Arte cisoria

Hasta el siglo XIII, los reinos cristianos habían vivido sin otra obsesión que adquirir tierras, a menudo sacrificando el bienestar y aplazando a futuras generaciones el disfrute de lo que ganaban. En el siglo XIII, después de las grandes conquistas territoriales que ensanchan considerablemente sus estados, reyes y magnates se aficionan a los objetos suntuarios, y la exhibición de la riqueza se desplaza a los bienes muebles, joyas, vestidos suntuosos y banquetes. El banquete, manifestación de la nueva sociabilidad urbana, es el modo más acabado de exhibir la riqueza porque los costosos manjares se consumen y han de reponerse para una nueva exhibición. Las crónicas hablan de grandes festines, pero silencian las carencias que los seguían, ya se sabe: hoy, faisán; mañana, plumas. Naturalmente estos excesos y el lanzamiento de la casa por la ventana, sólo por demostrar mayor gasto que el rival, acabaron preocupando a las autoridades. En las Partidas de Alfonso X el Sabio leemos: «Del mucho comer nascen grandes enfermedades de que mueren los omes de su tiempo, o fincan con alguna lesión». Por lo tanto, el prudente legislador dispone «que rico ome nin otro ome ninguno non coman sinon dos carnes cada día, e la una en dos guisas; (…) e el dia de carne que non coman pescado si non fueren truchas, e a la cena que coman de una carne qual tovieren por bien de una guisa e non mas. E que non coman el día del pescado sinon de tres pescados, e el marisco non sea contado».

En cuanto al vino, las Partidas advierten que es cosa «que obra contra toda bondad» y su abuso «enflaquesce el cuerpo del ome e ménguale el seso e fázelo caer en muchas enfermedades, e morir mas ayna que debía». Bebida o comida, al parecer los mayores excesos se daban en las bodas. Una ley suntuaria del 1258 disponía que «non coman a las bodas más de çinco varones e çinco mugieres de la parte del novio e otros tantos de la parte de la novia sin compaña de su casae non duren las bodas más de dos días». No sirvió de mucho. Además, la nobleza derrochona arrastró en el envite a la naciente burguesía ciudadana, hasta el punto de que Pedro I se vio obligado a poner un límite de gasto a los convites que se le ofrecían, porque la costumbre había generado en abuso y los municipios gastaban lo que no tenían: «grandes contías que lo non pueden cumplir, e si lo cumplen que resciben grandes dannos en sus faciendas». Los límites que el buen rey puso a estos banquetes oficiales (y sin embargo aquellos desaforados comilones lo llamaron el Cruel) dan idea de cómo serían los que pretendía suprimir: «el banquete no sobrepasará de cuarenta y cinco carneros y, si es día de pescado, que den veintidós docenas de pescado seco, vaca y media, tres puercos, sesenta gallinas…». Un siglo después, el Corbacho (1438) insistía en la necesidad de limitar las «solaces cenas, almuerzos e yantares, donde se come e se bebe más de lo debido. Por ende, después de comer diversas y finas carnes en abundancia, e mucho beber, conviene lujuria cometer (…) el que ama, gula por fuerza ha de cometer». Por este tiempo era costumbre que los ricos hicieran cinco comidas diarias: desayuno, yantar, merienda, cena y zahena o sobrecena, esta última inmediatamente antes de ir a la cama. Los pobres probablemente comían una vez al día, aunque con mayor apetito, lo cual es gran consuelo.

Los banquetes ostentosos pusieron de moda los platos espectaculares. Bueyes asados rellenos de picadillo se presentaban en la mesa enteros, como en los tiempos de Roma, lo que requería la construcción de enormes cocinas con gigantescas chimeneas. De éstas quedan algunas muy dignas de ver, como la del monasterio de Santa María de Huerta, en Guadalajara.

Entonces cobró gran importancia la figura del trinchante o cortador de cuchillo que despieza la carne ante los comensales con ayuda de una serie de especializados trebejos, grandes brocas y cuchillos (cinco, según el tratado compuesto por don Enrique de Aragón o de Villena Arte Cisoria o Tratado del arte de cortar del cuchillo). El operario cortaba tajadas manejables y las servía sobre gruesas rebanadas de pan; también mondaba manzanas y peras; abría las ostras; extraía de sus conchas los caracoles y cañaíllas, con ayuda de punganes, y preparaba los frutos del mar para que fuera fácil comerlos.

Por cierto, en el estupendo y sorprendente libro del marqués de Villena se describen las propiedades medicinales de una serie de carnes. No me resisto a transcribir el pasaje para ilustración del lector: «La carne del ome para las quebraduras; e los huesos e la carne del perro, para calçar los dientes; la carne de milano, para quitar la sarna; la carne de la habubilla para agusar el entendimiento (…); las culebras para la morfea; las çigarras, contra la sed…». Al lector le habrá sorprendido algo que el marqués de Villena cite la carne de ome, es decir, de hombre, entre las posibles carnes que se pueden comer. ¿Había caníbales en la Europa cristiana? Digamos que sólo se echaba mano de la carne humana como último recurso y que los historiadores europeos han preferido omitir este aspecto. No obstante, sorprende algo leer en las Partidas: «segund el fuero leal de España, seyendo el padre cercado en algun castillo que touiesse de Señor, si fuesse tan cuitado de fambre que non ouiesse al que comer, puede comer al fijo, sin mala estança, ante que diesse el castillo sin mandato de su Señor». (V Partida, Título XVII, Ley VIII).

La posibilidad de consumir carne humana en caso extremo aparece incluso en algunos pacatos libros de milagros.

Es fama que una beata de Morella, que no tenía nada que poner a la mesa a san Vicente Ferrer, le dio a comer a su propio hijo, pero el santo, identificando el origen del guiso, se abstuvo de hincarle el diente y resucitó al mancebo. Lo de la resurrección de un niño asado entraña tal dificultad que no deja de tener su mérito, pero por contra, la mera identificación resulta fácil. Todavía hoy los gastronómadas que viajan por Oriente se quejan de que uno de los platos exquisitos que les sirven, la mona asada, tiene el inconveniente de que uno cree que está comiendo niño. Quizá deberían trocearla antes de dársela a comer a los europeos. Volviendo a la antropofagia medieval, es sabido que en la Europa de los primeros siglos medievales, que por algo se denominan a veces «los siglos oscuros», las frecuentes hambrunas acarrearon no pocos casos de canibalismo. Más adelante, durante los siglos IX y X, existieron, en Francia y Alemania, bandas de salteadores de caminos que asesinaban a los viajeros y luego vendían la carne en los mercados como «cordero de dos patas». Poco después durante la primera cruzada, hubo un grupo de tropas auxiliares, los Trudentes, todos ellos soldados de fortuna de origen europeo, que se alimentaban de carne de sarraceno y es fama que «los turcos temían menos las lanzas de los caballeros que la posterior consumición de la que habían oído hablar bajo los dientes de los Trudentes». Incluso después de la Edad Media continuó existiendo canibalismo en Europa central. Paralelamente a la riqueza de la cocina creció el lujo de la mesa y la complejidad de la etiqueta. Se divulgó el uso de manteles y servilletas y en los ambientes más elegantes se decidió que cada comensal dispusiera de sus propios platos y cubiertos (de madera, de estaño o de loza) y que antes de la comida, e incluso entre platos, compareciesen camareros con jofaina y toalla para el lavamanos. No estaba de más, puesto que seguían tomándose las viandas con los dedos. El uso del tenedor, que comenzó en Italia en el siglo XIV como herramienta imprescindible para comer las pastas, sólo llegaría a España, y al resto de Europa, dos o tres siglos más tarde, como en su momento se verá.

Había diversas maneras de presentar los platos. El servicio principal era el asado, pero se solía comenzar por fruta fresca, a modo de aperitivo o ensalada, para luego pasar a los caldos, los potajes o las carnes en salsa (se suponía que tardaban más en digerirse), y luego a los asados (con sus salsas) para terminar en dulces, pasteles y frutos secos. Ruperto de Nola, en su Llibre de coch (1520), aconseja primero la fruta, luego el potaje, seguido del asado y del segundo potaje, a continuación lo cocido y finalmente los dulces de sartén. La etiqueta de la corte fue ganando en complejidad. El rey o el magnate comía solo en mesa aparte, sobre tarima alzada que dominara al resto de los comensales. En Castilla incluso comían primero los hombres y luego las mujeres, pero en Francia (y en Aragón, por influencia francesa) comían juntos e intercalados, como se hace hoy. En el caso de reyes y grandes señores o prelados no se excusaba la ceremonia de la salva o comprobación de que la comida no estaba envenenada.

El responsable de la cocina y servicio probaba una porción ante la atenta mirada del augusto comensal. Se entienden estas cautelas, ya que eran tiempos difíciles y muchas muertes que la medicina no acertaba a explicar se atribuían a veneno, en algunos casos posiblemente con razón. Uno de los motivos por los que decayó el uso de cálices de metal en favor de los vasos de vidrio fue precisamente porque existía la creencia de que el vidrio fino se quiebra en contacto con la ponzoña. También suponían que el cuerno del unicornio era eficaz antídoto contra toda clase de venenos. De hecho circulaban por Europa supuestos cuernos procedentes del mítico animal, en realidad colmillos de narval.