El café que hoy tanto se cultiva en América procede sin embargo del Yemen, en Arabia. En el siglo XIV se cultivaba mucho en Etiopía, donde el cafetero se llamaba moka. Luego se difundió por el imperio otomano. A Europa lo trajeron los venecianos en 1582, pero continuaría siendo una rareza hasta que en 1682 los turcos de Kará Mustafá levantaron precipitadamente el segundo sitio de Viena, dejando olvidados en el campamento unos cuantos sacos de café. Iban a destruirlo los patriotas austriacos cuando un polaco de los que andaba con ellos, un tal Kolacyki, que había vivido entre los turcos y sabía para qué servían aquellas semillas, les mostró el modo de hacer café. El brebaje sabía bien y producía euforia, pero aún tuvieron que vencer el escrúpulo de si sería pecado tomarlo. Fueron con la cuita al Vaticano y el papa Clemente XI declaró que bien podían consumirlo los cristianos. Lo había autorizado después de degustarlo (una precaución que entonces no pareció baladí, dado que se trataba de un brebaje sarraceno). A poco abrió en Viena el primer café de Europa, que se llamó Zur blauen Fashe, (La Botella Azul) y de allá se extendió a Italia, a Venecia (donde ya tenían noticia del café debido a sus seculares relaciones con Bizancio y luego con Estambul) y a París, donde en 1686 se abrió el café Procope, regido por un italiano.
En el siglo XVIII ya había cafeterías en las principales ciudades europeas.