Entre las numerosas costumbres griegas y etruscas que Roma adoptó figuraba la del banquete o convivium, una cena para hombres muy regada de vinos generosos. Los romanos, nuevos ricos que nunca perdieron del todo el pelo de la dehesa, hicieron del banquete una exhibición del poder económico del anfitrión. Y como a menudo este poder económico era inmenso, muchos banquetes romanos resultaron disparatados. El adusto Séneca criticaba a sus conciudadanos acomodados: «vomitan para comer y comen para vomitar y no quieren perder el tiempo en digerir alimentos traídos para ellos desde todas partes del mundo. El castigo de la gula es inmediato —leemos en Juvenal— cuando en el excusado arrojas un pavo entero sin digerir (…). De aquí se siguen las muertes repentinas de viejos sin hacer testamento».
El banquete clásico constaba de aperitivos (gustum o gustatio); unos platos principales (mensa prima o caput cenae), y un postre (mensa secunda). Sobre esta base sólida iban cayendo sucesivas libaciones de vino y licores que prolongaban la sobremesa a lo largo de la joven noche hasta altas horas de la madrugada. En los banquetes más rumbosos, aunque quizá no en los más elegantes, intervenían bufones (derisores), juglares (aretalogi) e incluso bailarinas de varietés que eran, al propio tiempo, prostitutas, las alegres chicas de Cádiz (puellae gaditanae) cuyas canciones eran tan desvergonzadas que no osarán repetirlas las desnudas meretrices.
En los banquetes de cierto nivel había un esclavo (scissor, carptor, structor) que trinchaba la carne y la reducía a trozos del tamaño de un bocado mediano para que el comensal pudiera cogerla con dos o tres dedos, que era lo educado, sin pringarse en exceso. Entre plato y plato, otros esclavos servían aguamaniles para que los comensales se lavaran los dedos. Además, cada cual tenía a su alcance una servilleta de cumplidas proporciones, que no sólo servía para secarse los labios y los dedos, sino también para enjugar el sudor y hasta para sonarse las narices. Por cierto, no se consideraba incorrecto traer la servilleta de casa y envolver en ella las sobras del banquete, si el comensal quería llevárselas. Andando el tiempo se consideró poco elegante concurrir con la servilleta, como un saqueador, y los más refinados prescindieron de ella. Marcial, bromista, señala que un tal Hermógenes «es de los que no llevan servilleta. Pero luego roba el mantel».
El alma del banquete era el vino, que el mundo romano consumía en grandes cantidades. Para nuestro gusto los caldos romanos serían acres, fuertes y con sabor a humo, porque hasta la divulgación de los toneles, en el siglo II, solían envasarlos en ánforas cuyo interior acondicionaban con una mano de hollín de mirra o de pez.
Parte de esta capa pasaba al vino, que tenía que ser filtrado antes de servirse. Es fácil suponer que la calidad dejaba bastante que desear, pues los vinos se agriaban fácilmente. Entonces se bebían especiados con pimienta, hinojo, y hierbas aromáticas que les disimularan el repunte. También era frecuente servirlos calientes y aguados, a la manera griega. A este efecto, en la cabecera del banquete se disponía un recipiente de agua caliente (caldarium). Sin embargo, en verano el vino se refrescaba sumergiéndolo en pozos o cubos de hielo picado, que a veces eran de vidrio (vasa nivaria) y otras veces metálicos (colum nivarium). Por supuesto, nos referimos al vino de los banquetes elegantes. El ciudadano de a pie, mucho menos exigente, tomaba vino peleón, o deuterio, que al menor descuido daba en vinagre. El vino melado (mulsum, aqua mulsa) procedía de un primer mosto endulzado con miel y fermentado en tinajas de barro y aclarado con ceniza, polvo de mármol o resina. A veces se concentraba hasta formar un jarabe que servía como fondo de salsa en diversos platos.
Fue una suerte que los romanos respetaran la honorable institución griega del moderador del banquete, el arbiter bibendi o rex convivii, una persona de respeto que indicaba al copero la proporción de agua y vino que debía servir a cada comensal para mantenerlo, a lo largo de la noche, en su punto de euforia etílica, algo achispado y gracioso, pero sin consentir que se emborrachara. De este modo se evitaba que un aguafiestas con dos copas de más desluciera la reunión con actitudes agresivas o lloriqueos sentimentales. No obstante, muchos comensales se nublaban de tal manera que necesitaban ayuda para ir al retrete. Entonces recurrían a un criado personal, el puer at pedes, cuya función, como su propio nombre indica, era atender a los requerimientos del patrón al pie del triclinio. El anfitrión solía ser un hombre importante (patronus) que invitaba a cenar a sus amigos y a sus protegidos o clientes. A otros no los invitaba pero les enviaba de vez en cuando una cesta de comida (sportula). Invitación y cesta no son sino reminiscencias de la redistribución de alimentos en los tiempos antiguos, en los que el humilde se ponía al servicio del poderoso a cambio de su protección. Con la creciente complejidad de la sociedad romana llegó a ser normal que el invitado llevase a su vez a otro invitado, que permanecía a su lado o sentado a sus pies y recibía el revelador nombre de umbra, sombra. Hay que tener en cuenta que, en el contexto cultural antiguo, el gorrón o parásito es una institución honorable. Ya lo dice Sócrates con gran desparpajo:
«Un hombre honrado va a cenar a la casa de otro hombre honrado sin que le hayan invitado». La pasión romana por apurar los placeres de la vida, el carpe diem, no era más que la resignada aceptación de la brevedad del placer y la insignificancia del hombre abocado al abismo de la muerte. ¿Cómo entender, si no, que en las mesas y divanes de las salas de banquetes se dibujaran o esculpieran esqueletos o calaveras con inscripciones similares a ésta?: «Mírame: bebe y diviértete, porque en esto has de acabar».