Después de observar el panorama culinario de la cocina de la mar, el lector entenderá que los marinos que llegaban a América eran capaces de comer cualquier cosa. Desde luego no dejaron de catar los guisos indígenas y acabaron aficionándose a muchos productos que eran desconocidos en Europa. Esta buena disposición facilitó la revolución culinaria que vino de América con el maíz, la patata, el tomate, el pimiento, las judías, el cacahuete, la vainilla y el pimentón y, aunque en menor medida, las frutas tropicales que se han convertido en un elemento familiar de la dieta del Viejo Mundo: la piña, la chirimoya, el aguacate, el mango, el fresón que no cabe en la boca (fresa pequeña ya la había en Europa). Y el pavo. Los pavos que aparecen en los recetarios romanos y medievales son pavos reales, puros fuegos de artificio, mucha pluma y poca chicha.
En conjunto, algo así como el 20 por ciento de las plantas básicas que integran la dieta moderna procede de América. Los productos del Nuevo Mundo alteraron tan profundamente los hábitos alimenticios del Viejo que puede afirmarse la existencia de un antes y un después del descubrimiento de América en la cocina española y europea. Pensemos solamente que antes del Descubrimiento se cultivaban en España unas doscientas cincuenta especies de plantas y que, pocos años después, el registro del cardenal Cisneros sólo enumera unas cien. Entre los cultivos erradicados figuraban el apio caballar, los berros o mastuerzos, distintas clases de cardos, la borraja y las tagarninas. Estas plantas se asilvestraron y sólo hoy comienzan a estimarse de nuevo y a recuperarse para la cocina.
En el legado alimenticio americano no es costumbre tomar en cuenta los alimentos americanos que no se aclimataron en Europa: las sabrosas hormigas mejicanas rebozadas en chocolate o aquel pescado frito que un huésped italiano alabó en cierta mesa brasileña. La señora de la casa le dijo que no era pescado: «Es jacaré», explicó. Es decir, cola de caimán joven, el bocado exquisito que el connoisseur disputa a las voraces nutrias.
Otros manjares de las mesas americanas que tampoco echaron raíces en el Viejo Mundo fueron el guaribá, o mono aullador, el papagayo y el coatí, que parece un gato cebado y dicen que posee una carne exquisita.
En las crónicas y cartas de Indias vienen muchas noticias gastronómicas que convendría sistematizar y estudiar para alcanzar un cabal conocimiento de los manjares y condumios con que reponían fuerzas los europeos que cruzaban la mar océana.
Como somos golosos comenzaremos por el chocolate.
En 1519 los conquistadores españoles, ávidos de oro y mujeres, irrumpieron en México como un percherón en una cacharrería y tiraron por tierra el imperio azteca, con sus pirámides escalonadas, sus serpientes emplumadas y sus mantas de colores. Sólo los disculpa (nos disculpa) que en aquel tiempo no estaban concienciados como lo estamos hoy de los valores étnicos de las diferentes culturas, y Cortés y los suyos, imperialistas y desalmados, no supieron respetar la diversidad de aquella civilización ni percibieron el valor antropológico de hechos diferenciales tales como la costumbre de atacar a los pueblos vecinos (toltecas, olmecas, chichimecas, totonacas, etcétera) para proveerse de prisioneros jóvenes que luego sacrificaban al irascible dios Sol, un tal Huitzilopochtli, cuya dieta consistía en sangre humana fresca y humeante.
Como estamos tratando de cocina nos ahorraremos al lector ningún detalle de carácter culinario: los sacerdotes aztecas eran tan hábiles en el arte cisoria que sabían sajar el pecho de los prisioneros con un cuchillo de obsidiana, y lograban levantar el esternón y el costillar y arrancar el corazón, aún palpitante, antes de que el infeliz expirara. La habilidad de estos trinchadores sagrados era tal que una docena de ellos podían cómodamente despachar cinco mil sacrificios diarios. No es menos cruel que comer ostras vivas. Los aztecas, aunque eran excelentes arboricultores y pasables horticultores, sufrían de una dieta deficitaria en proteínas animales y se veían obligados a completarla mediante ingestión de prisioneros. Tenían, además, en sumo aprecio unos árboles que daban «unas nuececillas parecidas a la almendra» de las cuales extraían una bebida ritual, el chocolate, que era muy valorada por los guerreros y la clase aristocrática. La gente más humilde, que no tenía posibles para tomarlo puro, se limitaba a aromatizar con él las gachas de maíz que constituían el alimento básico. Además, las nueces en cuestión se usaban como moneda corriente, ya que los aztecas no conocían metal acuñado. Esta circunstancia conmovió a Pedro Mártir de Anglería: «¡Oh feliz moneda! No sólo es una bebida útil y deliciosa sino que no permite la avaricia, ya que no puede conservarse largo tiempo». La almendra de cacao era una divisa sólida y respetada. Un esclavo valía cien almendras.
La religión azteca, no menos compleja que la cristiana, profesaba la existencia de un Paraíso Terrenal al que las almas se acogen cuando escapan de este valle de lágrimas. En aquel Paraíso americano la pura contemplación del resplandor divino interesaba menos que el aprovechamiento agropecuario de sus parcelas. Los aztecas lo imaginaban poblado de gigantescas mazorcas de maíz y árboles de cacao.
A la llegada de los españoles, el imperio azteca estaba regido por un emperador, un tal Moctezuma, un morenazo con muchos collares y abalorios que vivía como un sátrapa y engullía no menos que Carlos V, su colega del otro lado de la mar océana. Los españoles que presenciaron una de sus comidas se quedaron maravillados de los cientos de platos que le presentaban, aunque él sólo comía algunos. Notaron además que, en lugar de los cinco litros canónicos de cerveza que el rubio Austria se atizaba en cada almuerzo, el mejicano trasegaba unas cuantas jarras de chocolate batido, muy espumoso y aromático. Bernal Díaz del Castillo no lo dice, pero nosotros, atentos, hemos de suponerle un bigotillo cremoso sobre el labio superior, que él se lamería luego con la lengua bermeja. Los españoles, siempre buscándole tres pies al gato, creyeron que la bebida era afrodisíaca:
«Traían en unas como a manera de copas de oro fino, cierta bebida hecha del mismo cacao y decían que era para tener acceso con mujeres (…) y de aquello bebían y las mujeres le servían al beber con grande acato».
Como es natural, los españoles no tardaron en probar el cacao y al principio lo encontraron amargo y picante; luego, repitiendo a ver si era cierto lo del afrodisíaco, fueron encontrándolo pasable, incluso apetitoso, especialmente cuando le añadían miel, maguey, vainilla y otras sustancias aromatizantes o edulcorantes. Al final se aficionaron al chocolate tanto o más que los aztecas, especialmente cuando advirtieron las propiedades nutritivas del brebaje: «Una sola taza de esta bebida fortalece tanto al soldado —escribe Cortés— que puede caminar todo el día sin necesidad de tomar otro alimento».
Los frailes cocinillas e indagadores que acompañaban a la tropa no tardaron en convertir el chocolate en una especialidad de la cocina conventual.
Las monjitas del convento de Guajaca, uno de los primeros centros de devoción fundados en México, dieron en endulzarlo con azúcar, vainilla, flores y avellanas tostadas. Luego se le añadieron especias que eran inevitables en la cocina española, a saber: canela, nuez moscada, pimienta y jengibre. El brebaje cautivaba el corazón de cuantos lo cataban hasta el punto de alarmar a las conciencias más sensibles. El padre Acosta se queja:
«Es cosa loca lo que en aquella tierra lo aprecian, y las españolas hechas a la tierra se mueren por el negro chocolate». El obispo de Puebla se negó a tomarlo con este argumento:
«No lo hago por mortificación sino porque no haya en mi casa quien mande más que yo, porque tengo observado que el chocolate es el elemento dominante, que en habituándose a él no se toma cuando uno quiere sino cuando quiere él», santas palabras con las que seguramente comulgarán los chocoladictos.
La moda de beber chocolate a todas horas se extendió tanto entre las damas criollas que llegó a afectar a la religión, porque se lo hacían servir incluso en la iglesia, durante la misa mayor. Aquel trajín de mucamas culonas con chocolatera y jícara buscando el reclinatorio de la señora distraía al predicador, soliviantaba a los feligreses y estimulaba los juegos de los comulgantes, que estaban ayunos, lo cual restaba devoción. El obispo de Chiapas se vio obligado a tomar cartas en el asunto y amenazó con la excomunión a los fieles que bebieran chocolate en misa. En respuesta las damas chocolateras desertaron del templo mayor y se acogieron a las misas de los conventos, donde los capellanes eran mucho más tolerantes. Quiso el obispo evitarlo con nuevas medidas represivas y en ello estaba cuando un buen día amaneció muerto; sus feligresas hicieron cundir la especie de que alguien le había administrado un veneno precisamente en una jícara de chocolate. Se comprende que el naturalista Linneo llamara Theobroma o alimento de dioses al árbol del cacao.
Parece que las primeras nueces de cacao enviadas a España se perdieron por el camino. En 1579 los piratas holandeses capturaron un navío español que transportaba un saco de cacao. El capitán pirata, al que hemos de imaginar rubio natural, con el pelo recogido en coleta y vistiendo una casaca azul a la que no le vendría mal un lavado, cascó una de las nueces con el pomo de su pistola de chispa y, tras rebañar con la uña del dedo meñique en el interior de la cápsula, se llevó a la boca la grasilla oscura y la saboreó ante la expectación de sus hombres. De inmediato hizo un gesto de asco y escupió. —¿Qué guarrada es ésta que sabe a mierda de carnero?, inquirió, y ordenó arrojar el saco al mar. Al año siguiente un nuevo envío tuvo más suerte y llegó sin novedad al abad del monasterio de Piedra, en Aragón, con una carta y la receta del chocolate que le enviaba su hermano en Cristo fray Aguilar. De aquí es posible que arranque la tradición chocolatera del Císter y su sucursal, la Trapa. Sin embargo, serían los franciscanos mayores divulgadores del cacao en España y Europa.
Al principio el chocolate se tomaba como reconstituyente y lo recetaban los boticarios. Luego, a medida que crecía la afición, fue depurándose de especias exóticas para quedarse en la fórmula más sencilla: cacao y azúcar con algo de canela y vainilla. Se puso de moda entre la aristocracia, que lo tomaba en jícaras de loza de Alcora.
El consumo de chocolate creció tanto en pocos años que las autoridades se alarmaron porque, además de alterar el ritmo de trabajo de la poca gente que trabajaba, su alto coste desequilibraba muchos presupuestos familiares. Quevedo irónicamente señala que el chocolate y el tabaco son la venganza de las Indias contra la conquista de España. El maestro se dejó en el tintero la sífilis, que también parece que vino de América: «Hase introducido de tal manera el chocolate y su golosina —leemos un texto de finales del siglo XVII— que apenas se hallará calle donde no haya uno, dos y tres puestos donde se labra y vende; y a más de esto no hay confitería, ni tienda de la calle Postas, y de la calle Mayor y otras, donde no se venda, y sólo falta lo haya también en las de aceite y vinagre. A más de los hombres que se ocupan de molerlo y beneficiarlo hay otros muchos que lo andan vendiendo por las casas, a más de lo que en cada una se labra. Con que es grande el número de gente que en esto se ocupa, y en particular los mozos robustos que podrían servir en la guerra y en los otros oficios de mecánico útiles a la República». Las autoridades se alarmaban de que se aficionaran al chocolate sus súbditos de la clase trabajadora, especialmente los que estaban en edad de doblar el lomo detrás de la yunta o de exponerlo a un metrallazo en Flandes. El chocolate iba adquiriendo fama de ser bebida propia de personas de mucho desgaste mental, una bebida metafísica para la gente contemplativa. Los eclesiásticos, sobre todo si eran canónigos de un próspero cabildo o frailes de algún convento dado de buenas rentas, abrazaron con entusiasmo el consumo de chocolate y, fieles a la vieja consigna Liquidum non grangit ieiunium (el líquido no quebranta el ayuno), atizaban una tras otra jícara sin mirar el calendario. No obstante, la grey eclesial distaba de ser unánime en lo tocante al chocolate. Algunos santos varones escrupulizaron que una bebida tan reconstituyente forzosamente había de quebrantar el ayuno y que, por otra parte, debido a su carácter afrodisíaco, no les parecía adecuado para el clero. El chocolate nunca fue barato, porque además de su transporte ultramarino, había que satisfacer los altos aranceles aduaneros que pesaban sobre él. Fue inevitable que surgieran las adulteraciones y falsificaciones. A finales del siglo XVII se quejaba un aficionado: «El chocolate está tan maleado que cada día buscan nuevos modos de defraudar echando ingredientes que aumentando su peso disminuyen su bondad, y aun se hacen muy dañinos para la salud. El dulce que tiene disimula el pan rallado, harina de maíz y cortezas de naranjas secas y molidas y otras muchas porquerías que vienen a vender a ocho o a diez reales la libra y hasta las cajas contrahacen para que parezca de las que vienen de las Indias o compran algunas para mezclar y les sacan el chocolate sin romperlas y vuelven a henchirlas de lo malo y pestilencial que ellos hacen».
El chocolate pasó los Pirineos de la mano de las órdenes religiosas, especialmente de los franciscanos. Al principio, los franceses dudaron de que el brebaje fuera beneficioso para la salud; pero pronto se aficionaron a él y contribuyeron a su difusión europea.