Ya estamos en Madrid. Don Diego tiene dos hermanas que viven en la Villa y Corte, pero amancebadas con el secretario del duque de Arjona, como es notorio, y don Diego, mirando por su honor, prefiere hospedarse en la casa de otro pariente villano, un primo segundo por la parte de madre, que es calcetero en la calle de la Montera. Madrid es cabeza de imperio donde, a pesar de los muchos descalabros, sigue sin ponerse el sol. Hay algunos palacios de piedra con patios columnados y solemnes portaladas heráldicas, pero también muchas viviendas cochambrosas, casuchas de tapial y tablas, de un solo piso y altillo alquilado; hay calles y plazas empedradas, pero otras tienen el piso de barro o polvo y arroyo central lleno de desperdicios. Por doquier huele a humanidad, a boñiga caballar y orines rancios, porque muchos transeúntes hacen aguas menores (incluso mayores, ya anochecido) en rincones y portales.
Los ricos van en carrozas o a caballo; algunas damas, en silla de mano cubierta; los villanos y los hidalgos pobres, a pie. Don Diego es de los que prefiere caminar. Algunos poetas han comparado a la Villa y Corte con la nueva Babilonia, no porque el Manzanares se asemeje al Éufrates o al Tigris sino más bien, hay que suponer, porque en ella se superponen las clases sociales como las terrazas del zigurat decreciente del que habla la Biblia. Esta división también afecta, y muy principalmente, a las cocinas. En la cúspide de la jerarquía están el rey y sus familiares; inmediatamente debajo, la aristocracia cortesana que los sirve; luego, los grandes funcionarios, el clero alto y la administración, en cuyos hombros descansa el Estado; a continuación viene una muchedumbre de criados y paniaguados que sirven a tanta gente, y finalmente los paseantes corte, esa notable población transeúnte formada por personas que, como don Diego, han acudido a Madrid para arreglar sus asuntos, y a veces tardan años en arreglarlos en aquella maraña de colapsada burocracia, de funcionariado absentista, nepotista y venal.
Habría que añadir a la lista el sector de servicios, los que hospedan, visten, nutren, arman, desfogan y entretienen a todos los demás. Madrid también es una gigantesca olla que engulle miles de carneros, vacas, cabritos y cerdos (por este orden), eso sin contar los animales menudos que no pasan por las carnicerías: perros, gatos, liebres, conejos y aves…
¿Perros? Eso he dicho: perros. En la documentación no se dice que la gente coma perros, pero los estudios paleobiológicos realizados en los basureros de la época revelan gran cantidad de huesos de perro que han servido de alimento a la población.
A los dos días de estar en Madrid, don Diego va a tener ocasión de comprobar hasta qué punto la miseria y la opulencia conviven y contrastan en la sociedad barroca. El secretario del duque de Arjona, beneficiario, como arriba se dijo, de los favores de las hermanas de don Diego, lo invita a un banquete que da el duque su amo para celebrar que el rey lo ha designado para una embajada en Italia. He aquí a nuestro hidalgo espantando escrupulillos de honor ante la perspectiva de sacar el vientre de mal año. Va a profesar como miembro de la capigorra, la consuetudinaria e hispánica cofradía cuyos componentes «somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones, cáncer de ollas y convidados por fuerza». (Quevedo). En efecto, el gorrón, como el camello y la anaconda, remediaba sus grandes ayunos con tremendos hartazgos. En Marcos de Obregón leemos: «No se halla que mi padre comiese más de una vez al día, y con mucha templanza, si no era cuando lo convidaba el duque de Alba, grande amigo suyo, que entonces comía más que cuantos había en la mesa». También, como sus precursores romanos y como las hienas del campo, el gorrón de los Austrias, ya harto, se llevaba a casa, envueltos en servilleta, los alimentos que no podía devorar: «Di conmigo en un tabernáculo de la gula, donde henchí un paño de manos de una empanada, un par de perdices, un conejo y frutillas de sartén», nos dice nuevamente Marcos de Obregón. En la especie gorronesca la hembra era incluso más temible y voraz que el macho, porque sus favores se pagaban con creces y por adelantado sin recibir a cambio seguridad alguna de recuperar algún día la inversión. Si uno salía al paseo y rondaba alguna moza, debía ir bien provisto de dineros y con ánimo resuelto de gastarlos generosamente porque era cosa segura que a la bella se le antojarían las chucherías, los pasteles y jarabes que por doquier pregonaban los vendedores ambulantes. Lo mismo ocurría en el teatro, donde la requebrada escogía el cartucho de avellanas, la empanada o la medida de ciruelas de Génova o de yemas, e indicaba al vendedor que se las cobrara a aquel apuesto hidalgo «el que está al lado de la columna y nos mira con los ojos reblandecidos en lágrimas» (como a quien extirpan un riñón). Y si uno se metía a galán de monjas y ejercía sus rondas en las celosías de algún convento, también debía ir preparado para regalar a la novicia objeto de sus requerimientos amorosos, que no por estar apartadas del siglo eran menos despabiladas ni golosas. Regresemos junto a nuestro don Diego. ¿Qué ven sus ojos? De la mano de su mentor atraviesa las espaciosas cocinas del palacio del duque, que ocupan el bajo de la crujía del segundo patio, y mientras se abren camino entre la muchedumbre de pasteleros, reposteros, lacayos, menestrales y ponches, va admirando calderos, tinajas, tarteras, moldes, asadores, cucharones, estameñas, cedazos y los otros trebejos del oficio de mil proporciones y maneras que penden del techo, cuelgan de las paredes o posan en los poyos y vasares de la nave. Ve al cocinero jefe examinar los asados y los caldos con autoridad y majestad, acá destapa un puchero de hierro y husmea el caldo, allá se asoma a una caldera de cobre y espumando un pato hiende las blancas carnes con la navajilla de plata que lleva al cinto, enhebrada en cordón de terciopelo. Allá abronca a un paje que despiezando una gallina con más denuedo del necesario ha pegado una enjundia en la pared frontera.
Ve nuestro don Diego afanarse a una nube de pícaros de cocina, o sea pinches sin graduación y sin sueldo, los que desuellan carneros, despluman aves, majan especias, baten salsas, cortan leña, friegan pucheros. Fray Antonio de Guevara, gran cocinillas, los tiene por «otra manera de vagabundos que (…) andan por las plazas, despensas, mesones y bodegones y danse a acompañar al mayordomo, servir al botiller, ayudar al despensero, aplazer al repostero y contestar al cozinero; de lo cual se les sigue que de los derechos de uno, de la ración del otro, de los relieves de la mesa y aun de lo que se pone en el aparador, siempre tienen que comer y aun llevan so el sobaco qué cenar». Estos pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios, como los describe Cervantes, son «gentes que con espumar las ollas y probar guisados» se alimentan (Guzmán de Alfarache). Con sujetos tan poco de fiar en la vecindad de despensas y fogones, las casas de cierta importancia nombraban veedores de cocina, cuyo cometido consistía en mantener las sisas de los cocineros dentro de las proporciones de lo razonable y evitar que los pinches pícaros comieran de los guisos del señor o los marranearan. Vano intento; los veedores eran pocos y los pícaros y cocineros muchos. ¿Cómo evitar que el pinche encargado de subir la sopera al comedor, un hombre sucio de natural, abrevara de ella durante el trayecto en un recodo del pasillo o en el descansillo de la escalera? ¿Cómo impedir que el par de truhanes desorejados que portaban la fuente atestada de filetes de carnero en salsa verde apoyaran un momento su carga en el baúl del descansillo y devoraran atropelladamente las mejores tajadas, embocándoselas sobre el guiso, y que luego metieran las manos asquerosas en la vianda para disimular el estropicio? Las viandas servidas han de pasar por el repostero que hay junto a la mesa principal, donde el duque departe con sus pares. Don Diego de Cazalilla, acomodado con otros de su pelaje en una mesa pequeña, en el extremo de la sala, advierte alarmado que las soperas y bandejas que pasan ante sus narices están dotadas de tapaderas y aseguradas con candados, como si fueran las arcas del rey. Un comensal antiguo advierte su condición de gorricantano y lo catequiza:
—No se alarme vuesa merced, que el mayordomo tiene llaves para abrir esos candados y sacar libre la vianda, de la cual, Dios mediante, cataremos alguna parte, muchos huesos y rebañaduras de salsa, cuando el duque y sus excelencias se hayan servido. Las ollas fuertes afirmadas con flejes y candados causaron también extrañeza a la condesa de Aulnoy en su viaje por España, en 1679. La condesa, almorzando en un palacio de Buitrago, ve llegar de la cocina «una gran marmita de plata cerrada con una cerradura» y anota: «Era la costumbre de España y fue preciso mandar a pedir la llave al cocinero». En otra carta del mismo año habla de la servidumbre de una casa de Madrid donde todavía no usaban ollas cerradas y los criados «al llevar los platos a la mesa se comen más de la mitad de lo que hay dentro, devorando las tajadas tan calientes que todos ellos tienen los dientes estropeados». Aproximémonos a la mesa ducal y veamos cuáles son los manjares que estimulan el apetito de don Diego y la compaña. Lo que vemos es una acumulación de carnes con las mismas salsas y de salsas con las mismas especias, algunas de ellas absolutamente incompatibles entre sí. La mentada condesa de Aulnoy se lamenta en otra carta de la cantidad de ajo, azafrán, pimienta y especias que los españoles añaden a los guisos. Por si tanta especia fuera poco, para acabar de confundir los sabores, casi todas las recetas incluyen azúcar, vinagre y canela. Así pues, aunque pasen siglos y modas, se mantiene el gusto por lo agridulce. También se empleaban muchas hierbas sabrosas, por eso para Góngora «las calles de Madrid son lodos de perejil y hierbabuena» que, con el ajo, constituyen las típicas especias del pobre. En los primeros asaltos de la mesa principal perecen las aves finas, los capones de leche (los cebados con harina y leche) y los francolines, especie luego extinguida a la que Covarrubias alaba el «buen sabor y gusto de su carne regalada y preciosa». Al extremo donde don Diego y su compañía aguardan colación sólo llegan algunos huesos de cochino pingajeados de carne y enlodados de salsa dulce y diversas porciones de conejo emparedado, «por mil partes traspasado/ con saetas de tocino» como versifica Cervantes. También alcanzan una cazuela con albondiguillas de pescado guisadas, con su relleno de ralladuras de pan y huevos y otra perola casi repleta de albondiguillas de carne frita. No faltan el pan, que es candeal y noble, en crujientes hogazas. En ello dan los capigorras, con el denuedo de las hambres aplazadas, sin hacer ascos a cosa alguna y mucho menos a las redomillas de vino de Martos, una de torrontés y otra de aloque, que ayudan a pasar el soperío. Un estimulante aroma a adobo de vinagre invade la sala anunciando la llegada del pescado, el benéfico adobo que contiene las carnes del pez cuando dejan de ser frescas, permitiendo que lleguen a los palacios de la corte congrios, lenguados, atunes, doradas, salmones, pulpos, truchas. Incluso ese «manjar negro que dicen que se llama cabial caviar y es hecho de huevos de pescado, grande despertador de la corambre». (Quijote, 2.ª parte, cap. LIV). Los pescados, en salazón o frescos, los traen los arrieros maragatos de los puertos de Portugal o del Norte. Mediado el convite, llega de la cocina una nueva procesión de criados portando diversas bandejas de artaletes, que así se llaman unas blandas empanadillas de carne, o manjar blanco, horneadas sobre octavillas de papel de estraza que les sirven de plato y soporte. De éstas no llega ninguna a la mesa de don Diego, pero él se consuela con una suculenta almojábana, la madre de la que proceden casi todas las frutas de sartén y mantecadas que en el mundo han sido. La almojábana comenzó siendo una torta de queso morisca (una de tantas), pero no hace mucho un cocinero renovador la cristianizó añadiendo a la masa manteca de cerdo, huevo y azúcar, con gran éxito de público y de crítica.
En el Madrid de los Austrias hay unos cuantos cocineros famosos que experimentan en sus fogones. Uno de ellos, Francisco Martínez Motiño, cocinero del rey Felipe III, publicó en 1611 un Arte de cocina venerable y también algo disparatado recetario, todo grandes guisotes que ignoran por completo el concepto de salsa madre pero están, no obstante, embadurnados en salsas contundentes y muy especiadas a base de majado de picatostes, almendras, pimienta, azafrán, canela, nuez moscada, cilantro y mucha azúcar. Para los extranjeros algo refinados por la cocina italiana o francesa los mejores guisos españoles resultaban incomibles. «Las perdices las asan hasta carbonizarlas —se queja Madame de Aulnoy—, pero los pasteles serían muy sabrosos si no estuvieran cargados de ajo, pimienta y azafrán». Y el duque de Grammont, que llega a Madrid en 1659 con la misión de solicitar la mano de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, para Luis XIV de Francia, escribe: «El almirante de Castilla nos obsequió con un festín magnífico, al estilo español, del que ninguno pudimos comer. Conté más de setecientas fuentes y bandejas de plata de ley, todas ostentando el escudo del almirante, pero, como todo el contenido estaba lleno de azafrán y dorado, ninguno pudo catarlo, y eso que el banquete duró más de cuatro horas».
Comienza ya la tarde y el duque, que es hombre de siesta y querindonga, despide a los músicos y ordena levantar manteles. Pasan los estómagos agradecidos y su clientela habitual haciéndole acatamiento y don Diego observa con admiración la gruesa cadena de oro que su excelencia lleva al cuello, rematada con un gracioso mondadientes en figura de dragón. El duque tiene una de las mayores fortunas de España, pero otros nobles no tan ricos compiten con él en largueza y gasto. En la corte, como en la aldea, la exhibición ritual de la riqueza obliga a eclipsar el gasto del rival y algunas haciendas saneadas quedan tan maltrechas después de un banquete que tardan, a veces, años en recuperarse o no se recuperan nunca. Incluso el propio rey pasa sus estrecheces después de gastar en exceso. En los Avisos de Barrionuevo, verdadero periódico del tiempo, leemos: No tuvo el rey que comer más que huevos y más huevos por no tener los compradores un real para prevenir nada…
—«Felipe IV, el dueño de medio mundo no tiene un real, y el día de San Francisco pusieron a la infanta en la mesa un capón que hedía como a perros muertos. Siguióle un pollo de que gusta sobre unas rebanadillas como torrijas llenas de moscas, y se enojó de su suerte que a poco no da con todo en tierra…». Natural.
Al otro día, de mañana, madruga don Diego para velar por su negocio. Camino a la Audiencia, va topando con diversos bodegones de puntapié o puestos ambulantes de aguardiente y naranjada (o sea, confitura o lectuario de mondaduras de naranja y amarga en miel). Ése es el desayuno típico de la corte, bueno para matar el gusanillo y disipar la bilis. Algunos ciudadanos lo toman después del tocino asado que Quevedo adjetiva «gentil». («Denme a la mañana un gentil torrezno»).
También encuentra burras paridas, cuya leche se considera medicinal, y diversos vendedores de confituras, dulces, vendedoras de fruta muy descaradas y muchachos cargados con canastas que van pregonando barquillos, rosquillas y turrones.
A estas delicadezas se suman las muchas que producen las confiterías de la corte: bolos, bolillos, bizcochos, turrón, castañas, muñecas, bocados de mermelada, letuarios y conservas, mil figurillas de azúcar, flores, rosarios, rosetas, rosquillas y mazapanes, aguardientes y canelas.
A medida que avanza la mañana va desperezándose el estómago de la ciudad, donde ha de comer tanto paseante ocioso, tanto procurador y tanto cortesano. En Madrid, como en Sevilla, Valencia o cualquier otra ciudad importante, uno puede encontrar oferta para todos los bolsillos en los humildes bodegones de puntapié, tenderetes y puestos ambulantes donde se sirven carnes hervidas, carnero, tocino, callos, refrescos o alojas, buñuelos y pasteles. A menudo las condiciones sanitarias de estos guisos y condumios son deplorables, pero no falta hambrón que se coma el pastel pasado y rociado de pimienta para disimular el sabor, ya que no el olor, de la carne podrida. En la comedia de Lope de Rueda El deleitoso la pimienta sirve de excusa a un personaje: «así iba yo a decir, sino como quemaba tanto aquella pimienta de los pasteles háseme turbado la lengua…».
Aparte de los puestos callejeros están los restaurantes que pueden ser de dos categorías: figones, más finos, para la clase acomodada, y bodegones, más populares, también conocidos como «casas de la gula». Algunos de estos establecimientos gozan de merecido crédito, entre ellos el mesón de Paredes de Madrid, cuyos pasteles de carne (es decir, empanadas de carne picada, almendra y especias) son famosos, y el figón de Lepre, del que es cliente Quevedo. También cocinan platos de encargo para las comidas o los banquetes de casas particulares. A don Diego de Cazalilla le ha salido un amigo, que asegura ser también hidalgo: don Pablos de Pingüesarcas y Pimentel de Tejada, hombre solemne y linajudo que tiene cumplida hacienda en la Montaña y anda por la corte en procura de un cargo adecuado a su rango y condición, quizá un generalato en Flandes o una embajada en la corte del Preste Juan. Ha conocido las cuitas de don Diego y se ha ofrecido a menear la Corte donde sea necesario, como hombre de mucha agarradera en las alturas, para que el negocio de don Diego se resuelva con presteza y satisfacción. Mientras ello llega, que las cosas de palacio van despacio, se ofrece como acompañante y mentor del recién llegado en las procelosas aguas de Madrid. En su obsequiosa compañía, don Diego recorre las tabernas de la Cava de San Miguel, donde el montañés lo invita con ostentosa largueza a un cuartillo de vino de San Martín de Valdeiglesias y después, aprovechando que es sábado, propone un almuerzo en el figón de la Viuda, donde preparan unos callos de mucho sabor y fundamento sin por ello desmerecer los otros platos que hacen con los pies, las lenguas, los bofes, las asaduras, las pajarillas y la grosura.
A don Diego le mosquea un poco tanta erudición sobre casquería viniendo de quien asegura ser dueño de medio Potosí, pero disimula por no parecer receloso y se deja llevar a donde la Viuda. En unas casillas viejas, cuyos pintados artesonados serían de mucho lustre y mérito si las telarañas y la tizne de los velones los dejaran ver, hay hasta una docena de mesas desparejadas a las que se arrima una muchedumbre de parroquianos de medio pelo y largo apetito, los más de los cuales se afanan sobre sendas escudillas de garbanzos con manos de cerdo, sino unos pocos que comen olla salpresa de vaca, jigote, uña de ternera, callos, albondiguillas. Hay incluso un mendigo de puerta de iglesia que engulle golosamente una humilde capirotada (guisado de hierbas, ajo, huevo y lo que haya a mano). Al fondo, arrimados a unas antiguas pesebreras sobre las que se acomoda un tablón que sirve de mesa, hay un grupo que parecería de personas más graves si no fuera porque, de pronto, al llegarles la fuente de comida, se ponen de pie abruptamente con mucho arrastrar de sillas. Don Diego se sobresalta temiendo reyerta pero no hay tal, que los del rincón, componiendo semblantes risueños dan en recitar, con fingida solemnidad, mirando la fuente que tienen delante:
si eres cabrito manténte frito
si eres gato salta del plato
y dicho el conjuro se apartan como si el felino guisado pudiera verdaderamente saltarles a la cara.
El gato, por la cosa del refranero y de la tradición de darlo por liebre, ha tenido muy mala prensa. Sin embargo, el simpático felino ocupó durante siglos un espacio propio en la mesa hispana. En la Edad Media era bocado habitual, como lo ha seguido siendo durante siglos entre la gente humilde.
En 1348 una terrible epidemia de peste negra, cuyo vehículo natural parecían ser las ratas, se llevó por delante a casi un tercio de la población europea. Naturalmente el enemigo natural de las ratas gozó de muy buena prensa a partir de entonces y casi se convirtió en especie protegida, lo que retrajo un poco su consumo, nunca demasiado, porque es prolífico y no hay peligro de que se extinga. En cualquier caso se siguió consumiendo, aunque su carne no era tan estimable como la del conejo, liebre o cabrito a los que a veces sustituía. La receta básica de gato es la siguiente: una vez muerto el animal, se cortan el rabo, las garritas y los cojoncillos (de lo contrario el guiso sabrá a chero) y se despelleja como si fuera un conejo, se abre, se destripa y se pone a orear una noche. Al día siguiente se ablanda durante seis u ocho horas en un escabeche de vinagre aromatizado con mucho ajo y tomillo y se cocina como si fuera choto o conejo. El maestro Ruperto de Nola advierte que no es conveniente comer la cabeza porque los sesos de gato hacen loquear al que los come.
Lo de dar gato por liebre era algo más que una manera de hablar. El fraude y la venta de sucedáneo por legítimo era práctica universal en la cofradía mesoneril. No sólo daban gato por liebre, sino burro por ternera en adobo y otra serie de animales por su inmediato y más noble superior: «al gallo llamadle capón —aconseja la pícara Justina—; al grajo, palomino; a la carpa, lancurdia; a la lancurdia, trucha; al pato, pavo. Las frutas nunca digáis que son vecinas de Mansilla; que es decir que son villanas y montañesas, sino que vinieron de Bretaña…». Y no sólo animales considerados comestibles. Cualquier ser que vuele, nade, repte o corra, si contiene carne es cocinable. Quevedo se pregunta:
¿Dónde estarán las ollas
donde las lechuzas pasan por pollas?
Quien temiere ratones venga a esta casa
donde el huésped los guisa como los caza.
Incluso si uno come la carne que él mismo se cocina, no por eso escapará del fraude, porque «el carnicero hurta hinchando las piezas de carne con una flauta o cañón, muy diestramente, para que parezcan mayores y le paguen más de lo que valen». (Carlos García, La desordenada codicia de los bienes ajenos, 1619).
Los abusos de mesoneros y carniceros, con ser tan cotidianos, eran poca cosa comparados con los que perpetraba el gremio de los pasteleros, es decir, los fabricantes de empanadas de carne.
En tiempos de don Diego había empanadas de carne de muchos precios y las más asequibles, clásico harta bobos y consuelo de pobres y pícaros, eran tan baratas que uno no podía por menos de preguntarse de qué clase de carne las rellenaban para que resultaran rentables. Por otra parte, la abundancia de picante disimulaba el sabor de la posible carne podrida procedente de reses muertas. Finalmente incluso las empanadas menos baratas fueron objeto de sospecha, hasta el punto de que su consumo decreció sensiblemente porque nadie se fiaba de ellas. Hoy siguen elaborándose excelentes empanadas en Galicia y otros lugares, pero el consumo todavía no consigue remontar el descrédito cobrado hace siglos. En tiempos de don Rodrigo no hay poeta que no ensaye alguna letrilla satírica contra los pasteleros. Veamos las reflexiones de Quevedo ante el retrato de un pastelero que ha ascendido socialmente gracias a su comercio:
Esta cuya caraza mesurada
con calva, panza y gota zapatos sin orejas,
barba honrada, gorra y sayo de sota,
todos trastes de cuerdo y caballero
(hablando con perdón), fue pastelero.
Y es toda aquesta gala
hija de un horno y nieta de una pala.
Y sábese por cierto que en su tiempo no hubo perro muerto, rocines, monas, gatos, moscas, pieles, que no hallasen posada en sus pasteles; teniendo solamente de carnero, parecerlo en los güesos que llevaban…
En estos tiempos recios, la justicia del rey ejecuta a muchos delincuentes y es costumbre descuartizar sus cadáveres y exhibirlos en caminos y encrucijadas donde los vean los viandantes y sirvan de escarmiento.
Quevedo sugiere que los desaprensivos pasteleros se surten de carnes en tales lugares:
«… parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro; y tomando un hisopo, después de haber quitado los hojaldres, dijeron un responso todos, con un requiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes…».
Regresemos ahora a don Diego y a su acompañante y mentor, don Pablos, que le ha hecho un guiño cómplice al mesonero y le ha solicitado una fuente de carnero verde. Llega la fuente humeante con un guiso que parece apetitoso: unas tajadas de carne (esperemos que sea de carnero) sazonada con perejil, ajos, tocino, yema de huevo y especias, y salteada de diversas hierbas y verduras, de donde procede la denominación de verde. Para remojarla, nada mejor que dos jarras de cierto vinillo toledano que el Pablos trae muy recomendado. El vinillo toledano hace tiempo que se acabó, pero el mesonero, un profesional que se desvive por agradar a la clientela, sigue vendiendo, al mismo precio, un vinazo que ha adquirido a uno de los bodegueros de la Cruz de San Roque, el suburbio donde están las tabernas más tiradas de Madrid, las frecuentadas por la gente del hampa. Es un vino que, si se sabe adobarlo para disimularle los defectos, puede venderse tranquilamente por bueno. «Cuando su vino de tan mezclado y bautizado no tiene fuerza —testimonia Carlos García—, cuelgan dentro del tonel un salchichote lleno de clavo, pimienta, jengibre y otras drogas, con que lo hacen parecer bueno». Como ya sospechábamos, don Pablos de Pingüesarcas y Pimentel de Tejada, el voraz hidalgo montañés, no resolvió nada y todas sus promesas resultaron vanas. El muy pícaro todavía comió de gorra media docena de veces a costa de la menguante bolsa de don Diego y, cuando la vio exhausta, se despidió del hidalgo arruinado con el pretexto de cobrar ciertas rentas en Zaragoza.
Quedó nuestro don Diego con una mano delante y otra detrás y finalmente, pasados cuatro meses que por sus muchas estrecheces se le hicieron años, después de cambiar dos veces de posada, siempre yendo a peor, mortificadas sus decrecientes carnes por chinches colchoneras y hambres estudiantiles, derrotado y sin blanca, decidió regresar a Córdoba. Pero antes apuró la última gota del cáliz de la amargura, que fue verse tan hambreado como para pasar por la vergüenza de comer de la caridad, agregado a los mendigos que acuden a la sopa boba o gallofa en la puerta de varios conventos. El triste sopicaldo se obtiene cociendo a fuego muy lento mendrugos de pan duro, vino blanco y una nuez de manteca rancia, con añadidura de hojas de laurel y unas cucharadas de pimentón, amén de los huesos mondos y los despojos de aves que a mano hubiera, los tronchos de alguna col, las limaduras de un queso que royeron los ratones bajo la cama del señor abad, un resto de morcilla enflorecida y seca que apareció al barrer detrás del fogón y otros despojos semejantes. La sopa boba no llevaba mucha sustancia, cierto, pero por lo menos calentaba el cuerpo y templaba el estómago.