Los visigodos y otras gentes de churrasco

En el año 409, por la época en que madura la castaña y el hirsuto jabalí hoza bajo el manto de las hojas podridas buscando la sabrosa trufa, los bárbaros invadieron la península Ibérica por la calzada romana de Roncesvalles. Los recién llegados pertenecían a dos pueblos germanos, rubios como la cerveza, suevos y vándalos, pero pisándoles los talones venían los alanos, un pueblo asiático de pelo negro y lacio.

Los bárbaros eran pueblos pastores, gente de a caballo aficionada a la chuleta a la brasa y al lechazo matancero. No le hacían ascos a ningún churrasco, fuera de monte o de corral. Igual trabajaban el ciervo, el venado o el jabalí que el cerdo, la oveja, la vaca, el caballo, el asno, el perro o el camello (por aquel entonces, en España había camellos). Si se veían en aprieto, incluso devoraban carne humana antes que pasar hambre, lo cual, como vamos viendo, ha sido más la regla que la excepción.

La receta básica de la cocina bárbara era la carne asada al espetón o sobre brasas y pasada con algo de pan.

No cargaban con cacharros de cocina, pero conocían las técnicas de salazón y ahumado e incluso algunos de ellos, los francos, cebaban ocas para el goloso mercado itálico. Los bárbaros desconocían el vino, que por algo eran bárbaros, pero se las ingeniaban para fabricar bebidas alcohólicas a partir de las sustancias más peregrinas. Incluso tenían una bebida fermentada a base de saliva.

Una auténtica guarrada, me hago cargo, pero ellos la bebían comunitariamente pasando la copa de mano en mano, con trasiego litronero de babas, y por eso la llamaban kasir o licor de paz. Sin embargo, la bebida más corriente era el hidromiel, seguido de la cerveza, cervisia, generalmente de cebada y también la sidra, socera. No sabemos si la cerveza bárbara se parecería a la antiquísima celia española. Había una variedad llamada corma, que se obtenía remojando germen de trigo para que fermentara y moliéndolo hasta convertirlo en harina fina que, diluida en vino suave, se dejaba fermentar nuevamente. Los rubios llegados del Norte, como todo pueblo en migración, se movían principalmente a impulsos de sus estómagos. No hay más que ver cómo cuidaban la intendencia. Tales desvelos se reflejan en la organización del ejército visigodo, en el que había un furriel general, el erogator annonae.

Al menor fallo en el suministro, el erogator iba con el soplo al rey y éste castigaba al conde a entregar cuatro veces la cantidad de alimentos reclamada.

La invasión del Imperio romano comenzó pacíficamente y terminó en trauma, al menos en España. Los pastores bárbaros devotos del churrasco poco hecho, irrumpieron en los sembrados y huertos de los agricultores hispano romanos, gente pacífica de ensalada y hogaza, y les levantaron las mujeres y la despensa. Sin embargo, a la postre, desde el punto de vista gastronómico, no fue mal maridaje porque las dos dietas se complementaban. Incluso dieron lugar a nuevos platos mixtos tan populares como el picadillo de carne, pescado y verduras denominado minutal.

Los jinetes germanos apenas conocían cereal, fuera de la avena con cuyo grano medio molido se hacían unas papillas nutricias (como el antiguo puls romano) y alimentaban a las monturas con el forraje sobrante. Es posible que a los civilizados hispanorromanos, con varios siglos de latines y cocina a la espalda, los invasores les parecieran gente zafia y, su cocina, basta. Por suerte, no llegaron a conocer a la facción más montaraz de los bárbaros, los hunos de Atila. Éstos comían la carne cruda después de macerarla entre el muslo y el lomo del caballo y sólo los que flojeaban de dientes condescendían a asarla sucintamente en el rescoldo de la hoguera campamental. Éste es el origen del famoso steak tartar, que no es tártaro, porque ya Amiano Marcelino, en el siglo V, lo mencionaba cuando habla de Atila: un picadillo de carne de buey cruda aliñado con mostaza, coñac, tabaco y yemas de huevo, todo sabores fuertes que disfrazan por completo el sabor de la carne y evitan que sepa a lo que es, a carne cruda. Uno se pregunta si sería mejor y menos laborioso dejar el filete en su ser y pasarlo ligeramente por el asador, para que se caramelice por fuera y quede jugoso por dentro. Más natural, dentro de su crudeza, parece el carpaccio y todavía resulta mejor comido a la luz de la luna, en restaurante con velitas, donde no se distinga bien la laminilla cruda bajo el queso y los aliños. Volviendo a los hunos, su bebida no era menos bárbara: leche de yegua fermentada, el kumis, uno de esos extraños yogures de las estepas.

Después de todo los hispanorromanos tuvieron suerte, ya que los bárbaros que se establecieron en su territorio fueron los visigodos, que eran los más refinados. Prueba de ello es que, del mismo modo que abjuraron del arrianismo y abrazaron el catolicismo, no tardaron en abjurar de la manteca y la mantequilla para abrazar el aceite de oliva. San Isidoro, la luminaria de la época, alaba el aceite de oliva español en sus Etimologías y lo declara el mejor para el condimento.

Éstos son los dos cambios esenciales de esta etapa histórica. Aparte de ello decaería algo la pesca ya que, con el recrudecimiento de la piratería, la población retrocedió a montañas defendibles tierra adentro y se dio más a la ganadería de oveja y cabra que al cultivo del cereal. El peligro no remitió hasta el siglo XVIII, primero por los berberiscos y luego por los piratas cristianos. Sólo en el siglo XIX volvieron las poblaciones a acercarse a la costa. Volviendo a los visigodos, Sidonio Apolinar, patricio romano que visitó la corte de Teodorico, daba fe del refinamiento de estos bárbaros: «Encontré en sus comidas la elegancia de Grecia, la abundancia de los galos, la rapidez de Italia, la pompa de una ceremonia pública, unida a la sencillez de una mesa privada. Los manjares no agradan por su precio, sino por el arte como las oblaciones son raras es fácil que se acuse sed, antes que se recuse la embriaguez». Admirable lenguaje diplomático para insinuar que, para el gusto romano, las comidas godas eran sencillitas y escasas de vino.

Los visigodos no tardaron en adoptar muchas costumbres de la sociedad romana, entre ellas el horario de comidas que comenzaba con un desayuno fuerte, ientaculum, seguía con un almuerzo ligero a mediodía, pandrium, y con una merenda a media tarde, para rematar con una buena cena al anochecer, la coena o vesperna, también hacían sus banquetes (comessationes), que amenizaban unos gorrones profesionales doblados en poetas y recitadores, los bardos, cuyo cometido era alabar al señor.

Con la cristianización de la vida pública, muchos banquetes tuvieron que disfrazar su pulsión hedonista bajo el hábito de ágapes o comidas conmemorativas de la Última Cena. Lo mismo ocurrió con los banquetes funerarios que tan fácilmente degeneraban en festines de alegres bebedores. La autoridad competente, presionada por los obispos, los prohibió. Cuando los godos se mezclaron con la población autóctona y se hicieron sedentarios, comenzaron a apreciar las leguminosas y las verduras que daba el país, y hasta se aficionaron a la col blanca, a las habas, a los guisantes y a las lentejas y, por supuesto, a las alubias y a los garbanzos. Esto es lo que acarrea la cultura: tolerancia y diversificación. Tampoco le ponían mala cara a la sabrosa alcachofa y a la deliciosa espinaca cuyo cultivo introdujeron en España, junto con el del lúpulo, tan necesario para la elaboración de una cerveza decente. No obstante, prefirieron dejar la huerta y el cereal en manos de hispanorromanos; mientras ellos se tomaban tan en serio la ganadería extensiva que incluso establecieron guarniciones permanentes en las regiones pastueñas de Castilla la Vieja.

La tradicional división entre ricos y pobres, ahora llamados potentiores y humiliores, se mantuvo y hasta es posible que se acrecentara. Los pobres, cada vez más siervos vinculados al campo, comían principalmente gachas o pulte de harina de mijo o de escaña (humildes cereales que ya durante toda la Edad Media no se apartarían de la escudilla del pobre), con algún añadido de las legumbres que hubiera a mano o de las raíces, hierbas y hojas comestibles que el campo da y el magnánimo señor consiente. Los ricos también se hicieron soperos, pero ilustraban sus gachas de harina de avena, trigo o cebada con tasajo de carne y las llamadas pulmentum. En cuanto al pan, los pobres lo comían oscuro y de baja calidad, el cibarius, y los ricos candeal, blanco o moreno, el siligineus. A los pobres les estaba vedada la caza y la pesca, especialmente los salmones de los ríos, que eran propiedad del conde o el abad. No tenían más especia que el ajo, el tomillo, el laurel, el hinojo y las hierbas del campo, mientras que a las mesas de los ricos continuaron llegando las especias esenciales de la cocina romana, aunque encarecidas por el deterioro del comercio y las comunicaciones que acarreó la caída del imperio. Es revelador que Alarico impusiera a Roma un tributo de tres mil libras de pimienta. La indispensable pimienta tenía que llegar de la India o del Cáucaso, del mismo modo que la canela llegaba de la remota Arabia. Como es natural, no tardaron en aparecer los fraudes alimentarios y comerciantes desaprensivos no vacilaron en falsificar estas especias para atender la demanda de un ávido mercado.