Ya queda dicho que Yahvé, cuyos designios en materia culinaria son especialmente inescrutables, prohibió a los judíos el disfrute de una considerable porción de animales. «He aquí los animales que comeréis de entre las bestias de la tierra. Los de casco partido y pezuña hendida que rumie los comeréis, pero no comeréis los que sólo rumian o sólo tienen la pezuña hendida». (—Levítico— II, 2 y 3). Es decir, que el pueblo hebreo no podía comer camellos, ni conejos, ni cerdos.
De los peces se toleraban sólo los provistos de escamas, lo cual excluía, además de pulpos y calamares en su tinta, ostras, percebes, langostas, centollos, gambas blancas, langostinos, bígaros y almejas finas. Como es natural, tanto sacrificio debía ser compensado de alguna manera y Yahvé, el misericordioso, se apiadó de su pueblo y le inspiró la adafina. La adafina, ese plato inmemorial, era el guisado sabroso y equilibrado con el que los judíos honraban el día santo, el sábado. Como todos los platos primordiales, no tenía una fórmula precisa. Había adafinas de pobres y adafinas de ricos, y cada familia extendía la pierna hasta donde le llegaba la sábana. En la adafina ideal entraban carnes de cordero o cabrito, de pollo y ternera, acompañadas de una guarnición variable de garbanzos, alubias, verduras, fideos, huevos duros e incluso dátiles o ciruelas, todo ello aliñado con hierbas aromáticas. La gracia de este cocido estaba en hacerlo a fuego lento primero durante las tres o cuatro horas de la tarde del viernes que precedían al sábado, y en el punto en que ya casi no se distinguía un hilo blanco de otro negro a la distancia del brazo, que es lo que marca el comienzo del sabbat, el ama judía avivaba las brasas bajo el puchero adafino y lo destapaba un instante para añadirle un caldo sustancioso, coloreado con azafrán. Trasello se entraba en la jurisdicción del sábado, en que estaba prohibido cualquier trabajo y la adafina quedaba al cuidado de Yahvé, al arrimo de su anafe, para que se hiciera sola mientras las brasas iban extinguiéndose lentamente. Como toda variante del cocido, la adafina tenía tres vuelcos que constituían otros tantos platos sucesivos: la sopa, la verdura y la carne. Y para acompañar, la doncella de la casa ponía sobre el mantel albo un rubio pan trenzado horneado con aceite y semillas de amapola. A la moza hay que imaginarla muy bella, con los insondables ojos oscuros que abundan en su raza, vestida para la fiesta de blanco lino con bordados de azafrán sobre los pechitos pugnaces, y que atienda por uno de esos nombres judíos antiguos que tanto gustaban a Cunqueiro, doña Sol, doña Niebla, doña Luna, doña Sorprendida. En cuanto al pan trenzado, más vale que sean dos, uno espolvoreado de azúcar y otro de sal, que así daremos gusto a todos los comensales. La adafina judía concitaba la envidia de los musulmanes y cristianos. Estos últimos no vacilaron en copiarla desjudeizada mediante la adición de tocino y morcilla, el compuesto más abominable desde el punto de vista de la ortodoxia mosaica, dado que une cerdo y sangre. Otro plato sabatino de lujo que se transmitió a las mesas cristianas fue el pescado relleno, idish.
El resto de la cocina judía es igualmente religioso. A cada fiesta corresponde su plato. En la primera luna de marzo, el mes de Nisán, es tradicional la cena pascual o seder, que consiste en un asado de cordero.
Después del ayuno del Yom Kippur lo que se toman son unas rebanadas de pan amasado en leche, espolvoreado de azúcar y canela, y empapadas en vino que quizá tengan alguna relación con las torrijas cristianas de Semana Santa.
En la fiesta del Purim, además del pastel familiar relleno de confituras, eran tradicionales los «bolsillos de Amán», pastelillos triangulares rellenos de diversos dulces.