La gula imperial de Carlos V

Los Austrias arrastraban una tara familiar, la quijada prognática, que fue en aumento debido a los casamientos consanguíneos. Carlos V, grandísimo glotón, tenía las mandíbulas tan desajustadas que apenas podía masticar con ellas. La naturaleza lo compensó, sin embargo, dotándolo de un estómago capaz de digerir piedras y tan elástico que podía almacenar una sorprendente cantidad de vianda. El emperador devoraba, de una sentada, sopas, pescados en salazón, vaca cocida, cordero asado, liebres al horno, venado a la alemana, capones en salsa, y todo lo que le viniera a mano. Como todo ello iba generosamente salpimentado y especiado, le producía una sed abrasadora que apagaba trasegando en cada comida hasta cinco jarras de cerveza, de un litro más o menos cada una, aparte del vino. Así pues, todo un espectáculo.

Y sin contar los postres…

La energía de Carlos V disminuyó con los años, pero su fabuloso apetito se mantuvo intacto. En 1557 abdicó en su hijo Felipe II y se retiró al monasterio de Yuste, en Extremadura. No había cumplido todavía los sesenta, pero ya era un hombre acabado, prematuramente envejecido por la gota y los problemas circulatorios. Van Male, su ayuda de cámara, estaba convencido de que la glotonería del emperador era «el manantial de sus muchas enfermedades». Algo así vino a decir también su médico, el doctor don Luis Lobera de Ávila, celebrado autor del tratado El banquete de nobles caballeros donde se refieren las excelencias y los peligros de cada tipo de alimento, así como los de la siesta (que desaconseja) y los del coito, sobre el que remite a Galeno, Avicena, Rasis y otros, «pues es materia para mancebos y no para viejos como yo».

El seco refranero castellano propone un drástico remedio para la gota:

«Se cura tapando la boca». Pero Carlos V no tenía la menor intención de regenerarse. A Yuste llevó consigo, además de su colección de relojes, a sus despenseros, sumillers, maestros cerveceros y toda la troupe de las cocinas imperiales. Y dejó organizada una compleja logística que le mantuvo la despensa bien surtida. Al retiro de Yuste llegaban sus manjares con la misma regularidad con que sus relojes daban las horas. Luis Méndez Quijada, criado e intendente del emperador, anota «las anchovas ápasteles de anguilaú llegadas ayer fueron bien recibidas y mejor comidas». En la misma relación van los manjares que recibía el imperial glotón: ostras vivas y picadas en Santander, anchoas en salazón, sardinas en escabeche, toda clase de mariscos (en cajas de hielo), pasteles de lamprea, jalea de anguilas, perdices, liebres y venados. A lo que habría que sumar los productos de la tierra, las estupendas frutas de Yuste, los espárragos, el queso extremeño. Y las truchas. Los vecinos de Cuacos andaban mohínos porque desde que el emperador se instaló en sus términos no habían vuelto a probar las truchas del río local, que todas iban a parar a la mesa del voraz Austria. Carlos, sin renunciar a la carne, se hizo algo más goloso en Yuste. Comenzaba la comida por la fruta, como era costumbre entonces: fuentes de cerezas y fresas con nata, o de melón, según la época, antes de entrar a la carne, y muchos capones cocidos en leche y especiados.