La cocina de los Austrias

Los Reyes Católicos habían casado al heredero del trono, el príncipe Juan, con Margarita de Borgoña, una mujer fortachona y muy aficionada a la gozosa coyunda. El príncipe, que era más bien endeble, resultó poco hombre para tanta mujer, por lo que fue enflaqueciendo, le salieron unas bolsas cárdenas debajo de los ojos, se le doblaban las rodillas al caminar… Murió con las botas puestas. Aquel inoportuno fallecimiento del heredero dejó a España en manos de la familia de Margarita, la casa de Habsburgo o de Austria. La casa de Austria trajo a España, además de muchas guerras y quebrantos, los banquetes a la borgoñona y la cerveza. Hasta entonces la costumbre española de toda la vida era servir sucesivamente los distintos platos; la moda borgoñona y francesa consistía en «que todo se sirve junto», como la define la pícara Justina. Este menú borgoñón estrecho y largo, o mejor diríamos ancho y largo, dividía el banquete en un número variable de servicios o remesas de fuentes y ollas con distintos guisos que llegaban simultáneamente a la mesa para que cada comensal alcanzara los que le venían más a la mano, habida cuenta de que los más exquisitos se colocaban cerca de los comensales de mayor rango. Antes de traer el nuevo servicio, los camareros retiraban las fuentes y ollas del anterior con los manjares sobrantes. La cena ducal que sirven a Sancho Panza en la ínsula Barataria es una típica comida a la borgoñona: le llenan la mesa de fuentes y pucheros y a él se le alegran las pajarillas porque en su vida se ha visto en otra, pero el médico dietista, que no se aparta de su lado, el Pedro Recio de Tirtea fuera que Dios confunda, le pone pegas a todo y no permite que el pobre hombre coma de nada.

El abuso de los banquetes a la borgoñona, tan contrario a la sobria tradición castellana, fue tal que las Cortes de 1598 pidieron a Felipe II que se restituyera el servicio de la casa real a las costumbres de Castilla. Como es natural la iniciativa no prosperó. Cuando las Cortes de Monzón se reúnen para la jura de Felipe III, se registran cenas de hasta noventa y seis platos. Hay que imaginar que el despilfarro era tremendo, no sólo en viandas sino en sueldos y en los gajes que los oficiales y cocineros podían llevarse a casa. La excesiva ceremonia y complejidad de la cocina borgoñona requería mucho personal de servicio, con encargados o sumillers para casi todo: el de la fruta, el del pan, el de la carne y el de la cocina propiamente dicho, que vigilaba los asados, los guisados y la pastelería.