El rabí don Sem Tob del Carrión, el moralista al que también conocieron por don Santo, en las escaleras de una posada, pinas y oscuras, abrazó a una moza y la besó a la francesa hallando «la boca sabrosa e la saliva templada». Cuando don Santo escribió su beso, para que tantos siglos después aún nos conmueva, no sé si sabía que era un hombre del Renacimiento perdido en lo más oscuro de la edad Media. Esa valoración del sentimiento mundano, de la experiencia íntima, ese ensimismamiento de don Santo, el moralista, con su beso, es cosa renacentista, es el brillante hilo de plata que mana de los héroes antiguos, de Cicerón, de Ovidio, de Homero, de Safo y luego se ensancha y brilla nuevamente con Petrarca y los que lo siguieron. Después de la noche medieval amaneció Europa, otra vez de la mano de Italia. Una Italia menudamente dividida en reinecillos y ducados en los que las bellas artes taraceaban, como pequeñas gemas sobre mesa de palo santo, los sonetos, las miniaturas, los faunos de piedra, las escalinatas de mármol, los grutescos de yeso, los brocados de seda, las faltriqueras de terciopelo con adornos de pasta y, por supuesto, también, las humeantes y perfumadas cocinas. Italia, en medio de tanto esplendor, era el campo de batalla donde contendían España y Francia, con sus legiones de piqueros y arcabuceros, de jinetes y artilleros, con sus prietos escuadrones de lansquenetes alemanes y suizos, pero ella los conquistó y los civilizó con sus refinamientos y sus sonetos, sus logias, sus damascos y sus guisos. En algunas ciudades italianas ricas y abiertas al mundo, especialmente Florencia, Milán y Venecia, se había ido desarrollando una cocina innovadora más refinada y dietéticamente equilibrada que la del resto de Europa. Esta cocina, que influyó simultáneamente en la española y en la francesa, inspiró la gran cocina francesa del siglo XVIII de cuyos réditos todavía viven los más altos fogones del Occidente cristiano. No fue una cocina creada de la nada sino tributaria de una larga tradición que en Italia se remontaba al menos al prerrenacimiento del siglo XII.
En el siglo XIII, cuando el resto de Europa vivía de la harina mal molida y la carne asada, los florentinos ya sabían cocinar el pato a la naranja y, un siglo después, la pasta de hojaldre era cosa corriente en las mesas elegantes de Italia, así como la salsa bechamel, dos preparaciones que pasan por ser invenciones española y francesa, respectivamente. El Renacimiento italiano dio también a Europa los helados, los sorbetes y la buena parte de la dulcería de azúcar, el franchipán, la pasta macarrón, el mazapán, así como los licores azucarados. También introdujo en las cocinas elegantes las verduras y hortalizas, hasta entonces despreciadas como comida de pobres.
Esta influencia italiana queda patente en los primeros recetarios impresos en España, el Llibre de coch de Ruperto de Nola, cocinero del serenísimo señor don Fernando de Nápoles (aparecido en 1520 y traducido al castellano un lustro después como Libro de guisados, en Toledo). Otro cocinero formado en Italia, Diego Granado, publicó su Libro del arte de cocina en 1599.