El recetario marino era, como podemos sospechar, forzosamente limitado. Con todo, existieron algunos platos famosos, aunque seguramente nada apreciados: las mazamorras, el almodrote y la calandraca.
La mazamorra (palabra proveniente de la expresión árabe «sopa de barco») aprovechaba los trocitos de galleta desmoronada que quedaban en el fondo de las cubas y, con adición de aceite, ajo y vinagre se molía hasta conseguir una pasta que podía consumirse por sí sola o como base de diversos mojos.
También se elaboraba con las galletas impresentables de puro agusanadas, y es de suponer que entonces resultaría más alimenticia al incorporar las proteínas del gusano. La definición que da el Diccionario de Autoridades indica que la mazamorra se prepara con «el bizcocho podrido que no está de recibo». Una variedad era el irónicamente llamado «capón de galera», especie de ajoblanco con bizcocho, aceite, vinagre, ajo y aceitunas. Con los cambios geográficos que le llevan hacia el oeste, la mazamorra fue ennobleciéndose. En el mundo de la galera mediterránea del que procedía significaba potaje o engrudo con el que se apiensan los galeotes. Por eso el vocablo catalán correspondiente, maçamerro, conservó el sentido peyorativo de bazofia o comida asquerosa o mal preparada. Sin embargo, la mazamorra, al llegar al Atlántico y ser consumida por marinos libres, se dignificó, dentro de su pobreza. En la etapa siguiente, que es la americana, sin aspirar a la mesa del señor, se ennoblece considerablemente y llega a significar poleada de maíz con azúcar y miel, una golosina que en Perú apreciaban mucho las clases humildes.
El almodrote era una salsa elaborada con los restos de queso emborrado que quedaban en el fondo de las vasijas. Bastaba añadir ajo y comino y trabajarlo en el mortero hasta reducirlo a pasta oleosa. Este unto, de fuerte sabor, ayudaba a pasar con cierta dignidad cualquier guiso de pescado o carne desecada e hidratada mediante remojo. En tierra, y no necesariamente en ambientes marinos, se llamó almodrote a una salsa fina muy a propósito para adobar platos de berenjenas, hortaliza que ya se sabe lo bien que combina con el queso. Finalmente la calandraca era un dudoso sopicaldo aromatizado con una bolita de sebo de cerdo rancia y algún vestigio de tocino. Como toda sopa de pobres, servía para calentar y llenar el estómago más que para nutrirse.