A la caída del imperio almohade, los cristianos arremetieron contra al-Andalus y dieron con él en tierra.
Los aragoneses conquistaron Mallorca y Levante; los leoneses, Mérida y Badajoz; y los castellanos se llevaron la gran tajada, más de media Andalucía y Murcia. Del cataclismo sólo se salvó el reino de Granada cuyo fundador, Alhamar de Arjona, escapó por los pelos haciéndose vasallo del rey de Castilla. Gracias a esta maniobra, Granada mantuvo su independencia durante dos siglos y medio, aunque con muchos sobresaltos, hasta su definitiva conquista por los Reyes Católicos.
Para subsistir tanto tiempo entre Castilla y el Magreb (donde seguían sucediéndose los fundamentalismos), Granada tuvo que hilar muy fino en la alta política. Este eclecticismo nazarí también se reflejó en su cocina.
La cocina nazarí fue rica y variada, como correspondía a una próspera ciudad rodeada de una fértil vega y de un reino tan variado climáticamente que en una jornada se pasa de la nieve al trópico, lo que permite gran diversidad de cultivos. Los granadinos eran muy aficionados a las verduras: escarolas, bledos, espinacas, zanahorias, cebollas, ajos, espárragos, berenjenas, pepinos… Para sazonar tantos platos verdes, cada huerto disponía de sus semilleros de especias: cominos, alcaravea, ajenuz, mastuerzo, hinojo, anís silvestre, cilantro, mostaza, hierbabuena, perejil y más. El garum de pescado, definitivamente olvidado, fue sustituido por el de cereal (cebada molida envuelta en hojas de cabrahígo y fermentada al sol). Era costumbre añadir a cualquier estofado de verduras un puñado de piñones y otro de pasas. Pero no sólo de verduras vive el moro. De Sudán, junto con el oro para pagar los tributos a Castilla, Granada recibió el alcuzcuz en su formulación más elaborada, o sea una pasta de harina y miel cocidas al vapor hasta formar grumos consistentes.
Este plato era complemento de diversos guisos de carne. Los califas, hechos a las finezas de los salones de la Alhambra, apreciaban sobremanera los manjares blancos, esto es, guisos de corderos lechales, grasos, deshuesados, cortados en trozos menudos y aderezados con cilantro, pimienta, aceite y cebolla. Eso era lo que se comía en la sala de las Dos Hermanas, echados sobre prietos cojines de raso, con una orquestina de músicos ciegos tocando laúdes y zampoñas detrás de la tupida celosía. Pero bajando la cuesta de la Alhambra, donde hoy las morenas de verde luna importunan a los turistas con claveles mustios, en el cuerpo de guardia de la potente Torre de la Justicia, la comida era de más cuerpo y lo que anegaba el olfato era el aroma denso del alhalé: «una carne que hacen los moros para echar en todos los manjares, lo mismo que los cristianos tienen el tocino para echar en la olla; o se come con pan caliente por las mañanas, como mantequilla; o se come en cualquier tiempo y día del año. Se prepara de esta manera: se toma carne de cualquier res y, quitados los huesos, hacen tasajos con sal y pónenlo a enjugar y después de seco hácenlo tajadas y lo cuecen y cocido le echan sebo para freír y después de frito derriten el sebo y todo junto lo echan en una vasija, y allí se hiela y lo guardan para comer todo el año». Es decir, lomo de orza pero con carnero o vaca para los mocetones robustos que ejercitaban con la espada y la maza vestidos con pesadas cotas, a usanza cristiana. En los cubiletes lo que parecía vino era un jarabe de uvas, higos o dátiles cocidos, el rubb o arrope, el viejo comodín de la cocina andalusí, que lo mismo endulzaba postres en sustitución de la miel, que se bebía mezclado con agua. Muy sano y sin pizca de alcohol.
Cuando el sol brilla en las laderas nevadas del Mulhacén, desde la azotea de la Torre de los Siete Suelos, a la que el almuecín sube resollando para la oración del mediodía, se ve ascender el humo de los hornillos desde los patios recoletos de la ciudad blanca, entre manchas de emparrados y verticales cipreses. Los mercaderes del zoco, cuya prosperidad es la de Granada, almuerzan el méchoui, cordero asado a la brasa rociado con manteca salada y salpimentado; los modestos artesanos, tundidores, batihojas, sastres y demás gente menuda comen la sajina, potaje de verduras variadas (espinacas, cardos, borrajas) espesado con harina; otros, puré de habas o garbanzos, también estofados de carne o grasa, aceite, vinagre, ajo, cebolla, comino y azafrán. (Ya casi cocida se añaden nabos, berenjena o calabaza); otro plato, alboronía, guisado de berenjena, cebolla, ajo y calabaza, y no faltan los que dan cuenta de pescados en escabeche o de arroces coloreados con cúrcuma.
Los postres también saben de clases sociales. Los hay que se deleitan con el alajú de miel y pasta de almendras, nueces o piñones y pan rallado tostado. Otros ponen en la fuente rebanadas de alfajor magrebí, almendras peladas y azúcar fino a partes iguales, o incluso un mazapán oleoso, pesado como un ladrillo. Eso los que pueden, que los más se conforman con un puñado de higos.
El reino nazarí tenía una costa dilatada con buenas pesquerías. El más apreciado era la anguila, pero también se consumía mucha pescadilla, merluza, sardina, mujol, salmonete, bonito, atún, además de las especies fluviales o propias de desembocadura, como trucha, cangrejo, salmón, caballa, arenque y esturión. El pescado se cocinaba igual que la carne, asado en brochetas o hervido, con salsas muy condimentadas (garum, cilantro, ajo, canela, jengibre) o en albóndigas, empanadas y croquetas. Hubo incluso salchichas de pescado y pasteles de pescado hervido amasado con harina de trigo y aromatizado con pimienta, cilantro y menta. Se les daba forma de pez antes de rebozarlos y a la sartén. El higo, más que la granada, era la fruta nazarí por excelencia. A pesar de las talas de los cristianos, la higuera persistía en todas las lindes con sus golosas brevas y sus dos estirpes de higos, los goties o godos y los xaaries. Algunas higueras pertenecían a dos o más dueños.
En los zocos y las plazas, los bodegoneros pregonaban su mercancía para los muchos que no comían en casa, por comodidad o por falta de posibles.
Por un precio módico podían adquirirse empanadas de carne de pichón y almendras, al corte, en porciones calentitas y crujientes, servidas sobre hojas de higuera. Todo aquello terminó con el largo cerco que impusieron los Reyes Católicos, con la larga agonía de Granada, perdiendo sus granos uno a uno entre truenos de bombardas e incendios y talas en la Vega, rotas las acequias y la ciudad ya sin trigo y sin futuro, comiendo gachas de mijo y mazamorra amasadas con lágrimas.