La dulcería

El otro capítulo fundamental de la influencia mudéjar es la dulcería, las conservas de fruta, la carne de membrillo que los moros hacían con fruta y azúcar al llegar el invierno: el arrope, que abarca de Toledo para abajo en el siglo XIII. Lo había de membrillo, de granadas e higos. Y las bebidas refrescantes elaboradas con miel, sidra, sándalo y rosas. Lo que ha llegado a nuestros días con todo su esplendor ha sido la dulcería, conservada celosamente por conventos de Andalucía y Levante, de La Mancha y Toledo: gachas y hojaldres, tortas y dulces, perrunas y mantecados, tocinillos, yemas y mazapanes, roscos de anís, garrapiñadas, almendrados, bizcochos toledanos de alajú y alcorza; alfajor; pestiños, que emplean flor de harina y miel; huevos y rascaduras de cítrico; aceite desahumado y miel, ajonjolí y cominos, canela y anís o matalahúva; yemas y tocinillos de cielo. ¿Qué tiene que envidiar a la mejor creación de la dulcería internacional un «bienmesabe» elaborado por las clarisas de Antequera o un pionono de Santa Fe?, el dulce que ensambla el nombre de un pontífice, Pío IX, con el de una virtud teologal transformada en topónimo. La conjunción de santidad es tal que podría decirse que el degustador del pionono queda casi comulgado.

Lamentablemente la dulcería monjil española, uno de los capítulos más interesantes de nuestra cocina, es también el más hermético, irreproducible e impenetrable, dado que las monjas guardan sus secretos culinarios con más cautelas que si se tratara de la fórmula de la cocacola. La liberación de estos secretos, en concordancia con el espíritu cristiano que induce a compartir con el prójimo, sería la mejor noticia después de la caída del muro de Berlín y contribuiría poderosamente al progreso de la cibaria laica. Entonces podríamos saber el punto exacto de las yemas de San Leandro, el aliño certero de las empanadillas de Santa Catalina, la cocción atinada de los huesos de santo de Santa Isabel de Granada, los procesos que conducen al portentoso huevo homol de las Arrecogías, también en Granada, a los almíbares de los tolos de las clarisas lusitanas de Vila do Conde, los mantecados benedictinos de la comunidad madrileña de San Bernardo, los almendrados de Jaca, los suspiros de superiora, las tetas de novicia, las criadillas del abad, y a tantos otros dulces monjiles similarmente afamados que, por no empalagar al lector, dejaremos en el tintero.