El derroche barroco de las mesas ricas contrastaba más que nunca con la escasez y continencia de las pobres.
El alimento básico seguía siendo el trigo que, aunque las autoridades procuraban que no faltara y se mantuviera a precios razonables, las repetidas bancarrotas y las malas cosechas no siempre lo consintieron. La escasez favoreció la aparición de un mercado negro dominado por regatones y estraperlistas.
El trabajador bebía vino con cada comida, considerado más alimento que acompañamiento, y si la bolsa no alcanzaba para tanto procuraba al menos tomar aguapié, una especie de vino aguado resultante de exprimir el orujo de la vendimia después de regarlo con agua. Ya estaba descubierta América, pero aún no se había extendido el uso de la patata, ni del tomate, ni de las alubias (o judías o habichuelas) y los pobres seguían comiendo migas, gachas, pan mezclado y guisotes de altramuces, habas y garbanzos. Lentejas sólo cuando no había más remedio, porque «engendraban mucha melancolía y turban el ingenio», según informa el Libro de Medicina de Arnaldo de Vilanova (1519).
En el medio rural, que era casi todo, se hacían dos comidas principales: de noche en casa la olla y al amanecer las migas, como leemos en Tirso de Molina (La dama del olivar).
Aparte de esto, en estío se tomaba mucho vinagrillo, que, si se presentaba la ocasión de añadirle algo de aceite y salpimentarlo, ya se transformaba en salmorejo. Muy de tarde en tarde alcanzaban también alguna capirotada, «cierta manera de guisado que se hace de ajos, aceite, y queso y huevos, yerbas y otras cosas, la cual se echa encima de otro guisado. Y porque lo recibe encima a modo de capirote se dice capirotada».
Los humildes mataban el hambre con gachas y diversos majados de trigo o cebada hervidos con agua o leche, entre ellas las zahínas, las talvinas y los formigos. La carne ni por el forro, fuera de gatos, sabandijas y casquería. Y mucho ajo aromatizándolo todo «el español observa John Minshen, en 1627 parece dotado de un estómago más frío que los sujetos de otras nacionalidades, soporta mejor el aroma del ajo y cada día, antes de abandonar sus aposentos, procede a machacar un diente de ajo, lo fríe en aceite con migas de pan como si fuera un budín y se lo come en el acto. Y el hombre común vive de eso que es alimento y medicina de los humildes».
El primer producto alimenticio americano cuyo uso se extendió fue la alubia, que lentamente comenzó a sustituir a su hermana el haba. Quizá se les llamó judías, o habas judías, por burlesca alusión a su semejanza con el glande despellejado de los circuncisos judíos, de los que ya iban quedando pocos con los envites de la Inquisición. Aparte de estos guisos básicos, una buena cocinera del siglo XVI sabía hacer como la tía de La lozana andaluza «fideos, empanadillas, alcuzcuz con garbanzos, arroz entero, seco, graso; albondiguillas redondas y aprestadas con cilantro verde; (…) adobado de carnero (…) hojuelas, pestiños, rosquillas de alfajor, textones de cañamones y de ajonjolí, nuégados, xopainas, hojaldres, hormigos todos con aceite, talvinas, çahinas y nabos sin toçino y con comino; col murciana con alcaravea, y holla reposada (…) boronía, caçuela de berengenas moxíes; caçuela con su ajico y cominico y saborcico de vinagre rellenos de cabrito, pepitorias y cabrito apedreado con limón çeutí. Y caçuelas de pescado çecial con oruga (…) letuarios de arrope para en casa y con miel para presentar, como eran de membrillos de cantueso, de huvas, de verengenas, de nuezes y de la flor del nogal (…) de orégano y hierbabuena para quien pierde el apetito».