En el año 711 los moros cruzaron el Estrecho, desembarcaron en Algeciras y se apoderaron de España. No podemos descartar —a priori— que entre los expedicionarios viajara algún goloso gastronómada deseoso de indagar condumios inéditos allende los mares; pero, en conjunto, las insuficientes fuentes históricas sólo autorizan a suponer que la conquista obedeció al más prosaico e innoble de los estímulos: la codicia de los bienes ajenos, ese constante motor de la historia.
Los conquistadores eran gentes de pocos estudios y los narradores de historias de los zocos magrebíes les habían calentado la cabeza con cuentos de los tesoros que iban a encontrar al otro lado del Estrecho.
Oro encontraron poco, pero en cualquier caso, ellos se quedaron con las fértiles tierras de pan, con las huertas regadas por cristalinos arroyos, con los frescos jardines y los espesos bosques, es decir, el trigo, los higos, los zorzales y los ciervos. Eran devotos de Alá y anhelaban extender el Islam, sí, pero también querían sacar el vientre de mal año, porque con los jeques árabes y los ulemas venía mucho moro muerto de hambre y mucho bereber que había olvidado lo que era comer caliente.
Así fue como España se convirtió en la más distante provincia del califato de Damasco. Volvía a ser la lejana colonia occidental de un gran imperio, tan extenso como el romano. En un principio, los invasores sólo aportaron la ruda cocina castrense que corresponde a un ejército en marcha.
No eran nada exquisitos. Comían lo que les venía a mano, muchas gachas del cereal mal molido y carne asada en la hoguera campamental, lo que no es desprecio, porque darle su punto al asado es la ciencia más complicada que tienen los fogones. Hasta es posible que conocieran el truco de agregar retama de romero a las ascuas para aromatizar los solomillos. Ingenio no les faltaba. A falta de hornos de campaña se las arreglaban para cocer pan con masa de trigo fermentado, el jubz al-malla, que horneaban con el rescoldo de las hogueras en un hoyo excavado en el suelo.
La mayoría de los recién llegados se emparejaron con mujeres del país y no tuvieron más opción que acatar la cocina indígena. Por otra parte, no sumaban más de cien mil, una exigua minoría si los comparamos con los cuatro millones de godos e hispanorromanos que poblaban la península.
La principal novedad culinaria que aportaba el Islam era la prohibición coránica de comer cerdo y beber vino.
Al principio, la población autóctona se convirtió casi masivamente al Islam; esto perjudicó algo al viñedo y a la cabaña porcina pero a poco la añoranza de antiguas cuchipandas hizo flaquear la débilmente arraigada fe y los hispanos tornaron, con renovados bríos, a la antigua devoción del churrasco porcino y la jarra de añejo, tan vedados por el Corán. Y como eran mayoría, en su pecado arrastraron a buena parte de la minoría conquistadora. En efecto, los musulmanes extranjeros que visitaban España no tardaban en escandalizarse de la permisividad de las autoridades en lo tocante al consumo del vino. En torno a la populosa y próspera Córdoba, capital de la provincia y luego de la nación, la aristocracia árabe se había construido quintas de recreo donde pasaban las cálidas noches en tertulias poéticas, mientras agraciados efebos de ojos pintados y largas pestañas les escanciaban el prohibido licor. De hecho, la alabanza del vino o la de los ojos garzos del copero que lo escancia se convirtió en uno de los lugares comunes de la poesía andalusí.
Hasta la mujer ideal se metaforizaba en vino. Véase como canta la belleza de la amada el príncipe omeya Taliq:
«El vaso lleno de rojo néctar era, entre sus dedos blancos, como un crepúsculo amanecido encima de una aurora». Labia no les faltaba.
El lector poco avisado que frecuente estos poemas sacará la impresión de que los moros españoles eran unos borrachuzos. Quizá sea un juicio excesivo, pero es evidente que disfrutaron del vino doblemente, por sí mismo y por el placer añadido de transgredir un mandamiento de su Iglesia. No obstante, como había que guardar las formas, se procuraba que los bodegueros de Segunda (el mercado estatal a las afueras de Córdoba) fueran mozárabes, es decir, cristianos. Y las mejores bodegas estaban en conventos cristianos adonde acudían los musulmanes a beber o adquirir los caldos. En cualquier caso, los jueces cordobeses eran tolerantes y siempre podían alegar, sin salirse de Derecho, que el Profeta había sido bastante impreciso en lo referente al castigo del bebedor. Para remediar esa laguna, el califa Abu Bakr, un abstemio malhumorado, había decretado que los borrachos recibieran ochenta azotes, pero eso fue en Oriente y en otro tiempo.
Desde la perfumada lejanía de los jardines de Córdoba, tamaño castigo parecía bárbaro y excesivo.
Muchas bebidas tenían el vino como base, y en las zonas rurales donde éste escaseaba los campesinos se alegraban con hidromiel, como en los tiempos prerromanos. También se consumían grandes cantidades de arrope o rubb, es decir, mosto concentrado por cocción, a partir del cual se elaboraban algunos licores, entre ellos el jamguri aromatizado con especias y mostaza, con canela, naranja y anís.
Otro mosto popular se adobaba con la cocción lenta de miel, harina, almendra molida y peladuras de cítricos.
Asimismo había horchatas de almendra y de avena o avenata. Otros, simplemente bebían agua, a veces perfumada con azahar.
Los jarabes y las bebidas no alcohólicas, cuyas acreditadas recetas (de origen persa, romano o bizantino) llegaban de Bagdad o Egipto, eran exquisitos, pero el vino seguía siendo el vino. La pervivencia de la cocina del cerdo y el vino mozárabe realizó un eficaz apostolado en la recuperación de muchos muladíes, o antiguos cristianos conversos al Islam, al seno de la fe de sus mayores. Eso sin menospreciar las otras recetas mozárabes tradicionales. La crónica de al-Himyari silencia, pero nosotros remediaremos su marra, que el rebelde Ibn Hafsun, de regreso de la expedición contra Murcia, cuando subió a Bobastro, «el castillo inaccesible, sobre un cerro peñascoso y aislado, dotado de muchas casas, iglesias y acueductos» donde el caudillo rebelde tenía su guarida y la capital de su reino rebelde, encontró que uno de sus lugartenientes, un tal Ibn Sanchuelo, le había talado un almendro porque estorbaba la vista de uno de los barrancos por donde podía venir el enemigo. Ibn Hafsun montó en cólera, que era hombre de muy malos prontos y, empalmando la navaja, quería capar en el acto al infractor.
Intercedió, ululante, la esposa del desdichado («que si me lo desgracias, me arrancaré los ojos porque otra prenda no tiene el pobrecillo, maldito el día en que me parió mi madre»), con mucha llantera y arañar de pechos, hasta que algunos prudentes capitanes, conmovidos por tanta devoción conyugal, recomendaron clemencia al caudillo y le hicieron notar que cuándo se ha visto que talar un árbol sea un delito en este país y que qué más da un almendro más o menos, y más tratándose de aquél, que era amargo y de ningún provecho. Y fue al oír lo de amargo cuando Ibn Hafsun, lejos de calmarse, redobló su ira y hasta hubo que sujetarlo. Pero cuando se sosegó, perdonó al reo y comunicó a la asamblea su secreto para que en lo sucesivo nadie osara talar un almendro amargo: «Creyentes —dijo—, el punto del ajoblanco que yo hago, que por algo tengo fama de ser el mejor ajero de la comarca, me lo da que majo una almendra amarga con el puñado de almendras dulces». Esta revelación sobre la reputada salsa mozárabe dio pie para que los proscritos de Bobastro se enzarzaran en la discusión de la legítima receta del ajoblanco, y el caudillo rebelde, con la autoridad del cargo y el carisma que tenía, dio la suya que, de entonces en adelante, quedó tan canónica que las otras se han olvidado por respeto a su memoria. Allá va:
Se majan en el almirez un puñado de almendras peladas (una de ellas amarga como queda dicho), junto con tres dientes de ajo, dos rebanaditas de pan sin corteza, aceite, vinagre, sal y dos o tres granos de pimienta. La masa resultante es el ajillo cabañil que acompaña muy bien al asado de choto, pero si no hay choto, como acaece las más de las veces, no se pone pimienta y la porra resultante del majado se diluye en agua fresca del pozo y se sopa menudamente con miga de pan candeal. Éste es el ajoblanco que, acompañado de huevos cocidos, es comida muy refrescante para las noches de verano, aunque luego, de madrugada, pide agua y hay que darle un tiento al botijo, sintiendo salpicar el agua fresca en la boca, los ojos entrecerrados bajo el emparrado tachonado de uvas tibias y estrellas frías. En pos de la morisma militar, gente morena y jineta, oliendo a bosta y sudor añejo, llegó el funcionariado damasceno y bagdadí, pimpollos rubios azafranados, túnicas de seda bordada y barbitas perfumadas, que se hicieron cargo de la administración de la nueva provincia. La influencia oriental se hizo más patente. De Bagdad llegó un tal Ziryab, un beau Brummel con turbante que se convirtió en árbitro de la elegancia de la corte cordobesa. El bagdadí aportaba una cultura refinada, quizá también algo esnob, que incluía, junto a las nuevas formas de componer poesía, de vestir y de relacionarse socialmente, normas gastronómicas e inéditas recetas, entre ellas la del cordero con albaricoque, cuya acidez dulzona combina bien con la carne. No tardó en surgir una generación de exigentes gastrónomos locales, entre ellos el caíd Ibn Yabqa Ibn Zaik, que estableció el orden en que los manjares deben ser representados, a saber, primero la sopa o el potaje, después la carne y las aves y finalmente los dulces. También se fijó el número ideal de comensales. Si en Roma oscilaba entre tres y diez («Ni más que las Musas, ni menos que las Gracias»), Abu Nuwas mantuvo el número mínimo pero redujo el máximo a cinco («Menos de tres es soledad y más de cinco es el bazar»).
La mesa elegante se vestía con un mantel de cordobán fino, el vino se servía en copas de cristal transparente (sólo los nuevos ricos horteras seguían utilizando cálices de oro o plata que dificultaban la contemplación de las delicadas tonalidades de un buen caldo). En la opulenta sociedad cordobesa se reprodujeron famosos banquetes, en los que no faltaron hígados de patos cebados con ajonjolí y gachas de harina. No envidiaban la abundancia de los de la antigua Roma.
La cocina andalusí, incluso en los platos de carne, usaba poca sal y mucha miel, así como carne picada sazonada con especias. El carnero o la oveja se horneaban refregados con una mezcla de aceite, miel, almendras picadas y especias; el pollo se hervía en agua y vinagre y se servía cubierto de una salsa de garum, cebolla, especias y miel. A menudo se agregaban castañas a los rellenos y a las salsas y los purés. Se comía con deleite y aprovechamiento. En un entorno tan amable y civilizado fue inevitable que renacieran instituciones tan entrañables como la del parásito o gorrón. En el libro al-Iqd al-Farid de Ahmad b. Abd Rabbihi (Córdoba, 867-940) leemos:
«Entre las costumbres censurables se encuentra la de la gorronería, que consiste en apuntarse al convite al que uno no ha sido invitado». La primera especie de gorrón, del que todos toman nombre, es el gorrón del banquete de bodas. Uno de éstos decía a sus colegas: _«Cuando uno de vosotros entre a un banquete de bodas, no debe mirar a un lado y a otro dudando; antes bien debe escoger inmediatamente el lugar donde va a sentarse. Si hay en el convite muchos comensales, que pase y no se quede mirando a la gente, para que la familia de la mujer crea que es pariente del novio y éste piense que es uno de los invitados de la novia. Si hubiera en la entrada un portero grosero e insolente, comience al punto por él, ordenándole o prohibiéndole algo, sin enfadarse, sino entre buenos consejos y educados modales (…)». Hay un dicho célebre entre los gorrones: «No hay en la tierra madera más noble que la del bastón de Moisés, la del púlpito del califa y la de la mesa del comedor».
Otro gorrón célebre llevaba grabada en el anillo esta sentencia: «La avaricia es una maldición, lo cual es el colmo de la gorronería».
En ocasiones los gorrones sufrían contratiempos. En 797, mandando el tercer emir, estalló una rebelión en Toledo, la conocida como «la jornada del Foso» (797), por la forma no exenta de violencia con que al-Hakam I la sofocó. Conocedor el emir de que la gente de este país es capaz de correr cualquier riesgo con tal de comer en balde (un indeleble rasgo del carácter hispano que sobrevive a siglos y culturas y prueba, junto con otros, nuestra fundamental identidad por encima de clases sociales y autonomías), atrajo al alcázar a los prohombres de la ciudad con el señuelo de un banquete, que, en realidad, ocultaba una trampa. «Los verdugos —escribe el cronista— se colocaron al borde del foso e iban degollando a los invitados conforme entraban, hasta que el número de ejecutados ascendió a más de cinco mil trescientos. La voz de alarma la dio un avisado de los que acuden adonde se da un banquete aunque no puedan entrar. Viendo el vapor de la sangre que ascendía por encima de los muros, barruntó la causa y gritó: ¡Toledanos: es la espada, voto a Dios, lo que causa ese vapor y no el humo de las cocinas!». A pesar de éstos y otros contratiempos, al-Andalus fue un país próspero, especialmente en los primeros tiempos, mientras el ejército califal mantuvo acogotados a los cristianos del Norte, que se las veían y deseaban para reunir los tributos que les exigía el moro. No obstante, nunca llegaron a atar los perros con longanizas y siempre abundaron más las mesas pobres que ricas.
Los musulmanes a menudo comían en la calle, en los puestos de comida de zocos y mentideros. No había mucha variedad en tales establecimientos, pero sí la suficiente para alargar un tolerable menú del día hasta donde llegara la bolsa: una taza de sopa, un plato de guiso sencillo, cabezas de cordero asadas, pinchitos de vísceras, tripas y carne de segunda, albóndigas, salchichas picantes (mirgas), pescaíto frito, tortas de queso o almojábanas, buñuelos con miel… todo aquello calentito, confeccionado a la vista del público. Aparte de consumir gollerías que raramente compraba para la familia, el musulmán que comía en la calle tenía otra razón para hacerlo: la vivienda musulmana de la clase humilde era muy reducida, apenas dos o tres habitaciones mínimas en torno a un sucinto patinillo. En total, menos metros cuadrados que un apartamento moderno. No quedaba espacio para la cocina. El utillaje se reducía a media docena de cacharros y una hornilla portátil de barro, donde quemaban astillas, piñas caídas, boñigas secas, todo lo quemable, que se instalaba en el patio o en la calle. Sólo en los palacios y las quintas de recreo había cocinas bien equipadas con sus fogones de mampostería y sus hornos de ladrillo, casi siempre alimentados por carbón de encina.
Los que comían en casa lo hacían sentados a la morisca, sobre cojines o esteras, en torno a mesas poco elevadas. El único cubierto era la cuchara, generalmente de madera. La carne llegaba ya cortada en porciones que pudieran tomarse con dos o tres dedos y la sopa se servía en tazones de loza. En cualquier caso las comidas familiares eran raras. Normalmente el padre comía primero, y lo hacía solo, escogiendo, si lo deseaba, los mejores bocados; a continuación comían los hijos varones y finalmente las mujeres de la casa.
Los hispanorromanos convertidos al Islam prolongaron la cocina romana del vino y la miel. La miel, en cuya producción destacaron Jaén, Sevilla, Coria y Vélez Rubio, sólo cedería su importancia a partir del siglo X, cuando el cultivo de la caña de azúcar, una planta procedente de las riberas del Nilo, se extendiera por Almuñécar y su costa. En cuanto al vino, que hasta entonces había sido uno de los más firmes estímulos de la cocina indígena (y a menudo también del cocinero), tuvo que disfrazarse para mantener su puesto entre los pucheros islámicos. Unas veces pasó como jugo de uvas en agraz, ideal para elaborar salsas agridulces, y otras como vinagre, uno más entre los diversos vinagres que ilustran la cocina islámica (de pepino, de limón, de chalote), a menudo equilibrados con el de uva. Los adobos de vinagre se aromatizaban con los avíos y especias tradicionales: ajo, cebolla, cilantro, pimienta e incluso el inevitable garum, la famosa salsa romana, ahora denominado morri. No obstante, la paulatina decadencia del garum y su eventual desaparición dejaría el campo libre a la pimienta que todavía señorea nuestras mesas. La pimienta estaba presente en todos los guisos de carne y la nuez moscada prácticamente aromatizaba la carne y todo lo demás: quesos, leche, salsas, dulces, verduras. A pesar de las más fluidas relaciones con Oriente, la pimienta y la nuez moscada no se abarataron. En el siglo XII medio kilo escaso de nuez moscada valía lo mismo que tres ovejas o un buey. No fue el garum lo único que decayó. El consumo de algunas verduras antes esenciales, como la col y la lechuga, decreció en favor de los cardos, las alcachofas, el pepino y la berenjena. Con todo, la base de la cocina continuaba siendo el cereal. La comida de los humildes se basaba en las gachas de harina o legumbres a las que, cuando podían, añadían algo de carne o despojos.
Los cereales andalusíes eran muy variados. En las tierras cálidas del sur se cultivaban el trigo y la cebada; en las frías, más al norte, el centeno, el sorgo o zahína, y el mijo.
Perduraban los enormes trigales romanos de Écija, Carmona, Úbeda y La Mancha, cuyos barbechos rotatorios alimentaban también una próspera ganadería lanar, pero a pesar de todo, en los siglos X-XI hubo que importar trigo del Magreb. La industria harinera alcanzó gran desarrollo: todavía causan admiración las ruinas de potentes molinos hidráulicos en los márgenes del Guadalquivir a su paso por Córdoba. Incluso se construyeron prácticos molinos flotantes, sobre balsas, que podían situarse a lo largo del río allá donde hacían falta. Dependiendo de los lugares y de las clases sociales se consumían panes de diversa calidad, a veces con añadidos de comino, uvas pasas, nueces, azafrán y otros productos. El pan de cebada, moreno y pesado, de laboriosa digestión, era propio de las clases humildes, mientras que las acomodadas consumían el de trigo candeal, pero en épocas de hambruna y escasez se panificaba cualquier cosa que pudiese reducirse a harina: mijo, alubias, habas, arroz… incluso garbanzos y bellotas.
En las ciudades las familias pudientes amasaban el pan en casa, pero casi siempre lo cocían en los hornos públicos, como en tiempos de Roma.
El panadero se quedaba con una porción de masa en pago de sus servicios (un puñado de pan aproximadamente), la poya —con «y»— con la que se preparaba bollos o pastelillos se vendía por su cuenta. Este gaje del horno público ha perdurado hasta bien entrado el siglo XIX. En Jaén todavía queda memoria de un hornero de Los Caños apodado Poyagorda, y mucha gente cree que el título alude al cumplido calibre de su credencial masculina, cuando en realidad se refiere a las abusivas poyas que detraía del pan.
Ya que salió Jaén, el olivarero, diremos que, al igual que el trigal, el olivar romano también se mantuvo en Jaén, en Córdoba, en el Aljarafe sevillano, en Toledo y en Valencia hasta el punto de que se producían excedentes de aceite, que se exportaban a diversos países mediterráneos. Había tres calidades de aceite: el de la primera trituración y decantación, llamado «aceite de agua»; el de la prensa o «aceite de almazara», y el de segundo prensado después de regarlo con agua hirviendo o «aceite cocido». De la confluencia del pan y el aceite surgía el plato más sencillo y nutritivo de nuestra cocina, el paniaceite. Combina maravillosamente con manzanas agrias y, regado con miel o espolvoreado de azúcar, se transforma en exquisita golosina. Otro plato sencillo pero sabroso, que daba de comer caliente incluso a los más pobres, eran las sopas de pan, con caldo de carne o, por lo menos, algo de manteca rancia y legumbres. En este puchero graso y espeso el toque fundamental lo da un chorrito de vinagre que neutraliza la grasa, como en la sopa de cocido.
Junto al cereal, el hispanomusulmán se alimentaba de garbanzos y lentejas y, en menor medida, de habas y altramuces. El garbanzo, esa socorrida carne del pobre, se presentaba en tres especies: la negra, la blanca y la roja. «Todos ellos engendran ventosidades y son productivos de esperma, por lo que incitan a fornicar», precisa un texto médico de la época. Sin embargo, entraba en el alcuzcuz y en la sopa jarira del Ramadán. Un guiso de garbanzos popular consistía en macerar tacos de carne de carnero en un escabeche de agua, aceite, vinagre y especias y, al cabo de unas horas, ponerlo a hervir a fuego lento con garbanzos remojados. Media hora antes de retirar el guiso del fuego se le añadía un majado de ajo, alcaravea, pimienta y cilantro.
Las lentejas admitían el mismo tratamiento, con los consabidos dados de carnero, pero se adobaban con cebolla, comino y tamarindo.
Por su parte, las habas se consumían verdes, guisadas o fritas en temporada; el resto del año, ya secas y despojadas del indigesto hollejo, en forma de potajes y purés. Eran buen acompañamiento para platos de cordero.
¿Y el benemérito cerdo? El cochino, ese tótem sagrado de las Españas, el rey indiscutible de la mesa hispanorromana, sufrió con paciencia la persecución de que le hizo objeto la nueva religión y se vio degradado al nivel de los animales inmundos. No por mucho tiempo, ciertamente, que enseguida se impuso la sensatez y el cochino fue rehabilitado y volvió por sus fueros, más pujante que nunca. Al principio, su consumo estuvo restringido al mozárabe y al vergonzante renegado que lo añoraba, pero después, la lógica nos obliga a sospecharlo, una creciente legión de devotos musulmanes debió de convertirse al cerdo. Ibn Yudan, el patriarca de los Nasr de Badajoz, tenía un amigo mozárabe, criador de caballos en la sierra de Aracena, que todos los años le regalaba varios jamones. No consta documentalmente, pero es razonable imaginar a Ibn Yudan deslizándose en el sopor de la siesta por los umbríos corredores de su palacio, toda la casa dormida, para acceder, a través de no sé qué simuladas puertas de engrasados goznes, abriendo candados, hasta la recóndita alacena, santuario clandestino del suculento pernil curado, al que tendría que pagar, como mínimo, la canónica visita diaria que reclama la renovación del corte, lo mismo que oraba cinco veces mirando a La Meca.
¡Con qué trémula emoción levantaría el gastrónomo islámico el cumplido velo de lino crudo que preservaba el amado jamón de los insectos y sabandijas! ¡Con qué unción retiraría, con dos dedos, la sutil laminilla de tocino que mantiene el corte fresco y aceitado! ¡Oh, clandestino jamón andalusí doblemente gustoso en el secreto de la alta buhardilla, tras la tupida celosía que da al silencioso patio perfumado de mirto y arrayán, el patio recoleto donde mana la clara fuente trasunto del Paraíso! Si el jamón, por más que lo exija la lógica, no consta documentalmente (y no nos duelen prendas al reconocerlo), otra cosa es lo referente al mantecoso cordero. Las gulas públicas del musulmán pudiente se extendían al cordero asado, al choto frito, al carnero y a la cabra hervida, sin olvidar las cuatro joyas plumadas que adornan la extensa volatería califal (el francolí, la perdiz, la tórtola y la paloma) y, sobre ellas, presidiendo la corte plumada y colorista, inquieta y diminuta, la pizpireta y entrañable gallina y la oscilante majestad del sabroso pato. ¿Cómo no añorar a las gallinas y pollos andalusíes, aquellas castas autóctonas cruzadas con la sangre de Oriente, que admitían, ellos solos, un sinfín de preparaciones tan bizarras como el sugerente pollo cocinado en sirope de manzanas ácidas y especiado con azúcar, canela y jengibre? Aves aparte, en la mesa andalusí los estofados de carne se tomaban muy condimentados, quizá para disimular el regusto a sebo rancio que caracterizaba al carnero. Había muy buen mercado de especias relativamente frescas, fruto de las excelentes comunicaciones con Oriente. Las más empleadas eran la pimienta, el clavo y el azafrán, pero el que se fiara de los especieros podía comprar también las mezclas preparadas, que eran el comodín de muchos guisos. Una de las más populares era el garam masala, que el lector puede reproducir sin problema en la comodidad de su hogar con sólo echar en el broncíneo almirez una medida de semillas de cardamomo, media de canela en rama, media de comino, media de clavo y la mitad de un cuarto de nuez moscada. Se mezclan y se majan hasta que se reduzcan a polvo fino. Bien tapadas, en bote de cristal, sirven de una vez para otra sin perder el aroma.
Abd Allah, el último rey zirí de Granada, se consoló de la pérdida de Toledo metiéndose entre pecho y espalda una olla del famoso plato jamali, que preparaba como nadie un cocinero etíope de su visir Simaya. En el plato jamali los trozos de vaca o cordero, del tamaño de una nuez chica, se maceran en una salsa de aceite, vinagre, garum, comino, cilantro y pimienta. A todo esto se añaden hojas de cedro y un majado de almendras y se cuece a fuego lento. A última hora se agregan huevos batidos y una pizca de azafrán y canela. Se presenta dorado y escaso de salsa.
La cocina de los pobres, para los que la pimienta y las otras especias orientales seguían siendo prohibidas, se conformaba con las honradas especias y hierbas del país: ajo, laurel, perejil, hinojo, hierbabuena, tomillo, romero y azafrán de Valencia, Córdoba o Toledo. Como todavía no había llegado la patata (que vendría de América), las carnes se acompañaban con nabos, zanahorias y manzanas, siempre hervidos aparte, con nueces y miel. Sin fundamento alguno, pero con gran consuelo de los ingredientes sexuales necesitados de placebo, los nabos y zanahorias también se consumían solos. En rodajas, fritos con un poco de aceite y aderezados con un aliño de vinagre, ajo y alcaravea.
El pescado no contaba con tantos aficionados como la carne. No obstante ya funcionaban en el Estrecho las portentosas almadrabas del atún, esos mortales rediles, armados de flotadores en un extremo y de lastre en el otro, que atrapan bandadas de rozagantes atunes en su anual emigración de primavera entre el Atlántico y el Mediterráneo. El descuidado atún, gordo y satisfecho como un canónigo, se ve de pronto atrapado en un sangriento ruedo de barcas y es masacrado por los fornidos matarifes armados de garfios, palos y cuchillas, en una orgía de sangre y atónitos ojos.
El atún, en conserva o salado, formaba parte de una serie de guisos junto con la sardina (seca al sol, salada, ahumada, en aceite), de la que había gran demanda en Córdoba. En cuanto a las leches, con perdón, las más preciadas eran las de cabra y la de camella, que los médicos recomendaban por sus notorias virtudes terapéuticas si se tomaban en ayunas. Las de oveja y vaca se consideraban menos sanas.
Los huertos de al-Andalus producían gran variedad de frutas, pero las más apreciadas eran el higo, la granada y las uvas, tanto frescas como reducidas a jarabes, con los que se aromatizaban las sopas y las salsas y se hacían refrescos. Los árabes mejoraron el bosque nacional aportando variedades desconocidas de algunas especies ya existentes: palmeras procedentes de los oasis del Sahara; almendros del Sudoeste asiático; el castaño del mar Negro y Turquía; higueras de Berbería; el melocotonero llegado de China a través de Irán; el albaricoque, el granado… La naranja amarga llegó en el siglo X; el limonero originario de Persia, en el siglo XII; la lima en el XIII; la naranja valenciana en el XV, hoy desbancada por la naranja guachi (de guachintona o washingtona), que entró en los años cincuenta. Hasta entonces habíamos comido naranja china, pequeña y llena de semillas, ¿se acuerdan? De muchas frutas se obtenían refrescos y zumos. Precisamente la bebida favorita de Abderramán III era la granadina, o sea el jarabe de granada en agua fría. Otras se consumían frescas, secas al sol (cerezas, ciruelas, higos, uvas) o prensadas y curadas en harina (melocotones, ciruelas). También se conservaban en almíbar (envasadas en recipientes de cristal), granadas, manzanas, uvas, bellotas, castañas, calabazas y hasta pepinos.
En realidad, había tantos procedimientos que cada cual consumía la fruta a su gusto. Avicena, el iluminado filósofo y gran follador, gustaba de desayunar higos frescos, a pie de higuera, después de palpar con tres dedos las pancillas negras mientras dictaba su Canon médico, pero también, cuando la producción se venía encima (nos referimos a la de higos) y no daba abasto, exoneraba de trabajo a un escribiente que tenía, de Lecrín, algo bisojo pero muy hábil en culinaria, el cual le acomodaba el resto de la cosecha en arrope, en turrones (secos y espolvoreados de harina), en pan de higo con nueces y almendras, en higos con queso, en pastas, más o menos diluidas, y en jarabes. Ya Roma y Bizancio habían descubierto que el higo combina bien con el hígado y con los riñones. Los andalusíes apreciaban un guisado de higos con hígado de ternera. Y, como en los tiempos paganos, los gansos continuaban cebándose con higos para obtener foie gras.
La manzana, de la que había gran variedad de especies, fue muy usada en culinaria, no sólo como guarnición sino como componente de platos ácidos, y en jarabes y sidra. Y de la mano de la manzana, su primo el membrillo del que se hacía carne, como hoy. Al califato cordobés, después de un siglo glorioso en cuya opulencia progresó la cocina incluso más que el resto de las bellas artes, le llegó la triste e inevitable hora de la decadencia. Como antaño Roma, la brillante al-Andalus quedó en manos de los bárbaros, en su caso los generales bereberes de su ejército mercenario, y se fragmentó en un mosaico de reinecillos independientes, o taifas, que los crecientes reinos cristianos del norte abrumaron a impuestos. Por escapar de aquella tiranía, los andalusíes cayeron bajo el dominio de los sucesivos imperios fundamentalistas norteafricanos, primero los almorávides y luego los almohades, que fue como escapar de la sartén para caer en el fuego.