La España medieval fue una inmensa olla podrida donde se cocieron, intercambiando jugos y sabores, los tres pueblos del Libro: cristianos, musulmanes y judíos. Lástima que este Libro con mayúscula no hubiera sido un recetario, porque seguramente la historia de esta fatigada piel de toro se habría ahorrado mucha efusión de sangre y muchas lágrimas. Los dioses del Libro Dios, Alá y Yahvé eran tan autoritarios y cocinillas que extendían su jurisdicción a los fogones dictando normas estrictas sobre lo que se podía comer y lo que no, sobre cuándo se podía comer y cuándo no, e incluso sobre la manera de guisarlo. Los cristianos tenían Cuaresma y durante el resto del año estaban breados en ayunos y abstinencias; los musulmanes tenían el Ramadán y no podían comer cerdo ni beber vino; a los judíos, además del cerdo, les estaban prohibidos el marisco, el pulpo y una serie de animales francamente apetitosos, pero siempre les quedaba el consuelo de que el Eclesiastés dice ¿Qué es la vida sin vino?, y más adelante «El vino alegra el corazón del hombre», así que las otras peculiaridades de la ley, como aquella de no poder mezclar carne y leche en una misma comida, se hacían más llevaderas.
Musulmanes y judíos tenían que sacrificar de manera especial las reses destinadas al consumo y lo hacían en carnicerías controladas por sus cleros respectivos, porque Alá y Yahvé habían decretado que las carnes sin desangrar son impuras o malditas. Ciertamente esta exclusión ritual de la sangre, que convierte en pecado mortal la degustación de una hermosa morcilla o una sangre encebollada, con su aliño de comino y pimienta, puede parecer lamentable, pero antes de precipitarnos a condenar estos absurdos desde nuestra petulante racionalidad moderna quizá debiéramos considerar que estos manjares resultan incluso más sabrosos cuando se peca comiéndolos. La sensación de pecado implícita en la trasgresión de las normas alimenticias debió de añadir un refinamiento epicúreo que quizá ya obraba en el subconsciente de los antiguos moralistas. ¿No será que los patriarcas bíblicos, los mismos que se interrogaban sobre el absurdo de una vida falta de vino, prohibieron el cerdo porque no había cochinos para todos? No pertenezco yo al número de los cínicos que opinan que los mandamientos se hacen para quebrantarlos y que el que a sí mismo se capa buenos cojones se deja, pero la experiencia parece confirmar esta terrible sospecha y dos mil años de cristianismo nos han enseñado que el clero, encargado de predicar contra la gula y la lujuria, ha incurrido sistemáticamente en dichos pecados. Por otra parte, es un hecho probado que la conciencia de la trasgresión acrecienta el placer del acto. Los que peinan canas estarán de acuerdo en que aquel beso robado a la novia en la escalera de su casa (con soba de tetas incluida), que practicaban hace unos lustros, era más gustoso que su culminación conyugal en el aburrido coito sabático del presente. Moros y judíos tienen prohibida la sangre, sí, pero la propia tipificación pecaminosa del fluido redunda inmediatamente en que les sepa mejor que a los cristianos, que no trasgreden norma alguna con su consumo. De hecho, un sector importante de la clientela de la Tour d’Argent, el famoso restaurante parisino, está constituida por árabes que consumen el carnad á la sang con una fruición y un rechupeteo que ya lo quisieran para ellos los clientes cristianos. Para el cristiano se trata tan sólo de un plato exquisito, para el musulmán es, además, en pecado (en realidad doble pecado, porque lo suyo es acompañarlo con vino).
Admitida la normativa alimenticia como parte esencial del conjunto de irracionalidades que conforman un dogma religioso, se entiende que cuando la comunidad que profesa una religión siente amenazada su identidad cultural, tienda a cerrarse en su concha y radicalice sus tabúes alimenticios.
Si en los felices tiempos del califato, cuando el victorioso Almanzor saqueaba un año Barcelona y al año siguiente apesebraba su caballo en los altares de Santiago de Compostela, los musulmanes no veían amenazada su religión, es decir, su propia mismidad, y se daban alegremente al vino por mucho que lo prohibiera el Corán.
Sin embargo, cuando el poder político del Islam declinó en la península y los moriscos descendientes de aquellos orgullosos guerreros sólo fueron huéspedes indeseables de los reinos cristianos, y ciudadanos de segunda categoría, radicalizaron sus posturas religiosas y se volvieron ferozmente abstemios.
En los años siguientes a la caída de Granada buena parte de los musulmanes vencidos cruzaron el Estrecho y se instalaron en el Magreb, pero otros, más pobres o apegados a la tierra, optaron por quedarse, aunque para ello tuvieron que convertirse nominalmente al cristianismo.
La creación de potentes minorías conversas a partir de la unificación religiosa decretada por los Reyes Católicos radicalizó las posturas de la sociedad cristiana hacia los descendientes de judíos o moros, de cuya sincera conversión se dudaba. En los años que precedieron a la persecución religiosa, antes del establecimiento de la Inquisición, todavía existía cierto respeto hacia las normas alimenticias de cada religión. Esto explica que Ruperto de Nola, al dar la receta de unas berenjenas, pueda aconsejar «después de picarlas con el cuchillo, vayan a la olla y sean muy bien sofreídas con buen tocino o con aceite que sea dulce, porque los moros no comen tocino». Pero luego terminaron las contemplaciones, las minorías fueron expulsadas y el fanatismo y la delación cundieron entre los cristianos, lo que influyó decisivamente en la cocina nacional, enseguida veremos cómo.
Los conversos eran sospechosos de continuar profesando la religión de sus padres. A falta de teologías, la odiada religión del converso se delataba por las normas alimenticias. Los delatores vigilaban si el sospechoso se abstenía de cerdo o de vino, si guardaba el sábado (una chimenea que no humeara ese día ya era sospechosa).
Quevedo, Lope, Góngora y otros poetas de menos talla coincidían en insultar al enemigo atribuyéndole ascendencia judía o morisca. El tocino se hizo piedra de toque para diferenciar al cristiano viejo del que no lo es, del descendiente de conversos, ya que además suponían que el converso posee un estómago genéticamente incapaz de asimilar tocino (cualquier carne de cerdo, jamón incluido, se llamaba entonces tocino).
El ciudadano que quería certificarse de cristiano legítimo se esforzaba no sólo en serlo sino, sobre todo, en parecerlo. Para ello lucía su atuendo más raído los sábados, asistía el domingo a la misa mayor vestido de punta en blanco y cada vez que a mano venía manifestaba su devoción incondicional al cerdo. La ortodoxia llegaba a los chistes: Pregunta: De las avecillas del cielo ¿cuál prefiere su merced? Respuesta: El puerco, si volara. La ingestión pública y notoria de carne de cerdo era la mejor prueba de ortodoxia. Quizá ello explique que en la España tradicional la matanza del cochino sea una fiesta familiar, ruidosa, extrovertida, practicada a ser posible al aire libre, donde todos los vecinos la vean, a veces con reparto de presas porcinas entre parientes y amigos. Cada humeante morcilla, estofada de piñón o cebolla, es una profesión de fe: «Soy cristiano sin tacha; mi manjar es el cerdo». ¿Y cuál es la suprema golosina de la repostería conventual?: El tocinillo de cielo. Según Vázquez Montalbán, en el ambiente de exaltación religiosa del cerdo que se produce en aquellos siglos, el biblista y teólogo Arias Montano vino a descubrir, en sus retiros de la sierra de Aracena (no lejos de Jabugo), que el jamón tiene alma. Ya lo dice Lope de Vega: jamón presunto de español marrano de la sierra famosa de Aracena donde huyó de la vida Arias Montano.
Piénsese que, en esa época, todavía hay teólogos que se preguntan si las mujeres tendrán alma o no. Quevedo hizo de las leyes alimenticias judías e islámicas un manantial inagotable de chistes y reflexiones: «Mira si hay mayor disparate que no beber vino y no comer tocino y tiene la ley de Mahoma que lo abone». O cuando escribe: «Yo te untaré mis versos con tocino porque no me los muerdas, Gorgorilla».
Sin embargo, el mentado Góngora, para que no quede duda de que es cristiano viejo, llega a componer bellas metáforas en las que el tocino es continente poético:
… y en vuestra ausencia, en el provecho mío será un torrezno el alba entre las coles. Hermoso, ¿no? Pero regresemos a los antiguos pobladores de Granada, los moriscos, que habían quedado concentrados en una especie de reserva en las Alpujarras. Allí, cociéndose en el juego de su humillación y desencanto, porque los cristianos les enviaban misioneros y les prohibían toda actividad sospechosa de islamismo, comenzaron a incubar la ilusión de que muy pronto los liberaría una especie de Mesías islámico, un invencible caudillo llamado Alfatim que reconquistaría el país a lomos de un caballo verde. Otros ponían su esperanza en una hipotética invasión de España por sus correligionarios turcos, que estaban adueñándose del Mediterráneo y avanzaban por el Danubio. De hecho, los monfíes reproducían en las Alpujarras platos típicos de la cocina turca (fideos y garbanzos, cocido en leche de oveja coagulada) junto con los otros guisos propios de la tradición vernácula. El trigo con garbanzos, cordero, hinojo y nuez moscada llegó a ser típico de las Alpujarras. Pero pasaban los meses y los años, cada cual con su carga de afanes, y Alfatim no llegaba. Muchos se dieron al vino, que era la mayor negación de su identidad islámica. Entonces aparece la figura del morisco borracho, el individuo que, apartado de la cultura del vino por el radicalismo precedente, no sabe ya beber con moderación. Esta circunstancia justifica la promulgación de nuevas normas represivas cristianas, en las que adivinamos un resabio racista del legislador. En el año 1500 el ayuntamiento de Granada acuerda prohibir la venta de cueros de vinos o botas a los moriscos porque lo aprovechan «para se juntar en los cármenes y heredades a se emborrachar». Como el indio americano con el agua de fuego que le facilita el buhonero blanco, cuando los moriscotes acuden a una fiesta cristiana, se ponen ciegos de morapio. Provocaban, dicen los textos, «desorden de beber vino e había muchos de ellos borrachos e se mataban a cuchilladas». En 1514 se prohíbe que las tabernas de Huéscar vendan vino a los moriscos por la misma razón, porque «pierden el sentido y se emborrachan». Y en Baza encontramos la misma provisión en 1521. Los que no podían pasar sin vino recurrieron a una droga, un líquido llamado alhaxix que obtenían machacando cáñamo. Abrumados por la presión fiscal y cultural los moriscos de las Alpujarras se sublevaron en 1568. Esperaban recibir ayuda de los turcos, pero no llegó y la rebelión fue sangrientamente reprimida. Los supervivientes fueron desterrados a distintos lugares del reino. Todavía quedaron muchos moriscos en los reinos de Valencia y Aragón. Eran excelentes agricultores, cultivaban arroz y caña de azúcar y vivían relativamente contentos, porque los grandes señores propietarios de la tierra los cuidaban como las hormigas cuidan a sus pulgones. Pero su tozuda resistencia a la integración planteaba un problema político para el fundamentalismo tridentino del Estado. Felipe III decidió expulsarlos y llevó su propósito adelante a pesar de las voces de alarma que se alzaron en defensa de los cuitados, especialmente la de los señores que se quedaban sin aparceros que les labrasen las huertas. En 1614, aproximadamente un cuarto de millón de moriscos abandonó el país. Hubo que reconvertir arrozales y campos de azúcar en viñedos que no requerían tanta mano de obra, pero rentaban mucho menos. Paralelamente a este rechazo de los hábitos alimenticios de las otras religiones, cuyo reflejo veíamos en la literatura, a lo largo del Siglo de Oro se produjo un fenómeno de aculturación en los sectores donde la religión no era obstáculo. Muchas recetas de origen judío o musulmán ganaron tan sólido prestigio en las mesas cristianas que todavía continúan formando parte del acervo gastronómico español e incluso, en el caso de los dulces, pueden cómodamente competir con los mejores postres de la cocina europea.
Había una tendencia a la igualación de la dieta, dado que las tres comunidades compartían el mismo ecosistema, pero la religión se encargaba de hacer tres cocinas distintas: la cristiana, la musulmana y la judía. Finalmente de todas ellas surge la mudéjar, que aúna los rasgos dominantes de la musulmana y la judía.