En el Lacio, la región donde se encuentra Roma, todavía quedan memorables vestigios de los antiguos higuerales. Cuando Nerón atravesaba estos campos camino de la playa, el paisaje era dominio de la higuera y el ciprés. En las lindes, en los huertos de las casas, detrás de los cementerios, en las encrucijadas de los caminos, en las proximidades de los pozos, las fuentes y los manantiales, por todas partes había higueras de varias castas, unas altas y abiertas, otras bajas y corpudas. Y en los caseríos, cerca del corral, no faltaba una higuera desparramada, en cuyas ramas bajas se retraía a dormir la avícola legión.
Roma producía muchos higos, tantos que no daba abasto a consumirlos en temporada. Los excedentes se secaban al sol o se enharinaban para la despensa del año, lo mismo que se hacía con las aceitunas. Cuando el trigo escaseaba, los higos secos apelmazados en forma de tortas (pan de higo), sustituían al pan.
La segunda fruta de Roma era la manzana, de la que existieron más de veinte variedades, y su prima la pera, de la que hubo más de treinta. Hablo de especies extintas, casi siempre pequeñas, pero fuertes de sabor y olorosas… para qué hurgar la herida si no volveremos a catarlas.
Aparte de manzanas e higos, Roma disfrutaba de una gran variedad de frutas porque la región que la rodea es muy frutera, así como el resto del país. Además de higos, fresas, melones (el postre favorito de Tiberio), nueces, almendras, pistachos y castañas, en los mercados romanos se encontraban dátiles y otras frutas exóticas llegadas desde los cuatro puntos del mundo. El romano era muy amante de los árboles, especialmente de los frutales. Los funcionarios imperiales destacados en lejanas tierras solían enviar a Roma plantones o semillas de árboles desconocidos y suculentos. Para designar tanta fruta exótica no se complicaban la vida: las llamaban manzana de tal lugar y ya está. Por ejemplo, el albaricoque, que venía de China, vía Armenia, se llamó manzana armenia (Malum armeniacum); el melocotón, que procedía de Persia, manzana pérsica (Malum persicum). No todos llegaron al mismo tiempo. Uno de los más madrugadores, el cerezo, fue traído de las costas del mar Negro por Lúculo el año 74 a. C. Tampoco todos tuvieron uso culinario inmediato. El limonero, que llegó a Europa siglos antes de la grandeza de Roma, en la época en que Alejandro Magno conquistó Oriente, tuvo un largo uso medicinal antes de pasar a las cocinas. Curiosamente los romanos no prestaron la misma atención a la naranja (Malum aureum), que llegaría a Europa en el siglo X cuando los árabes la introdujeron en Sicilia, aunque sólo se divulgó después de las Cruzadas.
Los ciruelos sirios tardaron bastante en aclimatarse, pero se hicieron muy populares cuando se consiguió injertarlos sobre un pie de manzano o almendro que dio como resultado unas ciruelas exquisitas. Otras veces la dificultad estribaba en dar con la forma idónea de cocinar una fruta demasiado compacta para comerla cruda. Los pétreos membrillos (Mala cotonea), originarios de Persia, no encontraron acomodo en Roma hasta que a un cocinero se le ocurrió cocerlos y servirlos en forma de pasta, como tarta de manzana.
Los arboricultores romanos experimentaban mucho en cruces e injertos y consiguieron algunas variedades interesantes. Por ejemplo, un cruce de pepino y melón que llamaban melopepunes.
Algunos productos que hoy nos parecen muy normales eran considerados de lujo por la cocina romana, a causa de su rareza. El arroz, por ejemplo, se traía de la India por la ruta caravanera, lo mismo que la pimienta y las sedas. Debido a su alto precio, sólo lo usaron como espesante de las salsas nobles. Serían los árabes, en el siglo VIII, los que lo aclimataran en Europa.