En la isla de los Faisanes, Francia descubrió que un buen cocinero vale más que un cuerpo de ejército, y que las comidas copiosas y bien guisadas suavizan a los negociadores más intransigentes. A la isla de los Faisanes acudieron con sus perolas, sus espetones, sus espumaderas y hornos de cocer los mejores cocineros de Francia, y quizá por el embeleso del gusto le ganaron la partida a la legación española, don Luis de Haro y su séquito, que llegaron en la tradición del pastel de carne y los otros comistrajos de Montiño y regresaron a Madrid más gordos y relucientes, ya adeptos del pastel de perdiz trufada de Burdeos. Volvieron vestidos con casacas de colores alegres, sedas azules y corbatas de encaje a la francesa, en lugar de la ropilla negra y funeral que duraba desde Felipe II. Reían más, eso sí, y sus mujeres los encontraban no sólo más cortesanos y pulidos, sino más constantes y cumplidores en el débito.
Si el gobierno de Francia estuvo en manos de un cardenal italiano, Mazarino, experto en viandas y cocinas, en España otro cardenal de la misma nacionalidad, Alberoni, tomó las riendas del país con determinación y firmeza. Alberoni había conquistado el corazón de la reina Isabel de Farnesio por su habilidad en darle el punto exacto a los macarrones, aparte de otras virtudes y potencias más secretas que el purpurado atesoraba.
Isabel de Farnesio fue aquella princesa de Parma, feúcha, caballuna a la lombarda y picada de viruelas que encantó a Felipe V. El rey, que era un copulador compulsivo, halló en ella la horma de su zapato: «El rey decae a ojos vistas —escribe un cortesano por el excesivo comercio con la reina (…), vigorosa y que soporta todo».
La Farnesio estaba dotada de un notable saque, especialmente con el pastel de liebre a las finas hierbas y la pasta rehogada de mantequilla y generosamente espolvoreada de queso parmesano. A Alberoni no le fue difícil ganarla por tal conducto, y se sospecha que quizá también por algún otro, dado el gran parecido existente entre Carlos III y el prelado italiano. En Francia toda una generación de cocineros pundonorosos rivalizaba por crear platos de firma como si la vida se les fuera en ello. Y a veces les iba. Condé, el exterminador de los faisanes, ofreció un banquete en honor de Luis XIV. En el menú figuraba rodaballo, pero el gustoso pez no llegó a tiempo a las cocinas de Chantilly. En tal tesitura, el maestresala Vantel, sintiéndose responsable del desaguisado, no pudo soportar la vergüenza y se suicidó. Una segunda generación de cocineros culminó con Antonin Carme, que sirvió sucesivamente en las cocinas del prelado (y luego revolucionario) Talleyrand, del millonario Rothschild y del zar Alejandro. El camaleónico Talleyrand, que fue sucesivamente obispo, revolucionario y mariscal del imperio, sólo fue fiel a la cocina.
La etiqueta de la mesa se tiñó de complejidades protocolarias, especialmente cuando el que presidía el banquete era un diplomático tan fogueado como Talleyrand, que a cada comensal sabía dar, junto con la ración de buey asado que su categoría y apetito merecían, la formulación exacta del ofrecimiento. En cierta ocasión, comiendo con seis invitados, procedió de esta manera: al cardenal Albani le ofreció el primer filete: —«¿Me hará Su Eminencia el honor de aceptar este filete de buey?». Al marqués de Lima:
«Monsieur marqués, concédame el honor de ofrecerle este filete de buey»; al conde Romanov, con algo menos de ceremonia: «Señor conde, ¿puedo tener el placer de ofreceros este filete de buey?»; al barón de Nerva: «Señor barón, ¿queréis buey?», y a Casimire de Montrond, amigo de confianza, que compartía mesa y mantel aunque carecía de títulos, le espetó simplemente:
«Montrond, ¿buey?». En la obra fundamental de la cocina moderna El cocinero francés (1651) de Pierre François, señor de la Varenne, encontramos el primer intento de ordenar los manjares y las distintas maneras de prepararlos y adobarlos. Tres años más tarde aparece una enciclopedia de cocina, Delicias del campo, —donde se enseña a preparar para su uso en la vida todo lo que crece en la tierra y en las aguas—, de Nicolás de Bonnefons, donde se aboga por una cocina racional libre de la reiteración de diversas especias incoherentes y hasta contradictorias que hasta entonces han sido la tónica. En España se continuó durante algún tiempo esta cocina excesivamente especiada, pero en los fogones más ilustrados, entre ellos los de la cosmopolita Compañía de Jesús, el aliño se redujo a dos compuestos: el llamado de especia fina, que incluía azafrán, clavo, nuez moscada y pimienta; y el de la especia basta, que llevaba jengibre, cilantro, cominos, pimienta y azafrán. Y es de notar que cuando los jóvenes predicadores de la Compañía comían viandas especiadas a la fina, luego, en el púlpito, razonaban los misterios de la Sacratísima Fe con tal sutileza y tan menuda teología que las damas asistentes al sermón se abrasaban de amor divino, lo que se manifestaba en un rumor de abanicos y un alborotarse de los inciensos. La especia basta resultaba, por el contrario, más adecuada para los predicadores viejos y de ella resultaban buenas descripciones de las infinitas penas del Infierno.
Los jesuitas eran tan sólo una de las más de cuarenta órdenes religiosas, entre monásticas y mendicantes, establecidas en España. Los «frailes y canónigos que se delectaban en la holganza y en la abundancia». (Jovellanos) pasaban de doscientos mil, una cantidad desproporcionada para diez millones escasos de habitantes, pero además habría que sumar una turba de sacristanes, ermitaños, santeros, buleros y otras mil formas de ocio encubierto que comían de lo divino. Después de siglos de donaciones intransferibles de fincas y edificios, la Iglesia había amansado un fabuloso patrimonio que quedaba al margen del mercado y a menudo bastante desaprovechado («manos muertas»). De este patrimonio se lucraba especialmente el alto clero de origen aristocrático y sólo las migajas llegaban al proletariado eclesiástico, el bajo clero integrado por curas de misa y olla tan ignorantes como el pueblo al que servían. La Iglesia tenía su propio sistema de recaudación y exigía diezmos y primicias de toda cosecha o rebaño, excomulgando a los que se retrasaran en el pago. En su ley agraria, Jovellanos se lamenta: —«¿Qué ha quedado de aquella antigua gloria, sino los esqueletos de sus ciudades, antes llenas de fábricas y talleres, de almacenes y tiendas y hoy sólo pobladas de iglesias, conventos y hospitales que sobreviven a la miseria que han causado?». Frente al desafuero barroco de la etapa anterior, todavía tributaria de usos medievales y orientales, los innovadores franceses establecieron un nuevo canon más racional. Los asados deben servirse por separado y acompañados de ensaladas, al gusto moderno (ya la cocina italiana había impuesto la sustitución de las legumbres por verduras y hortalizas). De acuerdo con las nuevas normas, los sabores deben armonizar, y los más delicados deben equilibrarse con los más rotundos, sin que ninguno enmascare el sabor característico de la vianda. Y fueron perfilándose los vinos, tintos para carne, blancos para pescado y vianda sutil. En España perduraba la división en trasañejos, añejos y mostos o nuevos aunque por doquier se consumía el vino del terreno sin más complicaciones. En Madrid, donde había gran demanda, el de las regiones del entorno, especialmente el de San Martín de Valdeiglesias, que mantenía su prestigio y que los médicos afectos al morapio recomendaban como «medicina cordial contra la melancolía». Tampoco eran malos los caldos de Guadalajara y Toledo. Los manchegos, por el contrario, desagradaban al marqués de Langle: «alaban mucho ese vino de la Mancha, yo lo encuentro malo (…), violento, espeso y capitoso». Por el contrario, los hábitos del bebedor hispánico merecían la aprobación del marqués: «el español bebe poco, tiene la borrachera pacífica y, cuando está ebrio, se duerme».
En todo el sur de Europa, el gusto por lo agridulce (tan característico de la Edad Media y aún después) fue cediendo a una mayor definición de sabores: por un lado la carne, que se salpimenta, y por el otro lo dulce, que lleva azúcar o miel. Los dulces, los helados y el chocolate recibieron un gran impulso cuando la herencia italiana de Catalina de Médicis, que era muy golosa, echó raíces en las cocinas de Francia. Por cierto que algunos aseguran que el pastel de almendra se inventó para Catalina, sin pararse a pensar que ya llevaba siglos reinando en la dulcería hispanomusulmana. A cada cual lo suyo.
Dentro de las carnes, al hacerse la aristocracia menos montaraz y más palaciega, se valoró más la carne criada con pasto, la ternera y el capón, o la caza pequeña (faisán, perdiz) en lugar de la carne demasiado bronca de la caza montera. De la mano de esta filosofía culinaria nació también el concepto de fondo de salsa y se idearon las salsas fundamentales de la cocina moderna: la bechamel, la mayonesa, la de tomate, etc.