Mientras en el sur se dejaba notar la influencia de la cibaria musulmana, en Cataluña se atisbaban los rasgos de una cocina europea que comenzaba a despuntar bajo la hegemonía toscana (Florencia, Venecia y Milán). En este ambiente se escribieron los primeros recetarios de la península, el Llibre de Sent Soví y el Llibre de coch de la canonja de Tarragona (hacia 1331). Las notas dominantes en estas recetas son el agridulce y el picante, que además de sabrosos se consideraban sanos. Alfonso Chirino, médico de Juan II de Castilla, último tercio del siglo XIV, señala que «miel y vinagre es conveniente a toda vianda donde cupiere, ser carne o pescado o otra cualquier», incluso en las ensaladas de lechuga. Las salsas ácidas eran muy variadas. Se preparaban con vinagre aromatizado con perejil y jengibre, con agraz, con pámpanos tiernos, con zumo de limón, con granada ácida, con lima, e incluso con agua de rosas, vinagre y azúcar. En ese líquido se diluían los espesantes, hígado y yema de huevo cocidos, almendras tostadas, picatostes y harina trabajados en el imprescindible mortero de bronce, y algo de azafrán para colorear. Hoy, desde la divulgación de la trituradora eléctrica, el mortero se ha relegado a mero adorno de chimeneas. Habría que reivindicar su uso, porque el perejil y otras hierbas dan un aroma más intenso cuando se majan que cuando se trituran.
Especias y hierbas se adueñaron de la cocina. Nunca se usaron tantas ni tan alocadamente salvo, quizá, en los tiempos de Roma. A veces esta cocina balbuciente incurre en combinaciones absurdas, como cuando añade a la suavidad del azafrán o la canela la contundencia de la pimienta o el clavo.
De la India seguían llegando, por intermedio de árabes o de venecianos, la pimienta, la nuez moscada, el clavo y la canela, pero había además azafrán para dar sabor y colorear, anís, comino, mostaza, jengibre e innumerables plantas aromáticas: tomillo, hinojo, jaramago, perejil, hierbabuena, laurel, mejorana, cilantro y estragón.
Por su parte, el pueblo echaba mano de los bulbos, las hojas y las hierbas aromáticas que el campo ofrecía: perejil, laurel, hinojo, mejorana, menta, albahaca, comino, matalahúva, linueso, cáñamo, ajonjolí, alhucema, cilantro verde y seco, mostaza, alcaravea, cebolla y, sobre todo, ajo, ajo a todo pasto. De hecho, cuando a Fernando el Católico, que no era precisamente un gourmet, le solicitaron licencia para importar especias de lujo, lo denegó diciendo: «Confórmense con el ajo, que buena especia es».
La obsesión medieval por las especias sólo remitió en el siglo XVII, cuando Europa dio la espalda a la mayoría de las especias orientales (la pimienta continuó siendo la gran señora que todavía es) y se revalorizaron las hierbas aromáticas autóctonas. A veces se señala que el gusto medieval por las salsas ácidas y muy especiadas venía impuesto por la necesidad de disimular el hedor de la carne putrefacta. Los que así piensan suponen que nuestros antepasados, los que levantaron las catedrales góticas, diseñaron las carabelas e idearon el canto gregoriano, eran tan imbéciles que dejaban que la carne se les pudriera antes de echarla en adobo, de salarla o acecinarla. Distinto asunto es la carne de caza y las aves, que se preparaban bastante pasadas para ablandarlas y acrecentar su sabor (sin miedo a la previsible halitosis, dado que sarna con gusto no pica). En algunos casos la caza se ablandaba cociéndola ligeramente antes de asarla.
Además, de esta forma se obtenía un caldo perfectamente aprovechable como fondo de otros platos. Aún había un tercer método de ablandar la carne, consistente en apalear al animal antes de sacrificarlo con el convencimiento de que los sufrimientos enternecen la carne. Con el progreso de los tiempos, hoy sólo maltratamos al pulpo.
Desde luego, el paladar del hombre medieval tenía peculiaridades difíciles de entender desde el gusto moderno. Por lo pronto, endulzaban casi todos los platos de carne y se pirraban por los potajes y las sopas dulces a base de caldo de carne (gallina, carnero, capones), canela y azúcar.
En el mentado Corbacho se citan, como manjar de invierno, unos torreznos de tocino asados con vino y azúcar. A los notarios y a los canónigos se les hacía la boca agua cuando espolvoreaban de azúcar un estupendo capón asado en su jugo antes de hincarle el diente. Y no había potaje que no se endulzara con azúcar: el guisado de trigo, uno de los platos básicos, con sus variantes de avena (avenate) y cebada (ordiate) era cereal majado y cocido adobado con leche de almendras, azúcar y canela. Todo azucarado. Éstas fueron las tristes consecuencias de la extensión del cultivo de la dulce caña, a partir del siglo XIII. Las principales plantaciones estaban en tierra de moros, en la costa granadina, entre Motril y Almuñécar; pero el activo comercio nazarí la distribuía por Europa. Era un producto caro, por supuesto, pero los que no podían permitírselo endulzaban sus carnes y sopas con miel o le añadían pasas o uvas, dátiles o ciruelas. La fruta nos parece más admisible que el azúcar. Recordemos que ciertos platos antiquísimos, como la sopa de ajo y el ajoblanco, se siguen tomando con uvas o pasas. Y al jamón serrano le va bien el melón. En realidad, es lo único que no lo desvirtúa; si el jamón es bueno, cualquier otra combinación es profana. Antes de proseguir quizá convenga advertir que la leche de almendras, mencionada más arriba, era un fondo de cocción para carnes en salsa, resultante de poner en remojo almendras peladas y, una vez hinchadas, majadas hasta obtener una especie de leche.
En la ciudad medieval el estruendo de las caldererías ha cesado y el silencio de las calles desiertas señala que es llegada la hora de yantar. Don Fernán Palomino, comendador de Santiago y señor de su casa, preside la mesa. Toma entre sus manos el pan grande, redondo y moreno, y va cortando una gruesa rebanada para cada comensal. Cortar el pan es una ceremonia casi sagrada y, mientras la efectúa, don Fernán piensa en las mermas que imponen en su despensa los abusos de la moderna planificación. Sus abuelos, campesinos de León, molían el trigo de su propia cosecha, lo cernían para separar el salvado y lo horneaban. Todo se hacía en casa y no se extraviaba un grano. Pero don Fernán Palomino, habitante de ciudad, tiene que confiar su grano al molinero, que se cobra una parte de la harina, la maquila, y, una vez amasado, al hornero, que también detrae una parte de la masa, la poya. En fin, don Fernán se consuela pensando que la calidad de la harina ha aumentado y que el horneado es probablemente más regular que antaño, lo que hace un pan más digestivo. Peor lo tienen los pobres que han de comer pan de comuña (trigo mezclado con centeno, e incluso con cebada o mijo) y además adulterado con porquerías increíbles. Lo que don Fernán continúa preparando en casa, como en tiempos de los abuelos, es el vino especiado, el hipocrás. Basta hervir un vino de mala calidad o a punto de corromperse con un añadido de especias (nuez moscada, clavo, canela, cada cual pone las proporciones a su gusto) y agregar azúcar hasta que desaparezca lo agrio.
En la ciudad medieval, si está bien abastecida, puede encontrarse de todo, pero los ricos, obligados a convivir con los pobres en la enfadosa vecindad a que los obliga el casco urbano constreñido por las murallas, procuran distinguirse por dos principales signos externos de riqueza: el vestido y el yantar. Del vestido no digamos nada, sino que a la menor ocasión se visten como pavos reales, sedas, brocados, pieles, cadenas de oro, blasones… En cuanto al yantar, la ostentosa gula de las clases elevadas contrasta con el escaso pasar, incluso con el hambre si a mano viene, de los humildes.
El poeta Juan de Mena imparte prudentes consejos a la burguesía ciudadana:
El gozo de los humanos
es comer buenos manjares
y gozan sus paladares
de lo que ganan sus manos
buena mesa, mejor cama
conservan los huesos sanos
pescado fresco del mar
non lo dejes de comprar
por guardar para tu yerno.
La buena mesa que recomienda Mena consiste en atiborrarse de carne o pescado. Tres, cuatro, cinco, hasta quince y más platos de la misma carne asada o cocida sin más variedad que la que pudieran darle los salserones o salsas espesas con sofrito de hígado, almendra, cebolla, vinagre o vino, y muy especiadas, sobre todo con canela. Los platos no se acompañaban de guarnición alguna fuera de lo poquito que aportara la salsa, dado que la verdura es alimento de los pobres. ¿Qué ofrece a sus invitados el condestable de Castilla Miguel Lucas de Iranzo? ¿Algún repollo hervido aliñado con su chorrito de aceite? No: «muchas gallinas e pollos e palominos e cabritos e corderos e carneros e terneros e caçuelas e pasteles e de muchos huevos cocidos e quesos frescos e muy finos vinos torronteses e tintos».
En otra enumeración leemos «puercos, ovejas, carneros castrados o cojudos, corderos, cabrones, cabrón bueno castrado…». Es decir, carne y más carne, barbero y sanguijuelas, entripado, apoplejía y descanse en paz.
Ya queda dicho que los devoradores de carne de los siglos medievales (y de los siguientes hasta casi hoy) estaban persuadidos de que las hortalizas y las verduras eran sustitutos indigestos y de poco mantenimiento, propios de caballos y pobres espantahambres. De esta descalificación sólo se salvaban los ajos y las cebollas, y no siempre. Los ajos se consideraban buen mantenimiento para la gente que hace ejercicio físico y las cebollas se tenían por muy saludables. En el libro de cocina de Nola aparece un potaje (porriol) de cebollas con tocino y vino blanco. Había también potajes de espinacas, bledos y borrajas y no ignoraban la existencia de los garbanzos, los guisantes, las habas, las lentejas y los yeros, pero se descalificaban por constituir comida de pobres. También la lechuga, que además algunos veían con prevención por considerarla afrodisíaca y hasta hierba muy enconada, capaz de preñar a la mujer que la come o incluso que sólo la pisa. Viene el asunto en los Milagros de Nuestra Señora de Berceo, en el cuento de la abadesa que quedó preñada por haber pisado una de estas hierbas y en las Cantigas de Alfonso X. Un obispo examinó si la abadesa decía verdad cuando aseguraba seguir virgen y halló que era cierto.
¿Qué comidas le gustan a don Fernán? Según el maestro Nola, los tres mejores manjares son la salsa de pavo, el mirrauste y el manjar blanco (una especie de arroz con leche con pechugas de gallina cocidas y trituradas); pero Don Fernán prefiere platos más contundentes. Sentado a la mesa olisquea los vapores que suben de la cocina. Hoy toca janete, un potaje de carnero o cabrito en adobo con tocino y cebolla y la consabida salsa agridulce, en la que entran peras cocidas en miel, higadillos de ave, pan tostado, vinagre, perejil, azúcar y especias. Pero don Fernán, que tiene el día melancólico y se ha pasado la mañana recordando los viajes que hizo cuando era aposentador real, hubiera preferido algún pescado famoso de los que probó en aquel entonces: anguilas de Valencia, truchas de Alberche, cazones de Bayona, arenques o besugos de Bermeo, sábalos, lampreas, albures del Guadalquivir, salmón de Castro Urdiales, congrios de Laredo, langostas de Santander, incluso modestos camarones del Henares. Pero el pescado viaja mal si no es en salazón y fresco sólo se come a la orilla del agua que lo produce. En aquellos tiempos de malos caminos y lenta arriería sólo las obligaciones cuaresmales justificaban que se comiera pescado tierra adentro. La oferta variaba dependiendo de la cercanía del mar y del tipo de pesca que en cada costa hubiera: ballena, marrajo, delfín, salmón «que se fase de la trucha quando del agua dulce pasa a la salada», sábalo, congrio, murena, pescada…
Como todo lo que vuela, todo lo que nada o sale del agua les parecía comestible, incluso langostas y langostinos, percebes y ostras. Todo. Quizá a algún lector pescadero se le hayan inundado las fauces por la mera enumeración. Consuélese pensando que muchos de esos pescados, una vez desalados, los preparaban con una salsa de vinagre, perejil, mostaza… y miel.
Mientras come, don Fernán piensa en la próxima temporada de caza. Pronto llamarán a su puerta campesinos con ristras de liebres y perdices y podrá degustar un suculento potaje de lebrada. Se asa primero la liebre, luego se sofríe, y finalmente se guisa con una salsa de higaditos de ave, cebolla, almendra y huevos. Tampoco perdonará un sabroso almodrote o capirotada de perdices enlardadas, guisadas y trinchadas, con su salsa de queso rallado, ajo y manteca.
Don Fernán ha dado cuenta del janete y mira qué trae su maestranza en una humeante sopera. Es pomada, un guiso de manzanas con tocino, carne de gallina, almendras, jengibre, agua de rosas, azafrán, canela y azúcar. Si se hace con higos verdes y negros, es higate; si con membrillos, membrillate; si con semillas de calabaza, calabacinate. Conejos y perdices, sigue soñando don Fernán, ésas son las golosinas que puede permitirse el campesino.
Con ellas agasajó al arcipreste de Hita la serrana de Malangosto.
Mucho conejo de soto
buenas perdiçes asadas;
hogaças mal amansadas,
e buena carne de choto.
De buen vino un cuarteto
manteca de vacas mucha,
mucho queso asadero
leche, natas, una trucha.
Pero luego, rematado el rústico banquete, cuando el clérigo ha reparado sus fuerzas, llega la factura: en lugar de solicitar su bendición, la robusta y sensual serrana le exige perentoria retribución sexual.
E dixo: «¡Hadeduro! comamos deste pan duro después faremos la lucha». Es decir, tras la invitación a cenar, revolcón. Como en los ambientes más finos y posmodernos de Nueva York, la débil naturaleza humana siempre acaba manifestándose. Otra serrana, la de Tablada, le ofrece al arcipreste una mesa más deficiente:
Diom pan de centeno tiznado, moreno.
Diome vino malo agrillo, ralo e carne salada.
Diome queso de cabras.
Sin salir de Juan Ruiz, en la famosa batalla de don Carnal con doña Cuaresma comprobamos cuáles son los yantares apreciados en las altas mesas del reino y cuáles los menospreciados: La penitencia impuesta a don Carnal consiste en comer potaje de garbanzos los domingos, sin otra cosa, es decir, sin chorizo ni oreja de cerdo; los lunes, potaje de altramuces, guisantes o habichuelas; los martes, formigas (gachas); los miércoles, espinacas; los jueves, lentejas; los viernes, nada, ayuno total y los sábados, habas cocidas.
Ya estamos viendo qué comen los pobres: mucho pan ensopado en caldo y mucho ajo y perejil, amén de muchos potajes de lentejas y garbanzos sazonados con ajo, vinagre, laurel y otras hierbas, hojas y bayas nacionales y baratas, más un algo de canela y azafrán, el que se pueda. Lo más socorrido son los formigos en sus distintas variedades, que en España han sobrevivido en forma de migas de pastor y gachas, y en el Magreb se mantienen hasta hoy como una variante del alcuzcuz.
Cuando faltaba la harina, a menudo se cocían los cereales (los que hubiera más a mano) y se hacía una especie de puré o gacheta que se procuraba endulzar con miel. Y el pan, casi nunca candeal blanco, sino moreno, de salvado y centeno.
Uno es bastante reticente a una interpretación marxista de la Historia, mucho menos si se trata de una historia de la gastronomía; pero no puede dejar de señalar cómo contrasta esa comida farinosa y escasa de los pobres con las buenas tajadas que comen los ricos, comenzando por la volatería de corral (gansos, capones, gallinas), siguiendo por los inmaduros (cabrito, cordero, lechón), y terminando por la caza y la pesca (truchas, salmones, perdices). Los ciudadanos pobres no cataban nada de eso, la carne que se vendía en las carnicerías públicas estaba cargada de impuestos municipales que la hacían prohibitiva. Sólo podían aspirar a algo de cerdo (cuando lo criaban ellos), a algún que otro conejo, a carnes acecinadas de poco aprecio y a la casquería que despreciaba la mesa del poderoso. Eso y un poco de frutos secos, otro poco de queso de cabra y algo de habas secas y sardinas saladas. Los cocineros usaban también las especias para disimular productos de menor calidad o algo pasados. Una carne que empezaba a averiarse se guisaba con abundante pimienta, clavo, canela y nuez moscada y pasaba por fresca. Una cerveza flojucha se animaba con jengibre; unos vinos irremediablemente avinagrados y picados se enmendaban con nuez moscada y canela.
En fin, que las especias paliaban unos problemas sólo recientemente superados por la refrigeración y los aditivos químicos. Puestos a comparar, nosotros no sabemos lo que comemos, mientras que nuestros ancestros sabían que comían productos medio averiados. A pesar de todo, salimos ganando porque la alimentación antigua era un desastre desde el punto de vista dietético. Ignoraban que aquellas verduras y hortalizas que relegaban a la mesa del pobre y al cebadero del corral eran ricas en las indispensables vitaminas.