Francia, nuestro querido vecino del norte, es un país afortunado por partida doble: por una parte es tan grande, fértil y variado que produce de todo; por la otra, está en el corazón de Europa, y con sólo echar un vistazo por encima de sus fronteras puede avizorar todo lo bueno que producen sus vecinos. Pero estas ventajas no habrían servido de nada si los franceses no las hubieran aprovechado inteligentemente para crear una gran cocina occidental, culta y refinada, de la que son tributarias todas las cocinas satélites del resto de Europa. En Francia siempre hubo buenos cocineros. Desde Taillevent, el cocinero de Carlos V el Sabio, han ido sucediéndose maestros del fogón que desarrollan estimables recetas. No obstante, el impulso principal de la cocina francesa provino de la Italia renacentista, tan visitada de ejércitos franceses, y de los cocineros que llegaron con los séquitos de Catalina de Médicis y otras princesas italianas casadas en Francia. Otros divulgadores de la gran cocina italiana fueron los prelados italianos que intervienen en la diplomacia europea.
Si la Iglesia ha comido tradicionalmente de lo mejor, los prelados italianos, quizá por su proximidad con la fuente misma de la Iglesia, Roma y la corte papal, siempre han sido distinguidos conocedores y amantes de la buena mesa. De hecho, es sabido que, antes de aprender el pesado latín eclesial y los rudimentos de la misa, se entrenaban en la culinaria, y lo mismo sabían darle el punto a unos macarrones que aromatizar un pato asado con especia veneciana. Este interés eclesiástico por los fogones se manifestó también en la arquitectura: la cocina de los monasterios, con su portentosa chimenea troncocónica bajo la cual cabe un buey abierto, es la parte del edificio que más firmemente aguanta las revoluciones y los otros menudos embates del tiempo; por algo será.
Volviendo a los prelados italianos en la diplomacia europea, el cardenal Mazarino, uno de los políticos más astutos que en el mundo han sido, logró el encaje de bolillo de terminar la guerra entre España y Francia casando a Luis XIV con la princesa española María Teresa de Austria. Las negociaciones, que fueron largas, con muchos almuerzos y muchas cenas de trabajo, se desarrollaron en la isla de los Faisanes, exterminados por Condé, por el duque de Richelieu y por la nueva aristocracia gourmande.
Con Luis XV, la cocina alcanzó su máximo esplendor. De nada sirvió que los moralistas protestaran contra el hedonismo de las clases altas, ocupadas en idear nuevos manjares. La corte escuchaba el sermón con acatamiento y compostura, pero luego se retiraba a sus palacios a meterle mano al pato de Agen en salsa de almendra. Y en la rectoría, el sermoneador, delante de su buena ración de cartucho de perdiz con trufas, hacía un gesto de desaliento y comprendía que la gula, ese placer que nos acompaña cuando todos los demás nos han abandonado, constituye un pecado difícil de erradicar.