Es posible que alguno de sus paseos digestivos por las amenas riberas arboladas, llevado en litera descubierta, diera Carlos en soñar, a la sombra fresca de alguna higuera, el belfo caído soltando barbilla sobre el Toisón de Oro, con el único guiso suculento que nunca cató, un plato enteramente fabuloso ideado por no sabemos quién para fascinar pueblos tan hambreados y soñadores como el español: el relleno imperial aovado. La receta canónica es la que viene en la novela del pícaro Estebanillo González. Se denomina «imperial» porque su preparación formaba parte de las ceremonias de la coronación de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, para que el emperador electo, que siempre se procuraba que fuera de buen saque, se fortaleciera la víspera de la coronación. Se denominaba aovado porque se comienza por un huevo: «Este huevo ha de estar dentro de un pichón, el pichón ha de estar dentro de una perdiz, la perdiz dentro de una polla, la polla dentro de un capón, el capón dentro de un faisán, el faisán dentro de un pavo, el pavo dentro de un cabrito, el cabrito dentro de un carnero, el carnero dentro de una ternera, la ternera dentro de una vaca. Todo esto ha de ir lavado, pelado, desollado y lardeado (untado con manteca) fuera de la vaca, que ha de quedar con su pellejo. Y cuando se hayan metido unos con otros, como cajas de Inglaterra —hoy diríamos como muñecas rusas— para que ninguno se salga de su asiento, los ha de ir el zapatero cosiendo a dos cabos». Todo eso se asa y el resultado es «un manjar tan sabroso y regalado».
Los Austrias que siguieron a Carlos fueron más morigerados en la mesa, pero a medida que el país enfilaba el negro túnel de la decadencia, los banquetes oficiales se hicieron más derrochones y pródigos. En el banquete que dan en Valladolid al condestable de Castilla, el año 1604, se sirvieron el pescado y la carne juntos hasta llegar al número de cuatrocientos manjares, donde hubo «pollo, salmones enteros, y toda clase de pescados que vinieron de todos los puertos de mar, con mulas dispuestas en relevos». Poco después, el duque de Lerma ofreció a los reyes un banquete en el que se sirvieron hasta dos mil platos de cocina, sin contar los dulces secos ni las conservas. Durante la visita de la embajada inglesa, en tiempos de Felipe IV, se presentaron hasta doscientos sesenta guisos distintos a partir de veinticuatro clases diferentes de carne. La fruta siguió yendo por delante: «Cuando se sientan a la mesa —dice un testigo de la época— están de ella los antes y los postres, que eran éstos: guindas, limas, dulces, almendras y pasas, orejones y natillas, todo repartido en cuarenta y ocho fuentes… Luego veinticuatro criados con dos platos descubiertos, cada uno en una mano y en uno venía olla de vaca, carnero y gallinas, en el otro palominos, como media docena en cada plato. El segundo servicio fue de los mismos veinticuatro criados, el primero en una mano ternera asada; en la otra, hojaldrada; el segundo, pavo y pasteles (empanadas); el tercero, lo mismo que el primero, y así los demás. Volvieron tercera vez trayendo gallinas y arroz con leche y carnero asado, repartiendo todo en cuarenta y ocho fuentes y así más vaca cocida y torta. Eran los postres cajas de mermelada, aceitunas, acitrón, confites, obleas, grageas, medios quesos y cerezas. La cena, por el mismo orden, fue ésta: ensalada, alcaparras, rábanos y espárragos; primer servicio, pasteles y ternera frita con huevos, pernil y pichones, plato albardado y olla; segundo, perdiz, capones rellenos, otra olla y pierna de carnero, jigote y cabrito, ternera y cabezuelas; postres, peras cubiertas y rábanos, suplicaciones y aceitunas, otras peras y medios quesos».