Comuña y alforfón

No viene en la Crónica de Alfonso III ni figura en la de Al Maqqari, probablemente por no enturbiar la imagen del héroe; pero es cosa probada que don Pelayo, huido de los moros con lo puesto y poco más, cuando se levantó al otro día de mañana, mal dormido y ojeroso, y se vio instalado en una lóbrega cueva asturiana con el suelo cagado de murciélagos y advirtió que todo lo que había para desayunar era una taza desportillada, llena hasta la mitad de gachas de alforfón mal cocidas, al meter la cuchara en aquel triste engrudo se acordó del tostón asado en leña de encina que solía despachar en su palacio de León, delante de la potente chimenea, antes de salir de caza, mientras esperaba que levantara el día neblinoso, con el caballo piafando y arrancando chispas del empedrado del patio, los perros ladradores e inquietos. Y recordando el punto cuscurrante que su escudero sabía darle al cochinillo, se enterneció y le rodó un lagrimón hasta la barba, pero como era sanguíneo y colorado, trocó desfallecimiento melancólico por bufido iracundo y, saltando como una fiera, dio con la mesa en tierra al tiempo que, a voces, requería la espada y las espuelas y mandaba al cabo de puertas tocar la trompeta y convocar a la mesnada, «que a estos cabrones del turbante los expulsamos de España como luce el sol y me llamo Pelayo».

No lucía el sol, que orvallaba, pero de todos modos así comenzó la Reconquista, es decir, que la gesta nacional tiene un origen gastronómico y si a don Rodrigo aquella mañana le hubiesen puesto por delante una fabada con su buen compango y todos sus avíos quién sabe si aún seríamos moros.

La Reconquista, además de los motivos patrióticos de recuperación de lo que es nuestro, se hizo para ganar pastos estacionales a la oveja cristiana y por cambiar el alforfón, propio de tierras malas o demasiado altas, por el trigo candeal, es decir, las gachas negras y ásperas por el pan blanco y suave. La Reconquista fue muy lenta al principio. De Oviedo pasó el reino a León y luego, por partición simple y vecindad, fueron surgiendo Castilla, Aragón, Cataluña, Navarra y el resto. La vida entonces era relativamente sencilla, agraria y ganadera. Por noviembre se hacía la matanza del puerco; en enero se molían las aceitunas; por mayo se recogían las habas y comenzaban los frutos; era también el mes de los ruibarbos, de las truchas, de los gallos, de las cabrillas. Luego llegaba el verano, la cosecha del cereal y la guerra, ir al moro o correr del moro que viene; a veces guerra y cereal mezclados, entorpeciéndose mutuamente.

No había mucho que repartir, pero se procuraba que estuviera mal repartido. La población estaba dividida en tres estamentos: el aristocrático-militar, el eclesiástico y el civil. El primero defendía la tierra; el segundo, impetraba el auxilio divino para asegurar las victorias del primero; y el tercero, es decir, el campesinado, se deslomaba trabajando de sol a sol para mantener a militares y curas. Y con lo que quedaba, que no era mucho, procuraba no morirse de hambre, desconsideración que hubiese acarreado un gran quebranto a la milicia y al clero y lo hubiese distraído de sus altas misiones. Como además la tierra era mala, más adecuada para el pastoreo que para la agricultura, se entiende que las hambrunas fueran la constante amenaza del campesino.

La rígida estratificación social tenía su correspondiente reflejo en la dietética. Lo mismo que la carne de monte era el alimento propio del guerrero, y el villano debía respetarla como cosa sagrada, había otros alimentos propios del villano que un caballero no podía comer sin deshonrarse.

En las ordenanzas de la Orden Militar de los Cavalleros de la Banda, año 1332, Regla 17, leemos «Que ningún cavallero de la Banda fuesse osado de comer cosas torpes, suzias, a saber puerros, axos, y cebollas, ni otras viscosidades, so pena que el tal no entrase una semana en palacio, si se asentasse a mesa de cavallero». Y en la Regla 18: «Que ningún cavallero de la banda fuesse osado de comer estando de pie, ni comer solo, ni comer sin manteles, sino que comiessen assentados, y acompañados y los manteles tendidos, so pena que el cavallero que assi no lo hiziesse, comiese un mes sin espada, y pagasse un marco de plata por la tela». Finalmente en la Regla 19 leemos: «Que ningún cavallero de la Banda bebiesse vino en basija de barro, ni bebiesse agua en cántaro, y que al tiempo de beversse se santiguasse con la mano, y no con el vaso, so pena que el cavallero que hiziesse lo contrario desto, fuesse un mes desterrado de palacio, y otro mes que no bebiesse vino». Si en lo social se advierte un claro retroceso desde los tiempos de Roma, en las técnicas agrícolas no parece que se hubiera avanzado mucho, más bien al contrario. Seguía siendo frecuente la rotación trianual de los sembradíos: primer año, trigo y centeno; segundo, cebada, avena, legumbres o guisantes; tercero, ariega y barbecho. La mezcla de trigo y centeno (comuña) aseguraba una cosecha pasable si uno de los dos cereales fallaba, aparte de que la paja mezclada nutre más a los animales.

Vimara Pérez, el repoblador de Porto, era un señor de la guerra muy mirado, que además de abrir una herradura con las manos desnudas sabía firmar, ya que no escribir, y administraba el granero y la despensa de la comarca. Salvando malos prontos era un buen hombre y se preocupaba de que los que estaban a su amparo comieran caliente, de ahí que su escudo de armas, como los de los más rancios linajes los Pacheco, los Lara, los Manrique, los Guzmán luciera calderos heráldicos, alusivos al poder alimenticio de la casa. Ahora bien, ¿con qué cebaba don Vimara Pérez su caldero? Con lo que había a mano según la estación: carne de corral o caza, cochino, carnero, gallina, ansarón, ciervo, jabalí, oso… casi todo de buen año, la carne dura que requería laboriosa cocción. Y para el sofrito, manteca de cerdo. La cristiandad medieval miraba el aceite de oliva como cosa santa y sólo lo usaba en crudo o en la cocina cuaresmal. Había mucha pobreza.

Ya el hecho de ennoblecer el caldero denota lo soperos que eran. Del caldo estupendo que dejaba la carne, con sus hierbas y sus aliños, se hacían unas sopas muy consoladoras y unos potajes de mucha sustancia que se cocían a fuego lento en un rescoldo de granzas. Las granzas o residuos vegetales demasiado nudosos y duros que los animales dejaban en los pesebres después de comerse la paja y el grano, constituían un excelente combustible. Un chisco de granzas bien cebado duraba varias horas y sólo había que ir empujando la olla contra la brasa a medida que los tallos iban consumiéndose.

A doña García, esposa del conde, como estaba desdentada por sus doce partos, le gustaba enlosar con rebanadas de pan de trigo y centeno una escudilla previamente untada con ajo.

El pan, hecho en horno de leña; la escudilla, honda y capaz, las sopas tomadas a sorbos, sin cuchara, como debe ser. ¿Quién no se apunta al plato de doña García? Don Vimara y doña García a veces compartían la escudilla e incluso la cuchara. Compartir con un pariente o amigo la escudilla, el vaso y el tajadero (la rebanada de pan, la tabla de madera o la placa de peltre sobre la que se servían los alimentos sólidos) era señal de gran confianza. De esta costumbre debe de proceder la expresión «haber comido en el mismo plato». En la sala del castillo de Porto, mirando al río, vemos a los criados armar las mesas, simples tableros sobre caballetes que sólo se instalan para comer (de donde provienen las expresiones «poner la mesa» o «quitar la mesa»). Todos comen al mismo tiempo, don Vimara sobre sillón; los demás, en escaños. Arrimado al muro del fondo hay un banco con tablero abatible, sobre el que comen el ayo y los niños.

Hoy serán quince comensales y como es día señalado han puesto manteles y han sacado servilletas grandes como toallas, además de una escudilla honda para cada comensal, cucharas de plata y copas para el vino y el agua. Sobre la mesa no vemos flores, pero resultan igualmente bellos los cuencos con huevos cocidos y queso y las canastillas con frutas del tiempo, peras y manzanas, que todavía no es llegado el tiempo de la uva. Llama la atención la cantidad de variedades de manzana que hay, tal vez ruines de tamaño y no muy aparentes pero a cuál más sabrosa, gusano y todo. La manzana asada, o hervida con la salsa, complementaba muchos platos y cumplía la función que más tarde desempeñará la patata, traída de América. Como se sabe, los franceses siguen llamando a la patata «manzana de tierra» y los italianos llaman al tomate «manzana dorada» (pomodoro) porque los primeros tomates que ellos comieron eran más amarillos que rojos.

Una criada vieja, vestida con amplias haldas negras, llena escudillas, que van pasando de mano en mano. La parte de arriba se sorbe directamente con fragor y delectación; la de abajo, más sólida, se toma con cuchara de madera artísticamente decorada, cada cual la suya, pero a veces también se suministra una cuchara por cada dos comensales. Llega el segundo, que es de carne guisada o asada. Hoy es Carnaval, día de mucho regocijo antes de entrar en las estrechuras de la Cuaresma, y se come carne fresca, recién muerta, pero en la mesa de don Vimara se consume de ordinario carne salada, ahumada o conservada en manteca y hasta, si no hay más remedio, coriáceo tasajo que hay que hervir previamente para que se deje hincar el diente. Por eso a los señores les gusta tanto la caza y la montería, que de vez en cuando les asegura un suministro de carne fresca. También les gusta a los villanos y hay bastantes furtivos, pero a los que atrapan pueden ahorcarlos o por lo menos cortarles las orejas o las narices, según la importancia de la pieza hurtada o el humor del señor. Delante de don Vimara dos criados han depositado una gran artesa de carne. Se sirven tajadas a los comensales comenzando por los de mayor categoría. Hace las veces de tajador una tabla o una gruesa rebanada de pan que empapa la salsa. A veces la carne no está cortada y los comensales trinchan sus raciones de la pieza central y luego la trocean en porciones pequeñas sobre el tajador. Cada comensal usa su cuchillo, puntiagudo, que es también un arma. Como los condes son gente de buena crianza, usan sólo los tres primeros dedos de la mano derecha. Es una norma de educación internacional. La abadesa de los Cuentos de Canterbury de Chaucer, que era muy remilgada, cuidaba de comer sólo con esos tres dedos. Todavía este uso perdura en ciertos países islámicos: comer con la derecha y reservar la izquierda para limpiarse el trasero, con perdón. Con distinto motivo, las normas de etiqueta inglesas (ese estupendo sustituto de los manjares) aconsejan mantener la mano izquierda en el regazo, fuera de la mesa, siempre que no se está utilizando.

Cuando tienen los dedos muy pringosos, los condes se los limpian en miga de pan o en el aguamanil que circula por la mesa después de cada plato.

El conde bendice el pan, un pan ácimo, grande, redondo, sólido, bien sentado, cocido en horno de leña. Lo sostiene contra el pecho y va cortando gruesas rebanadas que servirán a los comensales de tajaderos donde apoyar la vianda. Estos zoquetes, empapados con la grasa y los jugos de la carne, con toda su carga sabrosa y nutricia, se dan a veces en limosna a los pobres.

Al asado le va bien el vino áspero y honrado que producen las viñas de la región. Creen don Vimara y los hombres de su tiempo que el vino frío es dañino; por eso, en lo crudo del invierno, lo atemperan con agua caliente o, si no es de mucha graduación y no conviene aguarlo, lo calientan introduciendo en la jarra un hierro candente.

Hecha la colación, el conde y sus allegados se levantan, dejando la mesa y sus contornos como si hubieran comido cerdos.

Al otro lado del valle, el siervo Antón ha concluido su jornada a la puesta de sol y regresa a su humilde morada. Es una choza de paredes de barro y techo de paja, desprovista de ventanas, sin más ventilación que la que procuran la puerta abierta y el hueco del cobertizo adyacente. En el centro de la habitación, cuyo suelo es de tierra pisada, distinguimos un círculo de losas algo rebajado, el lar, en el que arde un mediano chisco de retamas y granzas sobre el que la mujer de Antón prepara la cena. A falta de chimenea, el humo se filtra y escapa al exterior a través de la paja del techo. El hogar central sirve, además, para caldear y alumbrar la estancia. No hay muebles, tan sólo un par de toscos bancos y poyos bajo corridos a lo largo de las paredes que sirven de asiento y cama. Como la comarca es fría, las vacas y los bueyes pasan el invierno en las chozas de sus cuidadores, en un cobertizo habilitado a un nivel algo más bajo y convenientemente drenado. La proximidad de los animales y la fermentación del estiércol desprende un calor que suplementa el del insuficiente lar central. En la choza de Antón el hedor es insoportable, pero las vacas no tienen otra opción: o convivir con el cuidador y los suyos o dormir al raso.