El alcalde del agua

Cuando el navío toca tierra, la primera tarea de la tripulación es hacer aguada. Se bota la chalupa y desembarca una cuadrilla de marineros y grumetes, al mando del alcalde del agua, para buscar un pozo o manantial de agua dulce lo más cercano posible a la costa. Después de colmar los barriles vacíos que haya en las bodegas, si hay ocasión, incluso se renueva el agua de los llenos.

En los puertos importantes el agua se encaña hasta el mismo embarcadero para facilitar la aguada. Llegaron a construir fuentes tan monumentales como la que aún subsiste en el Puerto de Santa María, en la plaza hermosamente llamada «De las Galeras Reales», junto al embarcadero fluvial donde sigue amarrando el vaporcillo que lleva a Cádiz, cruzando la bahía. Otra famosa fuente es la del puerto onubense de Palos, donde hicieron aguada los navíos de Colón. Es una sencilla construcción albergada por un templete de ladrillo, hoy en medio de un jardín municipal porque la costa se ha retranqueado y ya no está donde estaba cuando el genovés partió al descubrimiento del Nuevo Mundo.

Después de acomodar la provisión de agua, había que almacenar varias toneladas de equipajes en el espacio sobrante de la bodega, los abundantes repuestos y trebejos necesarios para el mantenimiento y reparo de la nave: las cuerdas, los fardos, las velas de respeto y las herramientas, el material artillero, las armas y los cofres de la tripulación. Con todo esto la capacidad de carga de la bodega quedaba bastante mermada. Entre tan heterogéneo cargamento había que acomodar la despensa del navío. Casi todos los alimentos se encerraban en barriles más pequeños que los del agua: el vinagre, el vino, la manteca, el queso en aceite, la salmuera de carne y de pescado, la galleta o bizcocho. Abajo el aire se adensaba impregnado por los olores de la carga, y con los calores del trópico se volvía sofocante.

En la bodega estaba la despensa muerta. La viva, es decir, los cerdos, las cabras y gallinas que se consumirían durante el viaje, debían acomodarse en cubierta. Pero tampoco allí quedaba mucho espacio para almacenamiento. Una carabela de la época de Colón portaba hasta siete anclas, aunque las más visibles eran las mayores, a ambos lados de la proa, accionadas con un cabrestante. Hacia el centro de la nave había unos armatostes cilíndricos de madera reforzada, las bombas de achique, que aseguraban la evacuación del agua filtrada hasta la sentina.

La vida a bordo era muy sacrificada. En el siglo XVI la tripulación mínima exigida para un navío de cien toneladas que hiciera la ruta atlántica ascendía a treinta y una personas: catorce marineros, un artillero, ocho grumetes, tres pajes, despensero, alcalde del agua, contramaestre y capitán. El único espacio relativamente habitable era la chupeta de popa, un reducido camarote sucintamente amueblado con un catre, dos o tres sillas de tijera y una mesa. La tripulación dormía en cubierta, con un lienzo por techo si el tiempo era inclemente. En cuanto comenzaba a amanecer, la campana convocaba a la tripulación. Si había un sacerdote a bordo, la rutina diaria comenzaba por una misa «seca», es decir, sin consagrar, para evitar que un golpe de mar pudiese derramar el vino sacramental. Luego se cantaba la salve y cada cual atendía a sus faenas. A bordo nadie se aburría.

Apenas había un momento para el ocio, fuera de las estancias en puerto. Cuando los marineros no estaban extendiendo o plegando velas, debían regar la cubierta para mantenerla estanca o achicaban el agua acumulada en el fondo de la sentina por los golpes de mar o las filtraciones del casco. Este trajín incesante requería una alimentación sustanciosa. Por eso, después del alcalde de agua, el cargo más importante de la intendencia del navío era el despensero.