La vieja con siete pies

En la Edad Media los habitantes de los reinos cristianos eran ferozmente cristianos, con la única excepción de los vascos, que todavía en el siglo XV andaban muy superficialmente cristianizados, lo que quizá explique algunas de sus peculiaridades presentes. La Iglesia pastoreaba cómodamente a su grey en connivencia con reyes y señores e imponían una serie de reglas que los fieles acataban dócilmente. Una de ellas era la de los ayunos y las abstinencias, esa especie de Ramadán cristiano que todavía a finales del siglo XX colea en muchas comunidades católicas. El caso es que, en sus primeros tiempos, cuando iniciaba su insegura andadura en el hedonista mundo pagano, la Iglesia había permitido que sus adeptos se alimentaran libremente. Es más, incluso organizaba banquetes nocturnos, o ágapes, en conmemoración de la Santa Cena. Pero estos ágapes fueron suprimidos a finales del siglo IV porque habían degenerado y se prestaban a abusos no sólo alimenticios. Según los Evangelios, Cristo ayunó en el desierto cuarenta días, es decir, quadragesimam diem. En conmemoración de este ayuno los primeros cristianos ayunaban cuarenta horas, pero cuando la Iglesia tomó fuerza, el período fue ampliándose hasta abarcar cuarenta días enteros por Pascua de Resurrección. Las normas eran de lo más riguroso. Por una parte estaba el ayuno que sólo permitía comer a ciertas horas; por otra, la abstinencia que prohibía comer carne, huevos y leche e incluso hacer uso del matrimonio los miércoles, viernes, sábados y vísperas de fiesta: en total unos ciento cincuenta días del año. Como tampoco convenía abusar de la clientela, la Iglesia toleraba la válvula de escape del Carnaval que precedía a la Cuaresma, unas fiestas en las que, el que podía, se hartaba de comer y copular en previsión de las escaseces por venir.

Al principio, los ayunos eran a legumbres secas, agua y pan y se hacía una sola comida, al anochecer. Luego las cosas fueron cambiando y cada época tuvo sus normas, que no eran las mismas en todas partes. Y, como es natural, se idearon subterfugios para burlar las leyes, especialmente en el seno de las comunidades eclesiásticas encargadas de velar por su cumplimiento. En 817, en Aquisgrán, la clerecía decidió que los capones, esos mantecosos y sabrosos pollos castrados, no son carne y, por tanto, su consumo no quebranta la abstinencia, un curioso arbitraje que sólo los favorecía a ellos y a las clases elevadas, los únicos que podían costear un capón.

No sé qué habrá de cierto en lo del monasterio portugués citado por Xavier Domingo, donde los frailes lanzaban al río cerdos y carneros para luego pescarlos y llevarlos a las cocinas con el argumento de que comer lo que se pesca no quebranta el ayuno.

En el extremo opuesto hay que consignar que los benedictinos del monasterio de Poyo, cerca de Pontevedra, no se determinaban a comer rodaballo porque les daba cargo de conciencia considerar pescado aquella carne tan sabrosa. Las mismas controversias suscitó, siglos después, el chocolate venido de América: a algunos espíritus escrupulosos parecía que aquel espesor y aquella sustancia tan exquisitos eran más propios de una comida que de una bebida, pero el benemérito padre Bracaccio estudió el asunto en profundidad y en 1600 decidió que el chocolate no quebrantaba la abstinencia. Más modernamente el cocinero Ignacio Domenech, en su libro Ayunos y Abstinencias (1914), establece que «el caldo Maggi o Knorr puede usarse en días de abstinencia, porque no consta que sea hecho de carne». En España, el afortunado país predilecto del Sagrado Corazón de Jesús, las cosas eran algo distintas.

Aquí gozábamos del privilegio de la Bula de la Santa Cruzada, un documento pontificio que autorizaba a consumir carne, huevos y lacticinios los días de vigilia. Este privilegio no era general, sino que cada familia debía adquirirlo y renovarlo cada año en su parroquia. Inevitablemente la adquisición del privilegio se hizo indicador del estatus social, y se hacía ostentación de él. El viajero Richard Ford que visitó España hacia 1830, escribe: «Todos los años sacan una nueva bula, como una licencia de caza, los que quieren deleitarse sin mala conciencia con carne de animales y aves. —¿Qué ocurre si un español no ha pasado por la caja registradora de su parroquia y se atreve a comer carne?— Los santos sacramentos le son denegados en su lecho de muerte; lo primero que pregunta el cura no es si se arrepiente de sus pecados, sino si tiene su bula (.…), la venta de estas bulas produce alrededor de doscientas mil libras esterlinas y es que, en una religión de mera forma, como en el Ramadán oriental, romper el ayuno cuaresmal inspira más horror que romper dos mandamientos juntos, y pocos auténticos españoles consiguen, a pesar de su educación, ocultar la repulsión que les produce el ver a los ingleses comer carne en Cuaresma».

La cocina cuaresmal produjo una serie de sabrosos potajes de verduras y platos de pescado en salazón (arenque, abadejo o bacalao). El indudable protagonismo del bacalao se manifiesta en la representación popular de la Cuaresma en la figura de una vieja que lleva en la mano un bacalao seco y luce siete pies bajo las haldas (uno por cada semana penitencial).