto que requiere para su sazón. En cuanto a las especias váyase con tiento, que tanto peca por mucho como por poco; arréglate a la cantidad del guiso para echarlas. En cuanto a las yentuallas, no se puede dar regla para echarlas, porque unas son tiernas y otras duras. Procura que a la hora esté la comida dispuesta, que no es punto de un cocinero detener la mesa por su culpa, y se haga la falta visible, de las muchas que tiene».

El resto de las órdenes e institutos religiosos no fueron a la zaga en sus bien surtidos conventos. Por cierto, en este tiempo nació, al amparo de la famosa abadía de los plomos, sobre Granada, la renombrada tortilla del Sacromonte. Al que esto escribe, antiguo alumno de aquel colegio, le hubiera gustado alcanzar noticia del famoso guiso de los labios del abad don Zótico, pero ya que no pudo ser se contenta con imaginarlo. Los cocineros de la abadía, los Titos, una saga gloriosa en los fogones abaciales, rehogaban en una sartén capaz, de hierro y honda, con sus refuerzos remachados, sobre la cual se hubiera hecho por tres veces la señal de la cruz, unas cuantas criadillas bañadas en vinagre desde la noche anterior y finamente cortadas a la hora de echarlas en la sartén. Una vez mareadas las criadillas, se añadían sesadas en proporción parecida, si no mayor, y sobre este perfumado condumio se vertían los huevos someramente batidos.

El añadido de patata, tomate y guisante que hoy sirven por tortilla al Sacromonte no tiene nada que ver con la genuina y es de juzgado de guardia.

Aquellas tortillas voluminosas y gruesas como un cantoral estaban calculadas para que las compartieran dos canónigos, pero el abad solía comerse una él solo, pretextando que se la hacían sin sal por prescripción médica.

Mientras en el refectorio daban cuenta de las tortillas, fuera había romería y jolgorio y merendolas por el bosque, bajo los pinares de las Siete Cuestas, y las mocitas besaban la piedra santa para que les saliera novio. Era mano de santo porque, adelantando trámites, algunas incluso regresaban a la ciudad ya preñadas.