Las comidas

Los remeros de las galeras mediterráneas, que constituían la marinería más esforzada de la época, recibían una ración diaria de dos libras de bizcocho (980 gramos) y cuatro onzas de habas (120 gramos).

El marinero atlántico de la época de las carabelas solía recibir libra y media de bizcocho, seis onzas de tocino, doce onzas de menestra o calderada (nombres genéricos de un potaje de habas, alubias, arroz, garbanzos, guisantes o lentejas, con un chorro de aceite y vestigios de tocino rancio o cecina), dos onzas de arroz los días de pescado o carne y dos o tres onzas de queso emborrado. Para beber, medio azumbre de vino (es decir, un litro aproximadamente) y dos azumbres de agua.

En total se comía tocino o carne unos veintisiete días al mes y los restantes tocaba pescado salado (dos onzas de sardinas, anchoas o arenques de barril). En este caso también se suministraba una medida de aceite y un cuartillo de vinagre para adobarlo. Los cocineros del barco eran, por lo general, los grumetes. El recetario naval era cuartelero, pobre y monótono, lo propio de una culinaria no sólo limitada por la exigua despensa, sino por la propia hornilla. La cocina del buque consistía en un cajón de hierro abierto por arriba y por delante, en cuyo interior, sobre una caja de arena, se encendía un fuego de carbón o de leña que servía para hervir la marmita del rancho. Las legumbres con destino a los barcos se tostaban ligeramente para hacerlas más resistentes al moho y a la fermentación. Sólo se comía caliente cuando hacía buen tiempo. Si la mar estaba picada, se prohibía encender la candela, no fueran a saltar las brasas del fogón y se provocase un incendio. Entonces se distribuían seis onzas de queso, dos de menestra fría y media de aceite. La misma dieta se repetía si diluviaba y no podía encenderse el fogón, pero este pequeño sacrificio quedaba sobradamente compensado por la oportunidad de lavarse y de rellenar los barriles vacíos con el agua recogida en cubierta.

En ocasiones los marineros completaban su dieta con algo de pescado e incluso con ratas, inevitables y voraces compañeras de las navegaciones.

Las ratas sólo se hacían visibles cuando su certero instinto les indicaba que el barco se iba a pique. En este caso, abandonaban la bodega e invadían la cubierta en bandadas enloquecidas y, si había ocasión, eran, como nos enseña el refranero, las primeras en abandonar el barco. En naufragios y otras situaciones extremas, los marinos no les hacían ascos a las ratas, ni a nada que pudiera consolar los estómagos vacíos. En algunos casos llegaron a cocer y devorar los cueros del calzado, de los cinturones y del forro de los mástiles. A pesar de las precauciones del despensero, la mal ventilada bodega de los navíos oceánicos se convertía en un horno donde los alimentos se estropeaban fácilmente. Durante el calamitoso cuarto viaje de Colón, las comidas se hacían sólo de noche y a oscuras, para que los marineros no vieran los gusanos e insectos que poblaban el pan y la menestra. Sin llegar a este extremo, muchos despenseros recurrían a un ingenioso expediente para eliminar los gusanos: sobre el barril agusanado colocaban un pez putrefacto cuyo penetrante olor atraía a las sabandijas; cuando el pez se había convertido en un hervidero de bichos, lo lanzaban al mar, ponían otro limpio en su lugar y repetían la operación, hasta que la gusanera se reducía a proporciones tolerables.