La era de la pimienta

Luce la mañana soleada de primavera y Eudoxio de Cícico se viste de limpio, túnica de lino hasta medio muslo, y se mira el espejo. Se ve guapo: la recta nariz griega (que por algo es griego), los ojos grandes y risueños, con su toque de carbón en el párpado a usanza egipcia (que por algo está en Alejandría), la tersa frente ceñida por un cintillo azafranado, los bucles rubios cayéndole hasta la mitad de las anchas espaldas. Eudoxio tiene veinte años, acaba de desembarcar en la viciosa Alejandría y las ganas de vivir le revientan las costuras. Se ajusta el cinturón y, sin más preámbulos, sale a curiosear por el puerto exterior de la cosmopolita ciudad, el Eunostu, palabra que significa «feliz regreso».

Entre la muchedumbre de marineros y mercaderes africanos, asiáticos y europeos que se afanan en el embarcadero, Eudoxio conoce a un indio (indio genuino, de la India de Ganges) al que unos mercaderes egipcios han encontrado náufrago sobre una tabla en medio del golfo Pérsico. Hacen amistad y Eudoxio invita al indio a un cuartillo de vino en una taberna del barrio de Canopos que le han alabado mucho. Allí, en presencia de la jarra de mosto viejo, cuando la mesonera (una morenaza de ojos azules y soñadores) les pone delante la fuente de cabrito asado, Eudoxio ve al individuo extraer unas bolitas oscuras de un estuchillo de cuerno que trae al cinto y observa cómo las machaca sobre el tablero de la mesa con la contera del cuchillo y las espolvorea sobre las tajadas.

Así fue como Eudoxio de Cícico se convirtió en el primer europeo que cató la pimienta, el grano del arbor piperis, y le gustó tanto que, en cuanto tuvo ocasión, organizó un viaje a la India y volvió con el barco cargado no sólo de pimienta, sino de cúrcuma, jengibre y clavo. Como vemos, la especiería occidental tuvo su origen en las tabernas de Alejandría la cosmopolita, y de allí la tomaron los griegos y los romanos.

Los griegos abjuraron de la hierba silfión que habían usado hasta entonces y se convirtieron a la pimienta; los romanos iban camino de abandonar el garum por la picante semilla india cuando la decadencia del imperio les desbarató también la cocina y dificultó el suministro de productos ultra imperiales.

Pero después del apagón, en los tenebrosos siglos medievales, volvió a fluir la pimienta caravanera y se hizo reina de los guisos nobles de todo Occidente. Sólo de los nobles porque era un artículo de lujo. Los pobres nunca salieron de la sal y el vinagre, del ajo y la cebolla, del orégano y el cilantro, del perejil y el laurel.

En la segunda mitad del siglo XIV, Europa disfrutó de una prosperidad como no la habían conocido antes ni los más viejos del lugar. Después de varios siglos de aperreada economía de subsistencia, hambreando con gachas de almortas y otros desapacibles condumios, el aumento de la producción agrícola e industrial produjo nuevamente excedentes, como en los dorados tiempos de Roma. Al amparo de la nueva prosperidad se activó el comercio, crecieron las ciudades y puertos y muchos vecinos, criados en una economía de mera subsistencia, comenzaron a ganar dinero y dieron en tirar de faltriquera y vivir mejor. El dinero tiene dos placeres —decían—, ganarlo y gastarlo. Y consumían con fruición los productos de lujo, las golosinas y las gollerías a los que antes sólo tenía acceso una exigua minoría. Entre estos productos de lujo figuraban, cómo no, la pimienta y el resto de las especias procedentes de la exótica India, aunque no todas venían de allí. Para los europeos de entonces, la India era cualquier parte de Asia que estuviera al otro lado del río Indo. Esto explica que cuando Colón puso pie en América, como creía que estaba en Asia (en China o Japón, para ser más exactos) llamara «indios» a los nativos. Ya quedó dicho en capítulos precedentes que en la Edad Media ninguna cocina europea rica o de mediano pasar podía prescindir del uso, incluso del abuso, de las especias. La pimienta, el clavo, el jengibre, la nuez moscada, se atesoraban en el mismo arcón ferrado donde se guardaban las joyas de la familia. Lo que caracterizaba a una familia pudiente era, junto con la exhibición de joyas y brocados, el consumo de platos de carne generosamente especiados. Los nuevos ricos, quizá acuciados por la huella genética de pretéritas hambrunas, despreciaban todo lo que no fuera carne. Además, como la cocina pudiente prescindía de guarniciones vegetales y acumulaba sucesivos platos elaborados con la misma carne, sólo la combinación de distintas especias podía conferir cierta variedad a unos menús tan monótonos. Desde la época de los romanos, quizá incluso desde mucho antes, había existido un camino, la ruta de la seda, por el que llegaban a Europa las especias, la seda, el algodón, las joyas, los perfumes y, en general, todos los productos orientales caros y fáciles de transportar. La pimienta llegó a constituir un valor tan sólido que se reconocía como medio de pago en los contratos a falta de oro o plata.

Bizancio, heredera de Roma, reanudó las rutas comerciales del antiguo imperio y recibió el testigo de la cocina de especias alejandrina, ya barroca y decadente, para transmitirlo, con agregaciones propias, a Venecia.

El virtual monopolio de la pimienta convirtió a Venecia, la república pasada por agua, en uno de los estados más poderosos del Mediterráneo. Baste decir que estuvo en un tris de suceder a Bizancio como imperio oriental: en 1222 un grupo de jóvenes senadores de la Serenísima República logró que se admitiera a votación el proyecto de trasladar la capital a Constantinopla (que los cruzados habían puesto en venta). Uno de los principales argumentos a favor del cambio era que desde Constantinopla sería más fácil controlar el monopolio de la pimienta, pero los senadores más viejos objetaron que ya se habían hecho al reuma y a los canales y no estaban para mudanzas. Así y todo, aunque eran amplia mayoría, sólo ganaron un voto. Desde la pimienta, la especia que ganó Alejandría fue la canela. Además de las cocinas, la canela frecuentó el tocador de las damas y la maleta de los boticarios. Los bodegueros la usaban para aromatizar sus vinos; los libertinos la creían afrodisíaca y comparecían ante sus amantes con un palito de canela en la boca como diciendo: «Vete preparando que vas a enterarte de lo que es bueno». De Alejandría, vía Bizancio, dio en Venecia y, ya en tiempos renacentistas, la importaron al resto de Europa las cocinas venecianas, florentina y milanesa. En España entró por los dos caminos: el italiano, Cataluña y ejércitos aragoneses mediante, y el árabe andalusí.

Las otras dos especias que aromatizaron los vinos de Bizancio y luego los de Venecia y los del resto de Europa fueron el clavo de Java, tan indispensable en los escabeches, y el jengibre, con cuyo picantillo dulce aromatizaban los horneros de Blanquernas el pan del Paleólogo para que no fuera como el de los demás mortales. Ya sólo falta la nuez moscada que Venecia puso de moda en Italia, hasta el punto de que un condottiero goloso se dejó atrapar en Senigaglia (la bellísima traición de César Borgia), porque sus conmilitones le habían prometido el goloso botín de un cofrecillo de nueces que el taimado hijo del Papa siempre llevaba consigo. Álvaro Cunqueiro imaginó que cuando César cayó en Viana, por la gran herida por donde se le fue la vida saldría también un aroma moscado.

El comercio de las especias lanzó a Europa a descubrir el mundo y también la enriqueció y la embelleció. Cuando los portugueses, a través de los mares, unieron el Ganges con el Tajo, les faltaron arcas para contener el dinero que ganaban y dieron en construir el soberbio monasterio lisboeta de los Jerónimos, sufragado con el impuesto estatal sobre la pimienta. Al final de la Edad Media, en el momento en que arreciaba la demanda europea de especias y lujos orientales, dos convulsiones políticas estrangularon la ruta de la seda: la conquista de Constantinopla por los turcos y la islamización de los mongoles. Los resultados de esta alteración fueron desastrosos: los emporios comerciales que hasta entonces habían disfrutado del monopolio de tan lucrativo comercio venecianos, genoveses, incluso catalanes se arruinaron de la noche a la mañana. La demanda crecía; la oferta tendía a disminuir; el producto, que siempre fue caro, se puso por las nubes. A ello se sumó que en Europa el único valor estable eran los metales preciosos, el oro o la plata, y el auge del comercio y la nueva riqueza demandaban más oro del que llegaba de África, el tradicional proveedor. Algunos europeos comenzaron a preguntarse si sería ya hora de sacudirse la modorra medieval que había dividido cómodamente el mundo en universos cerrados por las barreras aparentemente infranqueables de los océanos y los desiertos. Quizá el emprendedor europeo encontraría alguna posibilidad de llegar directamente a los mercados prescindiendo de los intermediarios que encarecían el producto y eran incapaces de asegurar un regular suministro. Muchos mercaderes codiciosos comenzaron a soñar con arrebatar el monopolio del oro africano a los árabes y el de las especias orientales a los venecianos. Despertaba una nueva raza de empresarios de ojo ávido, que contemplaban el mundo como una tarta expuesta a la voracidad del más osado. Europa, envanecida por su prosperidad, comenzó a verse como civilizadora y explotadora de los otros pueblos. Todo estaba en sazón para la construcción de los imperios coloniales.

Había que encontrar nuevas rutas hacia las riquezas de Asia y África. Un siglo antes dos hermanos genoveses, los Vivaldi, habían intentado llegar a la India costeando África, pero desaparecieron con su nave y no volvió a saberse de ellos. Después los genoveses explotaron las costas mauritanas y canarias y es posible que, hacia 1346, el catalán Jaume Ferrer alcanzara el Senegal mientras buscaba per anar al riu l’or. Sin embargo, fueron los portugueses los que, en el siglo XV, realizaron considerables progresos a la largo de la costa atlántica africana. Lo hicieron en sucesivas expediciones de exploración y comercio, cada una de las cuales llegaba más lejos que la anterior y regresaba con las bodegas cargadas de oro, de negros encadenados y de especias, si no las mismas que llegaban de la India, al menos otras parecidas que también terminaban en el puchero. En tiempos del rey Juan II, los portugueses doblaron el cabo de Buena Esperanza y no tardaron en alcanzar los mercados de las especias.

En 1497 el explorador Vasco de Gama sentó las bases del imperio ultramarino portugués a lo largo del Pacífico hasta las Islas de las Especias (las Molucas), con lo cual abandonaron la ruta de occidente, especialmente después de que Joâo Cabral buscara especias en Brasil y no las hallara, como cuenta decepcionado en la carta que le envió al rey. Por cierto que, en la misma carta, trae diversas noticias a cual más interesante desde el punto de vista antropológico, entre ellas la de que los indígenas que habitan aquellas tierras no conocen la alfarería pero sí la cestería, ya que los hombres se cubren aquellas partes que el pudor impide nombrar con unas enormes cojoneras de mimbre.

A partir de las exploraciones índicas de Alfonso de Alburquerque en 1511, Portugal obtuvo ganancias fabulosas, al menos mientras conservó el monopolio del comercio indiano. Más adelante sus competidores italianos, alemanes y holandeses le arrebatarían la parte más sustanciosa del negocio.

También Colón, cuando descubrió América, iba buscando un camino alternativo a la ruta de la seda para llegar a los países de la especiería.

La idea germinal era bastante sencilla: si la Tierra es redonda, una nave que navegue hacia poniente llegará a la India, es decir, a Asia. Colón creía que Asia estaba al otro lado del océano, frente a las costas de Europa. El plan parecía bueno, pero adolecía de dos errores mayúsculos: la distancia a cubrir era mayor de lo que creía y aquel dicho genovés el mondo é poco, es decir, «el mundo es menor de lo que se cree», no tenía fundamento alguno. El segundo error fue que a medio camino entre Europa y Asia se extendía todo un continente desconocido: América. Continente donde Colón y los europeos buscarían en vano la pimienta de la India y el oro que dijo Marco Polo tanto abundaba en China y Japón. A falta de pimienta, América atesoraba productos que revolucionarían la cocina y el paladar de los europeos: la patata, el tomate, el pimiento, el chocolate. No todo fue bueno: también de América llegarían el tabaco, los perritos calientes y las hamburguesas. Y la sífilis.